12 de enero, 1991 - Al cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede

Autor: Juan Pablo II

 DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
 AL CUERPO DIPLOMÁTICO ACREDITADO ANTE LA SANTA SEDE
Sábado 12 de enero de 1991

Excelencias,
señoras y señores:

1. El tradicional intercambio de felicitaciones con ocasión del nuevo año me brinda la agradable ocasión de volver a reunirme con vosotros y de fortalecer así los lazos entre el Papa y los representantes de las naciones que desean mantener relaciones diplomáticas u oficiales con la Santa Sede.

Las palabras de vuestro decano, el señor embajador Joseph Amichia, me han tocado vivamente. Quiero agradeceros vuestras felicitaciones, expresadas con delicadeza, así como vuestra comprensión amistosa con respecto a la acción desplegada por la Santa Sede a favor de las relaciones internacionales, que se inspiran siempre en los valores supremos del bien, de la verdad y de la justicia.

Gozo por la presencia de embajadores de países
que han reconquistado recientemente su libertad

2. Este año tenemos la alegría de que estén entre nosotros los embajadores de países que han reconquistado recientemente su libertad, tras un largo «invierno», y cuyos pueblos descubren o reencuentran las reglas de la vida democrática y del pluralismo. Me complace particularmente dar la bienvenida a los embajadores de Polonia, Hungría y de la República Federativa Checa y Eslovaca esperando recibir pronto al representante de Rumania y de Bulgaria, países que, por primera vez en su historia, han manifestado el deseo de tener relaciones diplomáticas con la Santa Sede.

Experimento igualmente viva satisfacción al saludar al representante de la Unión de las Repúblicas Socialistas Soviéticas, cuyo Gobierno ha querido establecer relaciones oficiales con la Sede Apostólica. Deseo mencionar la presencia del representante personal del presidente de los Estados Unidos Mexicanos y dar la cordial bienvenida a los jefes de las misiones y a sus colaboradores acreditados recientemente. Junto con vuestras familias, formáis una verdadera «comunidad» que refleja la rica diversidad de los pueblos de la tierra, en medio de los cuales la Iglesia se esfuerza por llevar su testimonio de fe, de esperanza y de caridad.

Puesto que Cristo, desde el día de Navidad, se ha unido a todo hombre, la Iglesia comparte a su vez su solicitud por cada uno. Por eso el Papa, que preside la comunión eclesial, quiere estar al servicio de los hombres, cualesquiera que sean ellos y cualesquiera que sean sus convicciones, y no puede permanecer indiferente a su felicidad ni a las amenazas que se ciernen sobre ellos.

Una Europa reconciliada puede dar hoy un mensaje de esperanza

3. Como ha recordado justamente vuestro decano, el mundo acaba de vivir un año particularmente rico de acontecimientos singulares. Toda Europa ha sentido pasar el viento regenerador de la libertad, una libertad conquistada al precio de duros sacrificios por pueblos que valoran cuán exigente es el ideal encarnado por el Estado de derecho.

La cumbre de jefes de Estado o de Gobierno de los 34 países que tomaron parte en la Conferencia sobre la seguridad y la cooperación en Europa (CSCE), celebrada recientemente en París, dio la imagen elocuente de una Europa reconciliada consigo misma. Las elecciones han permitido que los pueblos de Europa central y oriental se expresaran. Alemania ha recuperado su unidad territorial y política. Las negociaciones sobre el desarme se han agilizado. En la mayoría de las instancias europeas, se siente la necesidad de «estructurar» las formas de colaboración ya existentes. En síntesis, vemos nacer una «Europa renovada», como testimonian las declaraciones de los participantes en el encuentro de París, que acabo de citar: «La era de los conflictos y de la división en Europa ha concluido. Declaramos que nuestras relaciones se fundarán de ahora en adelante en el respeto y la cooperación... Nos corresponde hoy encarnar las esperanzas y las expectativas que nuestros pueblos han alimentado durante decenios: un compromiso indefectible en bien de la democracia basada en los derechos del hombre y en las libertades fundamentales; la prosperidad mediante la libertad económica y la justicia social; y una seguridad igual para todos» (Carta de París).

