12 de enero, 1992 - Discurso al Cuerpo diplomático
DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL CUERPO DIPLOMÁTICO ACREDITADO ANTE LA SANTA SEDE
11 de enero de 1992
Excelencias;
señoras y señores:
1. Os agradezco de todo corazón las felicitaciones que el señor embajador Joseph Amichia, vuestro decano, acaba de formular en vuestro nombre y en el de todos los gobiernos que representáis.
Vuestra presencia aquí hoy me trae a mi memoria los logros y las esperanzas de los pueblos de la tierra. La Providencia me ha dado la alegría de visitar un gran número de esos pueblos. En este momento repaso mentalmente todos los que he podido visitar; todos los demás están presentes en mi corazón.
Por mi parte, quisiera expresaros mis mejores deseos de felicidad personal y familiar, así como de éxito en las importantes tareas que se os han confiado. No olvido a vuestros gobernantes, ni a vuestros compatriotas: que Dios les conceda realizar sus aspiraciones comunes, a fin de que en cada sociedad progrese aún más la justicia, el bienestar espiritual y material y la paz. Estos son mis anhelos, y esta es mi oración.
Me complace, asimismo, dar la bienvenida a los diplomáticos que han tomado posesión de sus cargos durante los meses pasados y ver a la familia de los pueblos cada vez más representada ante la Santa Sede. También me satisface ver que la presencia de tantos representantes constituye un signo del retorno a la democracia en muchos países. La Iglesia católica aprovecha la ocasión para manifestar a cada uno de los países que quieren mantener relaciones diplomáticas con la Sede Apostólica su voluntad concreta de estar junto a las naciones que se comprometen sinceramente en favor del progreso de los pueblos.
El señor embajador Amichia ha presentado con acierto el panorama de los principales acontecimientos de 1991, así como las actividades más destacadas de la Iglesia católica y las de la Santa Sede. En efecto, el año pasado fue rico de acontecimientos previsibles, pero también de hechos inesperados.
La guerra del Golfo
2. Por desgracia, 1991 fue un año durante el cual la guerra centró la atención mundial.
La guerra llamada «del Golfo», que como recordaréis estalló poco días después de nuestro encuentro del 12 de enero, arrojó, como todas las guerras, su saldo siniestro de muertos, heridos, destrucciones, rencores y problemas sin resolver. Nadie puede olvidar las consecuencias de ese conflicto: aún hoy día las poblaciones de Irak siguen sufriendo cruelmente. La Santa Sede ha recordado, lo sabéis, los imperativos éticos que, en todas las circunstancias, deben prevalecer: el carácter sagrado de la persona humana, no importa de qué parte esté; la fuerza del derecho; la importancia del diálogo y la negociación; y el respeto de los pactos internacionales. ¡He aquí las únicas «armas» que honran al hombre, tal como Dios quiere!
La guerra en Yugoslavia
3. El año 1991 terminó también con el fragor de las armas. Imágenes conmovedoras nos han mostrado a poblaciones civiles literalmente aniquiladas por los combates que ensangrientan a Yugoslavia y, sobre todo, a Croacia. Casas destruidas, poblaciones obligadas al exilio, economías arruinadas, iglesias y hospitales sistemáticamente bombardeados. ¿Quién puede dejar de rebelarse frente a estas acciones que la razón reprueba? Conocéis mis numerosos llamamientos a la pacificación y al diálogo. Os es familiar la posición de la Santa Sede acerca del reconocimiento de los Estados que se han formado recientemente como consecuencia de la coyuntura europea. Baste señalar que los pueblos tienen el derecho de elegir su modo de pensar y de vivir juntos, procurándose los medios que les permitan realizar sus aspiraciones legítimas, determinadas libre y democráticamente. Por lo demás, la comunidad de las naciones ha elaborado textos e instrumentos jurídicos que definen cabalmente los derechos y los deberes de cada uno, al tiempo que ponen a disposición las estructuras de cooperación adecuadas para coordinar las relaciones necesarias entre los Estados soberanos, tanto a nivel regional como internacional. De ningún modo es posible construir el futuro de un país o de un continente recurriendo a las bombas.
