03 de junio, 1998 - Audiencia general de los miércoles

Autor: Juan Pablo II

 

Papa Juan Pablo II: Audiencia general de los miércoles

Miércoles 3 de Junio 1998

  

1. Otra intervención significativa del Espíritu Santo en la vida de Jesús, después de la de la Encarnación, se realiza en su bautismo en el río Jordán.

El evangelio de san Marcos narra el acontecimiento así: «Y sucedió que por aquellos días vino Jesús desde Nazaret de Galilea y fue bautizado por Juan en el Jordán. En cuanto salió del agua vio que los cielos se rasgaban y que el Espíritu, en forma de paloma, bajaba a él. Y se oyó una voz que venía de los cielos: “Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco”» (Mc 1, 9-11 y par.). El cuarto evangelio refiere el testimonio del Bautista: «He visto al Espíritu que bajaba como una paloma del cielo y se quedaba sobre él» (Jn 1, 32).

2. Según el concorde testimonio evangélico, el acontecimiento del Jordán constituye el comienzo de la misión pública de Jesús y de su revelación como Mesías, Hijo de Dios.

Juan predicaba «un bautismo de conversión para perdón de los pecados» (Lc 3, 3). Jesús se presenta en medio de la multitud de pecadores que acuden para que Juan los bautice. Éste lo reconoce y lo proclama como cordero inocente que quita el pecado del mundo (cf. Jn 1, 29) para guiar a toda la humanidad a la comunión con Dios. El Padre expresa su complacencia en el Hijo amado, que se hace siervo obediente hasta la muerte, y le comunica la fuerza del Espíritu para que pueda cumplir su misión de Mesías Salvador.

Ciertamente, Jesús posee el Espíritu ya desde su concepción (cf. Mt 1, 20; Lc 1, 35), pero en el bautismo recibe una nueva efusión del Espíritu, una unción con el Espíritu Santo, como testimonia san Pedro en su discurso en la casa de Cornelio: «Dios a Jesús de Nazaret le ungió con el Espíritu Santo y con poder» (Hch 10, 38). Esta unción es una elevación de Jesús «ante Israel como Mesías, es decir, ungido con el Espíritu Santo» (cf. Dominum et vivificantem, 19); es una verdadera exaltación de Jesús en cuanto Cristo y Salvador.

Mientras Jesús vivió en Nazaret, María y José pudieron experimentar su progreso en sabiduría, en estatura y en gracia (cf. Lc 2, 40; 2, 51) bajo la guía del Espíritu Santo, que actuaba en él. Ahora, en cambio, se inauguran los tiempos mesiánicos: comienza una nueva fase en la existencia histórica de Jesús. El bautismo en el Jordán es como un «preludio» de cuanto sucederá a continuación. Jesús empieza a acercarse a los pecadores para revelarles el rostro misericordioso del Padre. La inmersión en el río Jordán prefigura y anticipa el «bautismo» en las aguas de la muerte, mientras que la voz del Padre, que lo proclama Hijo amado, anuncia la gloria de la resurrección.

3. Después del bautismo en el Jordán, Jesús comienza a cumplir su triple misión: misión real, que lo compromete en su lucha contra el espíritu del mal; misión profética, que lo convierte en predicador incansable de la buena nueva; y misión sacerdotal, que lo impulsa a la alabanza y a la entrega de sí al Padre por nuestra salvación.

Los tres sinópticos subrayan que, inmediatamente después del bautismo, Jesús fue «llevado» por el Espíritu Santo al desierto «para ser tentado por el diablo» (Mt 4, 1; cf. Lc 4, 1; Mc 1, 12). El diablo le propone un mesianismo triunfal, caracterizado por prodigios espectaculares, como convertir las piedras en pan, tirarse del pináculo del templo saliendo ileso, y conquistar en un instante el dominio político de todas las naciones. Pero la opción de Jesús, para cumplir con plenitud la voluntad del Padre, es clara e inequívoca: acepta ser el Mesías sufriente y crucificado, que dará su vida por la salvación del mundo.

La lucha con Satanás, iniciada en el desierto, prosigue durante toda la vida de Jesús. Una de sus actividades típicas es precisamente la de exorcista, por la que la gente grita admirada: «Manda hasta a los espíritus inmundos y le obedecen» (Mc 1, 27). Quien osa afirmar que Jesús recibe este poder del mismo diablo blasfema contra el Espíritu Santo (cf. Mc 3, 22-30), pues Jesús expulsa los demonios precisamente «por el Espíritu de Dios» (Mt 12, 28). Como afirma san Basilio de Cesarea, con Jesús «el diablo perdió su poder en presencia del Espíritu Santo» (De Spiritu Sancto, 19).

4. Según el evangelista san Lucas, después de la tentación en el desierto, «Jesús volvió a Galilea por la fuerza del Espíritu (...) e iba enseñando en sus sinagogas» (Lc 4, 14-15). La presencia poderosa del Espíritu Santo se manifiesta también en la actividad evangelizadora de Jesús. Él mismo lo subraya en su discurso inaugural en la sinagoga de Nazaret (cf. Lc 4, 16-30), aplicándose el pasaje de Isaías: «El Espíritu del Señor está sobre mí» (Is 61, 1). En cierto sentido, se puede decir que Jesús es el «misionero del Espíritu», dado que el Padre lo envió para anunciar con la fuerza del Espíritu Santo el evangelio de la misericordia.

La palabra de Jesús, animada por la fuerza del Espíritu, expresa verdaderamente su misterio de Verbo hecho carne (cf. Jn 1, 14). Por eso, es la palabra de alguien que tiene «autoridad» (Mc 1, 22), a diferencia de los escribas. Es una «doctrina nueva» (Mc 1, 27), como reconocen asombrados quienes escuchan su primer discurso en Cafarnaúm. Es una palabra que cumple y supera la ley mosaica, como puede verse en el sermón de la montaña (cf. Mt 5-7). Es una palabra que comunica el perdón divino a los pecadores, cura y salva a los enfermos, e incluso resucita a los muertos. Es la Palabra de aquel «a quien Dios ha enviado» y en quien el Espíritu habita de tal modo, que puede darlo «sin medida» (Jn 3, 34).

5. La presencia del Espíritu Santo resalta de modo especial en la oración de Jesús.

El evangelista san Lucas refiere que, en el momento del bautismo en el Jordán, «cuando Jesús estaba en oración, se abrió el cielo, y bajó sobre él el Espíritu Santo» (Lc 3, 21-22). Esta relación entre la oración de Jesús y la presencia del Espíritu vuelve a aparecer explícitamente en el himno de júbilo: «Se llenó de gozo Jesús en el Espíritu Santo, y dijo: “Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra...”» (Lc 10, 21).

El Espíritu acompaña así la experiencia más íntima de Jesús, su filiación divina, que lo impulsa a dirigirse a Dios Padre llamándolo «Abbá» (Mc 14, 36), con una confianza singular, que nunca se aplica a ningún otro judío al dirigirse al Altísimo. Precisamente a través del don del Espíritu, Jesús hará participar a los creyentes en su comunión filial y en su intimidad con el Padre. Como nos asegura san Pablo, el Espíritu Santo nos hace gritar a Dios: «¡Abbá, Padre!» (Rm 8, 15; cf. Ga 4, 6).

Esta vida filial es el gran don que recibimos en el bautismo. Debemos redescubrirla y cultivarla siempre de nuevo, con docilidad a la obra que el Espíritu Santo realiza en nosotros.