Tenemos que agradecer a los ciudadanos y a los dirigentes el hecho de que, gracias a su fe en el hombre y a su perseverancia, han alcanzado estos resultados siguiendo las grandes tradiciones de Europa. Pero permitidme, excelencias, señoras y señores, elevar ante todo mi acción de gracias hacia el «Maestro de la Historia», en quien «vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17, 28), y que ha querido, quizá por primera vez, una transformación profunda de Europa que no fuese el resultado de una guerra.

En estos «tiempos nuevos», cada uno de los países de Europa está llamado a poner en práctica lo que la evolución política ha permitido: un compromiso decidido en beneficio de la democracia, el respeto efectivo de los derechos humanos y de las libertades fundamentales, la prosperidad a través de la libertad económica y la justicia social y una seguridad igual para todas las naciones.

En Europa occidental, estos objetivos más o menos ya han sido alcanzados, pero da la impresión de que los ciudadanos de esta parte del continente carecen de ideal. En el siglo XIX, numerosos europeos pusieron su confianza en la razón, la ciencia y la riqueza. A comienzos de nuestro siglo, una ideología intentó demostrar que únicamente el Estado encarnaba la verdad científica de la historia y podía, por tanto, imponer los valores que se han de creer. Durante estos últimos decenios se ha creído que la industrialización y la producción, elevando el nivel de vida, contribuirían a asegurar definitivamente la felicidad. Hoy las generaciones jóvenes caen en la cuenta de que «el hombre no vive sólo de pan» (Lc 4, 4). Ellas buscan «sentido»: los responsables de las sociedades tienen el grave deber no sólo de escucharlas, sino también de responder a sus aspiraciones. Con frecuencia las sociedades occidentales siguen las modas y lo efímero, y por esto en cierto sentido se deshumanizan. Es necesario que las mujeres y los hombres de las sociedades ricas afronten los retos del mundo del futuro; han de poseer fundamentos sólidos para sus construcciones. ¡Que aprendan nuevamente a guardar silencio, a meditar y a orar! De esta manera, como se puede prever, los creyentes, y los cristianos en particular, tienen algo específico que decir. Deberían hacerse comprender cada vez más y hacer comprender sus diferencias, a fin de aportar a los proyectos de las sociedades en las que viven el «suplemento de alma» que muchos buscan ávidamente, a veces sin clara conciencia de ello.

Los países del centro y del este de Europa padecen, a su manera, las mismas dificultades. No basta rechazar el monopolio de un partido; hay que tener también razones para vivir y trabajar con el objeto de construir algo. Han tenido lugar elecciones en estos países, pero a veces los programas de los candidatos no eran, quizá, suficientemente explícitos sobre lo que se debía hacer en primer lugar. En dichos países, cuyo tejido moral y social ha quedado profundamente lacerado, es menester que la familia y la escuela vuelvan a ser lugares de formación de las conciencias; es imprescindible encontrar de nuevo el gusto por el trabajo bien hecho, pues sirve a la causa del bien común.

Frente a todas estas tareas, se impone un deber: la solidaridad europea. Nada sería más perjudicial para el equilibrio de Europa

—y, se podría decir, para la conservación de la paz en el continente— que una nueva dualidad: la Europa de los ricos opuesta a la Europa de los pobres las áreas modernas opuestas a las áreas atrasadas. La cooperación técnica y cultural ha de ir al paso de los proyectos económicos comunes. Esto comporta que los países europeos, acostumbrados a pensar y producir libremente, tengan una cierta comprensión hacia interlocutores que, desgraciadamente, han sido obligados durante medio siglo a padecer las imposiciones de sistemas en los que la creatividad y la iniciativa eran consideradas subversivas.