Irlanda del Norte
4. Hemos de mencionar también otro conflicto al que, según parece, nos hemos acostumbrado. Pienso en Irlanda del Norte. Desde hace años se mantiene viva una violencia que es contraria a los intentos de solución política. ¿Podemos resignarnos a esta plaga que desfigura a Europa? Ninguna causa puede justificar que en su territorio se violen los derechos del hombre, así como el respeto a las diferencias legítimas y la observancia de la ley. Invito a todas las partes a reflexionar ante Dios sobre su propio comportamiento.
Me acuerdo en este momento de las palabras de un santo «europeo» al que canonicé recientemente, el padre Rafael Kalinowski. Durante el siglo pasado, cuando Polonia luchaba por preservar su dignidad y su independencia nacional, osó escribir estas palabras a pesar de que también él había tomado parte en los combates: «La patria tiene necesidad de sudor, no de sangre». Sí, excelencias, señoras y señores, Europa tiene necesidad de mujeres y hombres que se pongan a trabajar juntos a fin de que el odio y el rechazo del otro no logren echar raíces en este continente que ha dado santos, ejemplos de humanidad; en este continente que ha sabido hacer brotar ideas fecundas y ha exportado instituciones que honran al genio humano.
África, Sri Lanka
5. Otras guerras terribles y otros focos de conflicto alteran la existencia de muchos pueblos de la tierra. No es posible citarlas todas; pero no quiero dejar de mencionar las rivalidades étnicas que azotan el cuerno de África. Aunque los eritreos han conseguido conquistar su autonomía, otras fuerzas centrífugas siguen minando a Etiopía. En la cercana Somalia el Estado se ha desplomado y la fragmentación de la sociedad hace que sea prácticamente imposible todo tipo de asistencia humanitaria. El sistema federal sigue siendo aún hoy una promesa para Sudán, agotado a causa de la guerra que se desencadenó en 1983. Más lejos todavía de nosotros, Sri Landa se debate entre ofensivas y represalias que arrojan miles de víctimas.
No sabemos cómo se podrá hallar solución a semejante estado de cosas. Los responsables políticos, en primer lugar, tienen el grave deber de favorecer todo lo que contribuya a poner fin a los combates fratricidas. Han de alimentar el diálogo, impulsar proyectos sociales que reflejen las aspiraciones de los pueblos y aumentar las ayudas humanitarias indispensables. Por suerte, la diplomacia -de modo particular en su dimensión multilateral- permite intercambios y soluciones centradas en un mundo cada vez más interdependiente. Desde esta perspectiva, la Organización de las Naciones Unidas reviste una gran importancia y un gran significado. Terminada la sabia gestión del señor Javier Pérez de Cuéllar, espero que el nuevo secretario general, señor Boutros Ghali, gracias a su gran experiencia internacional, siga haciendo de esa institución irreemplazable un lugar privilegiado para la promoción de la paz y la solución negociada de las divergencias.
Lecciones de la historia
6. Ahora que comienza un año nuevo, lleno de interrogantes, cada uno de nosotros está llamado a hacer un balance y a mirar hacia el futuro.
La persistencia de los conflictos y las tensiones que acabo de nombrar produce un sentimiento de tristeza: tristeza de constatar que no siempre logramos sacar provecho de las lecciones de la historia, ya sea pasada o reciente. Pues, en fin de cuentas, depositar la confianza únicamente en la lucha armada con el propósito de hacer valer los propios puntos de vista, alegar situaciones heredadas del pasado para dispensarse de abrir nuevos caminos de comprensión y justicia, destruir sistemáticamente todo lo que constituye la riqueza de las sociedades a las que uno se opone o, incluso, violar ostensiblemente el derecho y los acuerdos humanitarios para dominar mejor al adversario, representa una regresión. La paz y la reconciliación comienzan siempre por una mirada de benevolencia que respete en el otro -sea que se trate de una persona, o de un pueblo- su dignidad.