Preocupación por la situación de Albania y Lituania

Estamos siguiendo con preocupación durante estos días la evolución política de algunos países de Europa central y oriental, sin olvidar Albania. Existe en todas estas sociedades un fermento y una expectación que se afirman con vigor. Pienso en los países bálticos, y sobre todo en la amada Lituania. Ahora que el continente europeo se esfuerza por recuperar su armonía, es fundamental que, a través de la solidaridad de todos, estas naciones reciban la ayuda que necesitan para permanecer fieles a sus tradiciones y a su patrimonio, y que, gracias al diálogo y a las negociaciones, se alcancen soluciones nuevas que abran las puertas y hagan caer los prejuicios.

El 1991 debe ser el año de la solidaridad

¡Si 1990 ha sido el año de la libertad, 1991 debería ser el año de la solidaridad!

Con todo, Europa no puede ocuparse sólo de sí misma. Tiene que volverse resueltamente hacia el resto del mundo, en especial hacia los países más desprovistos y más empobrecidos: la Europa de 1990 ha mostrado que era posible cambiar la fisonomía de las sociedades sin violencia; una Europa reconciliada está capacitada para dar hoy un mensaje de esperanza.

América Latina: el futuro está en la familia

4. Mi pensamiento se dirige hacia América Latina. Este vasto continente presenta una cierta unidad que, sin embargo, no logra disimular sus profundas desigualdades entre los grandes grupos que la componen. Muchos pueblos conocen la pobreza; sus prodigiosas riquezas naturales están lejos todavía de una explotación racional y repartida equitativamente.

Además, hay que deplorar los estragos que violencias de toda clase y el tráfico de drogas ocasionan en determinadas sociedades, hasta el punto de hacer estremecer sus propios cimientos. Me refiero en especial a los asesinatos, a los secuestros o a las desapariciones de personas inocentes. Urge hallar soluciones para los graves problemas sociales y económicos que conducen a la marginación de una gran parte de la población de estos países. Se debe comenzar por la reconstitución o por la protección de los valores de la familia, núcleo de toda sociedad digna de este nombre. La Iglesia católica, lo sabéis, se muestra muy preocupada y se esfuerza por ponerse al servicio de todas las familias.

América Central: cooperación entre las naciones vecinas

Tengo presentes también a los países de América Central, en los que el proceso de democratización y de pacificación avanza con mucha lentitud, a pesar de esfuerzos muy loables. La dinámica de los Acuerdos de Esquipulas, la iniciativa de un Parlamento centroamericano y la declaración de Antigua, encaminadas a la creación de una comunidad económica regional, son buenos ejemplos de esta cooperación entre naciones vecinas, a la que he aludido en la encíclica Sollicitudo rei socialis (45).

Existen intentos de diálogo entre el Gobierno y la guerrilla, en particular en Guatemala y El Salvador, pero desgraciadamente, como confirman los recientes y trágicos sucesos, los inocentes son siempre las primeras víctimas de estas luchas fratricidas.

Ciertamente existen otros obstáculos, puesto que oligarquías de toda clase ponen vallas a la normalización. Pero ha llegado el momento de que todos se den la mano y construyan juntos las naciones, en las que se escuche a los «pequeños» y se respeten sus aspiraciones legítimas. La vida política no tiene otra razón de ser que el bien de los ciudadanos; ellos tienen derechos que es necesario respetar sin excepción alguna.

No lejos de esta zona, un pueblo ya muy probado, vive desde hace algunos días una situación dramática: me refiero a la nación haitiana. Desórdenes, asesinatos, venganzas y violencia de toda suerte han realizado su obra de muerte. No puedo dejar de recordar aquí la destrucción de la sede de la nunciatura apostólica en Puerto Príncipe y, ante todo, el trato reservado a mi representante, cuya dignidad fue objeto de escarnio, así como su colaborador, gravemente herido. Se trata de una violencia que, en todo caso, no favorece la estabilidad política y social que desea la población. El ataque que sufrieron la antigua catedral y la sede de la Conferencia episcopal hieren no sólo a los católicos sino también a todos los hombres de buena voluntad.

Asia: la intolerancia religiosa es una amenaza para la paz

5. Si dirigimos nuestra mirada a Asia, debemos deplorar que en este año aún siguen sin solución ciertos problemas. Citaré sólo algunos.

Camboya. Las negociaciones prosiguen, es verdad, pero con altibajos. Hay que esperar que la voluntad de buscar el bien de este pueblo, agobiado por tantos años de experiencias crueles, prevalezca sobre los intereses partidarios o las aspiraciones de poder. ¿Cómo no recordar que la fuerza no arregla jamás definitivamente una diferencia? La Santa Sede desea, pues, que se encuentre una solución honrosa y respetuosa de las exigencias del pueblo camboyano, con la ayuda de la comunidad internacional y, si fuera posible, como sugieren algunos, con la cooperación directa de las Naciones Unidas.

La situación en Afganistán continúa siendo precaria. La población, gran parte de la cual ha debido abandonar sus hogares, sufre y vive en la incertidumbre acerca del futuro. También en este caso, invito a las grandes potencias, que tradicionalmente se han interesado por el destino de este país, a intervenir para que las negociaciones no se detengan y para que, por encima de todo, las soluciones pacíficas tengan la prioridad sobre el recurso a la fuerza.

Vietnam ocupa también un lugar especial en mis desvelos. Una delegación oficial de la Santa Sede ha viajado por primera vez después de muchos años a esta nación, con el objeto de tratar junto con las autoridades gubernamentales algunos problemas concernientes a la vida de la Iglesia local y cuestiones de interés común. El clima positivo de las conversaciones es, no cabe duda, un signo de la voluntad del Gobierno de asegurar a los ciudadanos de este noble país la libertad religiosa a la que aspiran y de ocupar de nuevo el lugar que les corresponde en el escenario internacional. Espero que no les falte el apoyo de todos los que en el mundo admiran la valentía y la tenacidad de un pueblo que se empeña en la reconstrucción de su patria pagando el precio de inmensos sacrificios.

Quisiera esperar, asimismo, la reconciliación y la paz para Sri Lanka (Ceilán), donde la guerra civil sigue cobrándose numerosas víctimas. ¡Las diferencias étnicas y comunitarias no deberían ser nunca un factor de oposición, sino más bien de riqueza para compartir!

A todas las dificultades de orden político o económico que afectan a las poblaciones de estas naciones, se agrega un problema sobre el cual no puedo guardar silencio: las condiciones poco favorables en las que se encuentran, a veces, las comunidades cristianas.

Frecuentemente segregados por parte de los seguidores de las grandes religiones tradicionales, los cristianos tienen que afrontar además la desconfianza y las imposiciones de las autoridades. Pienso en ciertas Iglesias particulares, a las que no les es posible profesar plenamente su fe a la luz del día y comunicarse regularmente con el Papa y la Santa Sede, como es el caso de los católicos de China continental. Tengo presentes a estos fieles que se hallan expuestos a discriminaciones en su trabajo o en la sociedad por no pertenecer a la religión mayoritaria; tengo presentes las dificultades de los misioneros, que no disponen de recursos para satisfacer las necesidades espirituales de sus fieles. Se producen violaciones a veces sutiles, pero reales, de los derechos humanos elementales y, en primer lugar, del derecho a profesar la fe, individualmente o en comunidad, según las reglas de cada familia religiosa. Tengo confianza, excelencias, señoras y señores, en que sepáis comprender mis inquietudes en relación con estos asuntos. Tal como decía en mi mensaje con motivo de la celebración de la Jornada mundial de la paz, la intolerancia es una amenaza para la paz. No puede haber concordia y cooperación entre los pueblos, si los hombres no son libres de pensar y de creer, en la fidelidad a su conciencia, y evidentemente en el respeto a las reglas del derecho que garantizan en toda sociedad el bien común y la armonía social.

África: el imperioso deber de la solidaridad

6. El continente africano también tiene que ocupar nuestra atención. Además de la dramática situación económica que afecta a la casi totalidad de sus poblaciones, es presa de la violencia: ¿cómo podemos olvidar que más de una decena de conflictos lo desgarran aún hoy día?