La responsabilidad de Europa
7. En este ámbito, Europa tiene una responsabilidad particular a causa de su alto grado de civilización. Está en camino hacia su unidad posee un patrimonio jurídico y reglas de conducta internacional que deberían permitirle afrontar las incertidumbres del futuro próximo con cierta seguridad.
Las transformaciones que han tenido lugar en Yugoslavia, o en lo que hasta hace unas semanas era la Unión Soviética, exige la activación de nuevos mecanismos de cooperación política. Es probable igualmente que haya necesidad de una mayor solidaridad por parte de todos para socorrer a poblaciones que se empobrecen cada vez más, evitando así que esa evolución se lleve a cabo en un marco de penuria.
La seguridad, la cooperación y la garantía de la dimensión del hombre han de ser los pilares sobre los cuales debe descansar el porvenir de los pueblos. Esto es verdad para las repúblicas bálticas, que han recuperado su independencia: para Albania, que ha retornado al seno de la gran familia europea, y de idéntica manera para la nueva realidad que se está viviendo en la Unión Soviética. La afirmación de las particularidades nacionales plantea y planteará problemas que tienen que solucionarse con sabiduría, de modo tal que todos se sientan seguros de su destino, puedan marchar a su ritmo, vean respetadas sus características especificas y encuentren su lugar en la comunidad de destino que será la Europa del mañana.
Éstas son tareas que conciernen a todos los europeos. Los muros se han desplomado, nadie puede apelar a la falta de información acerca de su vecino para justificar su indiferencia: la solidaridad en el sentido más amplio del término, se ha convertido ahora en una obligación primordial. O los europeos se salvan juntos, ¡o perecen juntos!
El papel de los cristianos
8. En este camino se encuentran los cristianos, los católicos, los ortodoxos y los protestantes, llamados a desempeñar un papel de primer orden y deseosos de ocupar el lugar que les corresponde. Muchos valores propios de la modernidad tienen su matriz en el cristianismo y, hoy como ayer, los discípulos de Jesús, fieles a la enseñanza de su Maestro, han de ser la «sal de la tierra» (Mt 5, 13). Pero es necesario que se les dé la posibilidad de serlo.
De hecho, también en los países en los que la tradición cristiana está afianzada, se comprueba que las Iglesias no siempre encuentran ayuda y comprensión para sus proyectos y realizaciones. Por ejemplo, muchas veces se tolera la escuela católica, en lugar de considerarla como una colaboradora en el proyecto educativo nacional. ¿Quién puede negar el servicio que presta a la sociedad, aunque sólo sea por su contribución a la formación de la conciencia? Con mucha frecuencia, la enseñanza religiosa se encuentra marginada en las escuelas estatales. Si la información es a la vez un derecho, un deber y un bien, sin duda alguna debemos estar satisfechos por la importancia y los logros de los medios de comunicación social. Son un factor a menudo decisivo para la madurez personal y social del hombre. Sin embargo, sucede muchas veces -y se trata de un hecho repudiable- que la información religiosa se reduce a mero folclore, o la religión y sus expresiones más nobles son objeto de mofa. ¿Quién puede hoy día concebir a Europa sin cristianos? Sería como amputarle una de sus dimensiones fundacionales, empobrecer su memoria y olvidar el papel determinante que desempeñaron los cristianos en los cambios que se produjeron en Europa central y oriental en 1989 y 1990.
Abrigo la esperanza de que, a pesar de las dificultades pasajeras que influyen en el diálogo ecuménico, las grandes familias espirituales enraizadas en este «viejo» continente sepan estar a la altura de la tarea histórica que les espera, a fin de dar a Europa un «suplemento de alma», condición indispensable para su armenia y su esplendor. En este marco, el encuentro de los jóvenes en Czêstochowa en octubre del año pasado, así como la reciente Asamblea especial para Europa del Sínodo de los obispos, me llenan de esperanza.