La guerra absorbe en Etiopía una gran parte de los recursos financieros nacionales y provoca el éxodo de un gran número de refugiados. El hambre amenaza las regiones del norte, en particular a Eritrea y Tigré, asoladas por los combates, y donde los frentes de liberación han impedido la entrada a las organizaciones de ayuda humanitaria. La reciente apertura del puerto de Massawa ha de ser recibida con esperanza, en la medida en que debería permitir que los primeros auxilios se dirijan hacia poblaciones que se encuentran al limite de la supervivencia. Al cabo de treinta años de guerra, ha llegado el momento de instaurar una tregua para favorecer el diálogo y para dar con una fórmula de convivencia entre los diversos componentes de la sociedad etíope.

Sudán no vive una coyuntura mejor. La población, víctima de combates, de crisis ecológicas y del hundimiento de la economía, parece ser prisionera de un conflicto interno que ha durado demasiado tiempo. Los cristianos de este país han hecho conocer su angustia a la Santa Sede. Viviendo en el temor ante el futuro, deseosos de ser aceptados y reconocidos en su específico carácter religioso, piden que se escuche su voz, que sus misioneros puedan cumplir normalmente su apostolado, tan estimado y necesario para las comunidades, y que las ayudas de las organizaciones humanitarias puedan llegarles sin ningún tipo de trabas.

Mozambique, que frecuentemente ha estado en el centro de nuestras preocupaciones, da la impresión de haber emprendido el camino de la pacificación. El Gobierno y la oposición armada han llegado, con la mediación de países amigos y de organizaciones desinteresadas, a un primer acuerdo parcial, lo que debería conducir —lo deseamos ardientemente— a un alto el fuego definitivo. De esta forma, será posible que esta joven nación se reconstruya material y espiritualmente, redacte una constitución y establezca instituciones que permitan a todos los ciudadanos sentirse respetados en sus convicciones, porque así podrán mirar hacia el futuro con más confianza.

Tenemos que alegrarnos por las conversaciones directas que parecen progresar entre las partes en conflicto en Angola. El compromiso de países como los Estados Unidos y la Unión Soviética puede influir positivamente en la evolución política de esta nación, resquebrajada literalmente por el luto que ha dividido a las familias, ha aniquilado las estructuras económicas y ha infligido a la Iglesia católica duras pruebas, que sigue sufriendo.

Por último, la renovación institucional que se está llevando a cabo en África del Sur es un signo prometedor para la estabilidad de esta vasta zona del continente. La legalización de los partidos de la oposición, la excarcelación de sus líderes después de muchos años de detención; los diversos encuentros entre los responsables gubernamentales y otras medidas, son semillas de reconciliación y fraternidad, tal vez aún frágiles, pero que han de ser protegidas para que crezcan. Sobre todo es necesario que episodios de violencia, como los que han sembrado la muerte recientemente, no engendren la desesperanza entre aquellos que aspiran, desde hace muchos años, al nacimiento de una nación finalmente reconciliada.

Por otra parte, la Santa Sede es consciente de que muchos países africanos están marcados todavía por rivalidades étnicas. Me refiero específicamente a Ruanda y a Burundi, cuyos obispos han recordado en un reciente documento común que las diferencias étnicas no debían aislar sino más bien enriquecer, dado que todos los hombres son hijos de un mismo Padre.

No podríamos pasar por alto a Somalia, donde la población está sufriendo durante estos días muchos asesinatos. Que Dios la inspire, de forma que todos sus ciudadanos se esfuercen por hacer prevalecer la reconciliación sobre los enfrentamientos armados.

Tampoco podríamos dejar de mencionar a la amada Liberia, cuya población soporta sufrimientos indecibles. Es tiempo de que los liberianos encuentren nuevamente la mutua confianza y que las comunidades de las naciones los ayuden a evitar lo que seria un verdadero naufragio para un país antaño pacífico y tolerante.