Conferencia de paz en Madrid
9. Desde luego, no es posible perder la confianza en el hombre. Es preciso confiar en su buena voluntad, en su creatividad. Ante todo, por haber sido «hecho a imagen de Dios» (cf. Gn 1, 26), es capaz de amar. En segundo lugar, porque posee en sí mismo la energía del bien que quizá no aprecie en su justo valor. Los diversos organismos internacionales, incluidas las organizaciones católicas, testimonian muy bien esta voluntad de fraternidad efectiva. Su trabajo para aliviar el sufrimiento y promover el espíritu de tolerancia y de servicio contribuye a dar armonía a las relaciones humanas y a la solución de los problemas más urgentes. Muchos hallan alegría y esperanza gracias a ellos. La Santa Sede, por su parte, sigue con interés todas esas actividades, principalmente mediante algunas de sus organizaciones que, en el pasado, estuvieron presentes en muchos «frentes» humanitarios. Recordaré aquí entre otras, la acción desplegada por el Pontificio Consejo «justicia y paz», por el Pontificio Consejo «cor unum» y el Pontificio Consejo para la pastoral de los agentes sanitarios.
En la acción desarrollada en el campo diplomático también se pueden observar signos prometedores. Pienso, por ejemplo, en el encuentro de Madrid del otoño pasado, durante el cual, por primera vez, árabes e israelíes se sentaron a la mesa de las negociaciones y aceptaron afrontar temas que hasta entonces eran considerados prohibidos. La perseverancia de hombres iluminados y deseosos de trabajar en favor de la paz ha permitido activar un mecanismo de diálogo y negociación que ofrece a los pueblos de esa zona -en particular a los más desprovistos, como los palestinos y los libaneses- la posibilidad de mirar al futuro con esperanza. Toda la comunidad internacional debería movilizarse para acompañar a esos pueblos de Oriente Medio por los caminos arduos de la paz. ¡Sería una bendición que esa Tierra Santa, en la que Dios habló y por la que Jesús caminó, se convirtiera en un lugar privilegiado de encuentro y de oración para los pueblos, y que la ciudad santa de Jerusalén fuera signo e instrumento de paz y reconciliación!
Allí los creyentes tienen que cumplir una misión de gran importancia. Olvidando el pasado y mirando hacia el futuro, están llamados a arrepentirse, a examinar su comportamiento y a volver a vivir su condición de hermanos porque son hijos del Dios único, que los ama y los invita a colaborar en su proyecto para la humanidad. Considero que el diálogo entre judíos, cristianos y musulmanes ha de ser una prioridad. Conociéndose mejor, estimándose mutuamente y viviendo en el respeto a las conciencias los múltiples pactos de su religión, serán «constructores de paz» en esa zona del mundo y en otras partes. Como escribí en mi Mensaje con ocasión de la XXV Jornada mundial de la paz, «una vida religiosa, si se vive auténticamente, debe producir frutos de paz y fraternidad, pues es propio de la religión fortalecer cada vez más la unión con la divinidad y favorecer una relación cada vez más solidaria entre los hombres» (n. 2; cf. L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 13 de diciembre de 1991, pág. 21).
Sé también que es ardua la tarea de instaurar este espíritu de fraternidad entre los creyentes. ¡Cuántas denuncias llegan a la Santa Sede deplorando situaciones en que los cristianos son objeto de discriminaciones escandalosas e injustificables, ya sea en Oriente Medio, ya en África! Por ejemplo, en algunos países, donde la mayoría de la población es religión musulmana, los cristianos no tienen, todavía hoy, la misma posibilidad de contar con un solo lugar destinado al culto. En algunos casos, ni siquiera les es posible participar en la vida política del país como ciudadanos con pleno derecho; en otros casos, sencillamente se les aconseja que se marchen. Apelo a todos los dirigentes en cuyos países se vive la experiencia benéfica del diálogo interreligioso, a fin de que afronten este problema con seriedad y realismo. Están en juego el respeto a la conciencia de la persona humana, la paz civil y la credibilidad de los acuerdos internacionales.