Desearía llamar vuestra atención, excelencias, señoras y señores, sobre el porvenir del continente africano, rico de recursos humanos, pero que padece grandes deficiencias: el hambre que amenaza de nuevo a millones de personas, las huelgas, el gran número de refugiados y de enfermedades, entre las cuales la más letal es el sida. Como dije en septiembre del año pasado, con ocasión de mi encuentro con el Cuerpo diplomático en Burundi, muchos países africanos creen que son subestimados por las naciones que sólo los ayudan en función de sus propios intereses. Pienso que el deber imperioso de la solidaridad hacia los más desprovistos supone que se intensifique una cooperación que sea ante todo un «encuentro» entre pueblos, más allá del mero intercambio de bienes y de la búsqueda de ganancia, aunque sean legítima. Evidentemente, como recordaba durante ese mismo viaje apostólico a África, toda cooperación de este tipo conlleva la participación libre, inteligente y responsable de los beneficiarios, con el apoyo eficaz de los organismos regionales que tienen que coordinar los intereses complementarios.

Pueblo palestino, Líbano, Jerusalén «ciudad de la paz»

7. En fin, para concluir esta panorámica del escenario internacional, hemos de detenernos un poco en un área más cercana a nosotros, Oriente Medio, donde un día surgió la Estrella de la paz.

Estas tierras cargas de historia, cuna de tres grandes religiones monoteístas deberían ser un lugar donde el respeto de la dignidad del hombre, criatura de Dios, la reconciliación y la paz se impongan como algo evidente. Pero el diálogo entre las familias espirituales con frecuencia deja mucho que desear. Por ejemplo, los cristianos, que constituyen una minoría, son a lo sumo tolerados en algunos casos. A veces se les prohíbe tener sus propios lugares de culto y reunirse para las celebraciones públicas. Incluso el símbolo de la cruz está prohibido. Se trata de violaciones flagrantes de los derechos fundamentales del hombre y de las leyes internacionales. En un mundo como el nuestro, donde es raro que la población de un país forme parte de una sola etnia o de una única religión, es primordial para la paz interna e internacional que el respeto de la conciencia de cada uno sea un principio absoluto. La Santa Sede confía en el compromiso de toda la comunidad internacional, a fin de que se ponga fin a estos casos de discriminación religiosa que hieren a toda la humanidad y que representan en realidad un obstáculo serio para la prosecución del diálogo interreligioso, así como para la colaboración fraterna con vistas a una sociedad auténticamente humana y por tanto, pacífica.

¿Y qué decir, siempre en esta misma área de Oriente Medio, de la presencia de armas de guerra y de soldados en proporciones verdaderamente espantosas?

Porque a los conflictos que desde hace mucho tiempo hunden a las poblaciones en la desesperación y en la incertidumbre —aludo a los de Tierra Santa y del Líbano—, se ha agregado meses atrás la denominada crisis del Golfo.

En realidad, nos hallamos frente a situaciones que exigen decisiones políticas rápidas y la creación de un clima de verdadera confianza mutua.

Desde hace decenios, el pueblo palestino está gravemente probado y es injustamente tratado: lo atestiguan los centenares de miles de refugiados dispersos en esa zona y en otras partes del mundo, lo mismo que la situación de los habitantes de Cisjordania y de Gaza. Se trata de un pueblo que pide ser escuchado, aunque haya que reconocer que ciertos grupos palestinos han elegido para hacer oír su voz, métodos inaceptables y condenables. Pero, por otra parte, es menester comprobar que, con mucha frecuencia, se ha respondido negativamente a las propuestas que provenían de diversas instancias y que habrían podido, por lo menos, poner en marcha un proceso de diálogo con el propósito de garantizar igualmente al Estado de Israel las justas condiciones de seguridad y al pueblo palestino sus derechos incontestables.

Además, en Tierra Santa se encuentra la ciudad de Jerusalén, que sigue siendo motivo de conflicto y de discordia entre los creyentes. Jerusalén, la «ciudad santa», la «ciudad de la paz»...

Muy cerca de allí, el Líbano está desmembrado. Ha agonizado durante años, bajo la mirada del mundo, sin que se le ayudara a superar sus problemas internos y a liberarse de los elementos y de los poderes externos que pretendían servirse de él para sus propios intereses. Es tiempo de que todas las fuerzas armadas no libanesas se comprometan a abandonar el territorio nacional y que los libaneses estén en condiciones de elegir su propia forma de convivencia, fieles a su historia y a su patrimonio de pluralismo cultural y religioso.

La zona del Golfo, por último, se halla desde agosto del pasado año en Estado de sitio; se ha visto que, cuando un país viola las reglas más elementales del derecho internacional, la comunidad entera de las naciones hace causa común. No se puede aceptar que la ley de los más fuertes se imponga brutalmente a los más débiles. Uno de los grandes progresos debidos al desarrollo de este derecho internacional ha sido precisamente el de establecer que todos los países son iguales en dignidad y en derechos.

Hay que alegrarse de que la Organización de las Naciones Unidas haya sido la primera instancia internacional que se ha ofrecido en seguida para mediar en esta grave crisis. No hay por qué maravillarse, si se recuerda que el preámbulo y el artículo primero de la Carta de San Francisco le asignan como prioridad la voluntad de «preservar a las generaciones futuras del flagelo de la guerra» y de «reprimir cualquier acto de agresión».

Por esta razón, fieles a esta línea y conscientes de los riesgos —diría incluso de la trágica aventura— que acarrearía una guerra en el Golfo, los verdaderos amigos de la paz saben que nuestro tiempo es más que nunca tiempo de diálogo, de negociación y de preeminencia de la ley internacional. Sí, la paz es posible todavía; la guerra sería la decadencia de toda la humanidad.

Excelencias, señoras y señores, deseo que conozcáis mi profunda preocupación ante la situación que se ha creado en esta área de Oriente Medio. La he manifestado en varias ocasiones, y también ayer, enviando un telegrama al secretario general de las Naciones Unidas. Por una parte, se asiste a la invasión armada de un país y a una violación brutal de la ley internacional, tal como la definen las Naciones Unidas y la ley moral; éstos son hechos inaceptables. Por otra parte, aunque la concentración masiva de hombres y de armas que se está llevando a cabo tiene la intención de acabar con lo que es necesario calificar como una agresión, no cabe duda de que, si ella debe desembocar en una acción militar incluso limitada, las operaciones producirán víctimas, para no hablar de las consecuencias ecológicas, políticas y estratégicas, cuya gravedad y alcance no podemos medir aún en su totalidad.

Por último, dejando intactas las causas profundas de la violencia en esta parte del mundo, la paz conseguida mediante las armas sólo podrá preparar nuevas violencias.

El derecho internacional protege a los débiles del arbitrio de los fuertes

8. Existe, en efecto, una correlación entre la fuerza, el derecho y los valores, de la que la sociedad internacional no puede eximirse.

Los Estados redescubren hoy, sobre todo gracias a las diversas estructuras de cooperación internacional que los unen, que el derecho internacional no constituye una especie de prolongación de su soberanía ilimitada, ni una protección para sus solos intereses o, incluso, para sus iniciativas hegemónicas. Se trata, en realidad, de un código de conducta para la familia humana en su conjunto.

El derecho de gentes, antepasado del derecho internacional, ha tomado forma a lo largo de los siglos elaborando y codificando principios universales que son anteriores y superiores al derecho interno de los Estados y que han recogido el consenso de los protagonistas de la vida internacional. La Santa Sede ve en estos principios una expresión del orden querido por el Creador. Citemos, a título informativo, la igual dignidad de todos los pueblos, su derecho a la existencia cultural, la protección jurídica de su identidad nacional y religiosa, el rechazo de la guerra como medio normal para la solución de los conflictos y el deber de contribuir al bien común de la humanidad. Así, los Estados han llegado a la convicción de que era necesario, para su seguridad recíproca y para la salvaguardia del clima de confianza, que la comunidad de las naciones se dotara de reglas universales de convivencia aplicables en todas las circunstancias. Dichas reglas constituyen no sólo una referencia indispensable a una actividad internacional armoniosa, sino también un patrimonio precioso que hay que preservar y desarrollar. Sin esto, la ley de la jungla terminará imponiéndose con consecuencias fácilmente previsibles.