Progresos en Asia
10. Si dirigimos nuestra mirada a Asia, notamos que está tomando cuerpo una identidad regional que se afirma progresivamente, sobre todo gracias a la acción perseverante de las organizaciones regionales, que favorecen la cooperación y la amistad entre civilizaciones y pueblos con frecuencia muy diferentes. Así, durante los meses pasados, pudieron realizarse gestos políticos valerosos: las dos Coreas se han acercado, y se ha llegado a un acuerdo en Camboya que permite que las diferentes facciones empiecen a caminar juntas por un camino trazado con la ayuda de algunos países amigos desinteresados.
También otros dos países han centrado la atención pública. Uno de ellos es la vasta China, presente a menudo en el escenario mundial. Esperamos que pueda establecerse con ella una fecunda colaboración internacional. La Santa Sede mira con simpatía a este país inmenso de elevada cultura y de recursos humanos y naturales fuera de lo común. También se esfuerza por seguir el camino de la pequeña comunidad católica que vive en ese país. El Papa anima a sus hijos chinos a que sigan viviendo su fe con fidelidad al Evangelio y a la Iglesia de Cristo y, al mismo tiempo, los exhorta a servir a su patria y a sus hermanos con generosidad, como siempre han hecho.
También quiero dedicar una palabra al querido Vietnam, cuyos esfuerzos con vistas a una apertura económica deben apoyarse. Allí vive una pequeña comunidad católica: su vigor apostólico es digno de elogio. La Santa Sede desea ardientemente que se intensifique el diálogo emprendido con la autoridades civiles, con el objeto de consolidar la situación y la irradiación espiritual de esa Iglesia local, tan solidaria con las aspiraciones del país.
Recordando el destino de esas inmensas poblaciones, no podemos pasar por alto a los hombres y mujeres, quizá, más desprovistos y expuestos a las vicisitudes de la vida: los expatriados o los refugiados. Pensemos, por ejemplo, en el drama que viven quienes se encuentran en los campos de Hong Kong, de Tailandia, de Malasia y de otros países, o en quienes son repatriados por la fuerza. A este respecto, al reafirmar que esas personas tienen los mismos derechos que los demás hombres, conviene insistir en la obligación de la comunidad internacional de asumir sus propias responsabilidades para acogerlos y, a la vez, favorecer en los países de origen condiciones sociopolíticas que les permitan vivir en libertad, dignidad y justicia.
No quisiera acabar este repaso de la situación de Asia sin citar un foco de tensión constante: Timor Oriental, que tuve la gran alegría de visitar. Como recordé en muchas ocasiones, se impone un diálogo perseverante para que todos los componentes de la realidad de ese país pongan las bases para una vida política y social en armonía con las aspiraciones de su población. Por su parte, la Santa Sede no ha desaprovechado ninguna oportunidad, sea en el plano eclesial, sea en el diplomático, para invitar a todos los que tienen alguna responsabilidad, así como a los que se preocupan por el bienestar de ese territorio, a trabajar para acabar con estas discrepancias que perduran ya desde hace demasiado tiempo.
África en el camino de la democratización y de la paz
11. Detengámonos ahora en África, donde sopla el viento de la democratización. Se va imponiendo una realidad que representa un enorme progreso: todos los que trabajan en favor de la construcción de nuevas sociedades se esfuerzan principalmente por afianzar la libertad de expresión, la libertad de asociación y la posibilidad de tomar iniciativas. Se trata de una evolución que ha de alentarse, tanto desde el punto de vista de la asistencia política, como desde el punto de vista económico o técnico. Como escribí en la encíclica Centesimus annus, es necesario «abandonar una mentalidad que considera a los pobres -personas o pueblos- como un fardo o como molestos e importunos, ávidos de consumir lo que otros han producido. Los pobres exigen el derecho de participar y gozar de los bienes materiales y de hacer fructificar su capacidad de trabajo, creando así un mundo más justo más próspero para todos» (n. 28).
También se pueden observar otros signos positivos en ese continente. África del Sur, por ejemplo, no se deja abatir por las dificultades que se presentan en su transición hacia una sociedad sin segregación racial. Angola está dando sus primeros pasos como nación independiente, y Mozambique se ha comprometido a instaurar un proceso de paz. Todo esto se ha realizado no sólo merced a la tenacidad de los líderes nacionales, sino también a la mediación y la asistencia de los países amigos. Se trata de un hermoso ejemplo de solidaridad internacional que sería de desear se aplicara a otros importantes focos de tensión.