Permitidme, excelencias, señoras y señores, expresar a este propósito el anhelo de que las reglas del derecho internacional estén cada vez más prontas de disposiciones capaces de garantizar su aplicación. Y en el campo de la aplicación de las leyes internacionales, el principio inspirador ha de ser el de la justicia y la equidad. El recurso a la fuerza por una causa justa sólo seria admisible si fuera proporcional al resultado que se ha querido conseguir y si se ponderaran las consecuencias que tendrían las acciones militares, cada vez más devastadoras por causa de la tecnología moderna, para la supervivencia de la población y del planeta. Las «exigencias humanitarias» (Declaración de San Petersburgo, 1868; La Haya, 1907, Convención IV) nos piden hoy avanzar resueltamente hacia la proscripción de la guerra y cultivar la paz como un bien supremo, al que todos los programas y todas las estrategias deberían subordinarse. Cómo no hacer que resuene aquí aquella advertencia del Concilio Vaticano II en su constitución Gaudium et spes: «La potencia bélica no legítima cualquier uso militar o político de ella. Y una vez estallada la guerra lamentablemente, no por eso todo es lícito entre los beligerantes» (79).

El derecho internacional es el medio privilegiado para la construcción de un mundo más humano y más pacífico, pues permite la protección del débil contra la arbitrariedad del fuerte. El progreso de la civilización humana se mide frecuentemente según el progreso del derecho, gracias al cual se pueden asociar libremente las grandes potencias y los demás países en esa empresa común que es la cooperación entre las naciones.

Ante Dios desarmado, dejemos caer nuestras armas

9. Excelencias, señoras y señores al llegar a la conclusión de nuestro encuentro, quisiera renovar los votos de felicidad que formulo por los pueblos que representáis, por las autoridades que os han mandado y por vuestros familiares y colaboradores.

Vivimos en una época en la que no faltan signos de progreso y de esperanza; época también marcada por frustraciones y peligros que interpelan a todos los hombres de buena voluntad.

¿Cómo no mencionar aquí el abismo que sigue separando a los pueblos ricos de los pueblos pobres? Las diferencias que se acentúan y la frustración de millones de nuestros hermanos sin perspectiva de futuro constituyen no sólo un desequilibrio, sino también una amenaza para la paz. En este contexto, el conjunto de la comunidad internacional ha de poner en práctica una serie de transformaciones económicas y sociales para afrontar ante todo el problema de la deuda externa de los países más desprovistos frente a las exigencias que se les imponen. La búsqueda del bien común ha de guiar los esfuerzos de todos, con espíritu de solidaridad. La ganancia no debe ser el criterio principal de los comportamientos. ¡Que todos se esfuercen por dar confianza a las personas y a las naciones menos favorecidas!

Cada uno en su lugar, el lugar que la providencia de Dios le ha asignado, debe cambiar el mundo según sus posibilidades, y afrontar uno de sus más antiguos retos: el de la paz.

Hace algunos días, los cristianos esperaban y celebraron una luz, que resplandeció desde un establo en el que descansaba un niño: ¡la Luz del mundo!

Ante este Dios ofrecido al hombre, ante este Dios desarmado, dejemos caer nuestras armas. Él nos invita a ponernos al servicio los unos de los otros, y a redescubrir que el hombre nunca es más importante que cuando permite que el otro —persona o pueblo— se engrandezca.

¡Abrid, a través de esta historia de la que sois de modo especial protagonistas, las puertas de la esperanza!

¡Este es mi deseo y ésta es mi oración!

¡Que el Dios de la paz os acompañe a lo largo del año que empieza!

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