Situaciones difíciles
12. Por desgracia, esa feliz evolución que he señalado en África no se da en todos los países. ¿Cómo olvidar las rivalidades étnicas que atormentan a Ruanda o Burundi, países que ya han emprendido un camino de reconciliación nacional? Hago un llamado a la comunidad internacional para que no queden abandonadas esas poblaciones. Zaire está ahora de actualidad. La descomposición de sus estructuras estatales no facilita prácticamente la elaboración de un proyecto de sociedad que responda a las aspiraciones de la mayoría. Desgraciadamente, durante estas últimas semanas las poblaciones de Chad están afrontando algunos disturbios que amenazan la paz civil ya precaria. Por lo demás, la incertidumbre de la democracia en Togo es preocupante; habría que hacer todo lo posible para evitar enfrentamientos devastadores. Liberia, por su parte, sigue debatiéndose en una guerra civil que no sólo ha destruido toda la infraestructura del país, sino que además obliga a un elevado número de personas a tomar el camino del exilio. Madagascar, tras algunos meses de profunda crisis política, social y económica, que parecía haber atenazado a toda su población, afronta hoy una coyuntura preocupante. ¡Ojalá que no se abandone a las poblaciones de esos países, ya probadas por muchas calamidades naturales, por una historia atormentada y por una pobreza endémica! ¡Éste es el grito que en su nombre lanzo hoy a toda la comunidad internacional!
Algunos signos de optimismo
13. Para despedirme del continente africano con una observación un poco más optimista, quisiera recordar aquí a un pequeño pueblo que, al cabo de treinta años de guerra, empieza a gustar sus primeros meses de paz: Eritrea. Es verdad que si se piensa en los huérfanos, en la escasez de alimentos y en la inmensa tarea de reconstrucción, los frutos de la pacificación tienen todavía un sabor amargo. Pero con el retorno de la paz y el apoyo de los buenos amigos, todo es posible. ¡Ojalá que a esas poblaciones no les falten nunca la ayuda y la comprensión! Evidentemente no se puede menos de mencionar a la cercana Etiopía. Es menester que pueda hallar una solución institucional para la diversidad de los pueblos que la componen.
África se agita; por tanto, vive. Sus poblaciones son cada vez más conscientes de su dignidad, y están mejor informadas. Tienen derecho a nuestra solicitud, que esperan. La Iglesia católica despliega en ese continente -lo sabéis- una obra paciente y perseverante, que muchas veces la opinión pública no conoce. La realiza por medio de misioneros ejemplares, cuya devoción y abnegación son admirables, y que frecuentemente pagan con su vida su compromiso apostólico. Me complace rendirles homenaje aquí, ante este auditorio, y alentarlos a proseguir su testimonio de fe y caridad que honra a toda la Iglesia.
Luces y sombras en América Latina
14. En fin, nuestra última etapa nos conduce hacia América Latina que, este año, celebra el V Centenario de la epopeya de Cristóbal Colón. Es también el aniversario de la primera evangelización. Si Dios quiere, tendré la alegría de presidir personalmente la Asamblea general del Episcopado latinoamericano en Santo Domingo, el próximo mes de octubre. Esas tierras han sido fecundadas por el Evangelio. Mis visitas pastorales me han permitido constatar que esas comunidades viven una fe profunda y que están animadas por la voluntad de testimoniar a Cristo en todas las circunstancias y en todas las situaciones.
Allí también es posible advertir muchos aspectos positivos. La democracia ha ganado terreno. Los países de ese continente tienen ahora gobiernos elegidos democráticamente, y los grupos armados, con excepción de Perú, han entregado sus armas o ya han iniciado negociaciones para hacerlo. Pienso en El Salvador, en Guatemala y en Colombia. Existen numerosos proyectos para llevar a cabo programas que respeten la índole cultural específica de los indígenas y de los negros. Además, la integración económica, con el amplio movimiento de solidaridad regional e internacional que supone, también se está abriendo camino. Estos hechos demuestran que es posible pasar del enfrentamiento a la cooperación.
Es necesario que esto se lleve a cabo también en otros lagares, porque existen zonas de sombra. Me refiero, en particular, a Haití, donde todo el pueblo debe hacer frente a la pobreza, víctima de una lógica implacable de violencia y de odio que no le permite expresar sus aspiraciones a la paz y a la democracia. Ojalá que la comunidad internacional también se comprometa a ayudar sobre todo a los haitianos para que ellos mismos lleguen a ser artífices de su propio destino. No olvido a Cuba, aún más aislada. La Santa Sede espera que sus habitantes experimenten, en condiciones de vida más prósperas, la alegría de poder construir una sociedad en la que todos se sientan cada vez más participes de un proyecto común, aprobado libremente. Otros problemas más generales afectan a algunos países, como por ejemplo el cultivo y el tráfico de droga en los países andinos, o la lucha subversiva armada, que desintegra la vida política y social de Perú, y que no respeta ni siquiera a la Iglesia. La pobreza y la deuda externa representan de igual modo un serio escollo para un desarrollo tranquilo y constante.
Un continente marcado por el mensaje del Evangelio
15. Todas esas sociedades, impregnadas por la tradición cristiana, poseen gracias a Dios recursos morales y humanos que jamás se han de descuidar; por el contrario, hay que lograr que den fruto. La Iglesia católica es consciente de su misión en el «continente de la esperanza», y sus fieles están en primera línea entre las fuerzas vivas de los países que lo componen, esforzándose por ser testigos de Cristo. He tenido el privilegio de comprobarlo durante mi reciente viaje apostólico a Brasil. Los católicos aportan al desarrollo de esa inmensa nación, de enormes potencialidades, la contribución de su compromiso en favor de la renovación política y social tan necesaria para alcanzar un mayor grado de justicia y de desarrollo. En este año, en que diversas e importantes manifestaciones caracterizarán las celebraciones con ocasión del V Centenario de la primera evangelización, esos cristianos están llamados, en profunda unión con sus pastores, a intensificar su compromiso en favor de la renovación de la sociedad, el desarrollo integral del hombre y la protección de los valores familiares que ciertas legislaciones, por desgracia, pretenden debilitar.
La escucha atenta del otro, la consideración de sus necesidades y el respeto al derecho son los únicos medios civilizados que permiten superar los intereses egoístas y abrirse a las necesidades de la comunidad. Pienso, por ejemplo, en la urgencia de una colaboración mejor y más tranquila entre Ecuador y Perú. Aliento vivamente a los responsables de esos países, tan profundamente marcados por el mensaje y la caridad del Evangelio, a evitar todo lo que pueda acrecentar las diferencias y a comprometerse valerosamente en el camino del diálogo iluminador y de los contactos previstos. El encuentro entre los presidentes ecuatoriano y peruano, que tuvo lugar hace poco en Quito, representa una etapa significativa. Pido a Dios que refuerce sus intenciones e ilumine sus negociaciones.
Paz a los hombres a los que Dios ama y visita
16. Excelencias, señoras y señores, hemos llegado al fin de nuestro encuentro. Hemos recordado los retos y las esperanzas de nuestro mundo, de los cuales cada uno de nosotros, en el lugar que Dios nos ha asignado, es responsable. En los próximos meses todos juntos tratemos de contribuir al bien temporal y espiritual de los hombres y las sociedades. Pido a Dios que nos dé sabiduría, previsión y compasión, a fin de que no seamos insensibles ante la miseria e indiferentes ante la injusticia, y no nos resignemos ante ninguna división.
Que los cristianos reaviven su fe y su esperanza en la fuente del misterio inagotable de la Navidad, que puede resumirse en una palabra: ¡Paz! ¡Paz a los hombres a los que Dios ama y visita! ¡Que él os acompañe durante los próximos meses y que os bendiga a vosotros y a vuestros seres queridos!