12 de septiembre, 2006 - Celebración ecuménica de las Vísperas en la catedral de Ratisbona
VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
A MUNICH, ALTÖTTING Y RATISBONA
(9-14 DE SEPTIEMBRE DE 2006)
CELEBRACIÓN ECUMÉNICA DE LAS VÍSPERAS
HOMILÍA DEL SANTO PADRECatedral de Ratisbona
Martes 12 de septiembre de 2006
Queridos hermanos y hermanas en Cristo:
Nos hemos reunido cristianos ortodoxos, católicos y protestantes —y con nosotros hay también amigos judíos— para cantar juntos las alabanzas vespertinas a Dios. En el centro de esta liturgia están los salmos, en los que confluyen la Antigua y la Nueva Alianza, y nuestra oración se une a la del Israel creyente que vive en la esperanza. Esta es una hora de gratitud, porque así podemos rezar juntos los salmos y, dirigiéndonos al Señor, al mismo tiempo también podemos crecer en la unidad entre nosotros.
Entre los que participan en estas Vísperas quisiera saludar cordialmente ante todo a los representantes de la Iglesia ortodoxa. Siempre he considerado un don especial de la Providencia el hecho de que, como profesor en Bonn, pude conocer y amar a la Iglesia ortodoxa personalmente a través de dos jóvenes archimandritas: Stylianos Harkianakis y Damaskinos Papandreou, que después llegaron a ser metropolitas. En Ratisbona, gracias a la iniciativa de monseñor Graber, se añadieron más encuentros: en los simposios sobre la "Spindlhof" y con los estudiantes becados que estudiaban aquí.
Me alegra volver a ver algunos rostros que me fueron familiares durante largo tiempo y encontrar de nuevo antiguos amigos. Dentro de algunos días, en Belgrado, se reanudará el diálogo teológico sobre el tema fundamental de la koinonia, la comunión, en las dos dimensiones que nos indica la primera carta de san Juan al inicio, en el primer capítulo. Nuestra koinon|a es ante todo comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo en el Espíritu Santo; es la comunión con el mismo Dios uno y trino, hecha posible por el Señor mediante su encarnación y la efusión del Espíritu.
Esta comunión con Dios crea a su vez koinonia entre los hombres, como participación en la fe de los Apóstoles y así como comunión en la fe, una comunión que en la Eucaristía se hace "corporal", edificando la única Iglesia, que trasciende todos los confines (cf. 1 Jn 1, 3). Espero y oro para que estas conversaciones sean fructíferas y para que la comunión con el Dios vivo que nos une, como la comunión entre nosotros en la fe transmitida por los Apóstoles, se profundicen y maduren hasta alcanzar la unidad plena, por la que el mundo pueda reconocer que Jesucristo es verdaderamente el enviado de Dios, el Hijo de Dios, el Salvador del mundo (cf. Jn 17, 21). "Para que el mundo crea", es necesario que seamos uno: la seriedad de este compromiso debe animar nuestro diálogo.
Saludo cordialmente también a los amigos de las diferentes tradiciones que proceden de la Reforma. En este contexto también me vienen a la mente muchos recuerdos: recuerdos de los amigos del círculo Jäger-Stählin, que ya han fallecido; y a estos recuerdos se añade la gratitud por los encuentros actuales. Obviamente, pienso en particular en los arduos esfuerzos realizados para alcanzar el consenso sobre la justificación. Recuerdo todas las etapas de ese proceso, hasta la memorable reunión con el —ya difunto— obispo Hanselmann aquí en Ratisbona, reunión que contribuyó decisivamente a alcanzar la conclusión concorde. Me alegra que, mientras tanto, el Consejo mundial de Iglesias Metodistas también se haya adherido a esa Declaración. El acuerdo sobre la justificación sigue siendo para nosotros un gran compromiso, que, en mi opinión, en realidad aún no se ha cumplido totalmente: en teología la justificación es un tema esencial, pero me parece que hoy en la vida de los fieles casi no está presente. Aunque, debido a los dramáticos acontecimientos de nuestro tiempo, el tema del perdón mutuo resulta de nuevo particularmente urgente, sin embargo se tiene poca conciencia de que necesitamos ante todo el perdón de Dios, la justificación por él. La conciencia moderna —y todos, de algún modo, somos "modernos"— por lo general no reconoce el hecho de que somos deudores ante Dios y que el pecado es una realidad que sólo se supera por iniciativa de Dios. Este debilitamiento del tema de la justificación y del perdón de los pecados, en último término, es resultado de un debilitamiento de nuestra relación con Dios. Por eso, nuestra primera tarea consistirá tal vez en redescubrir al Dios vivo en nuestra vida, en nuestro tiempo y en nuestra sociedad.
Con este fin, escuchemos ahora lo que san Juan nos decía hace poco en la lectura bíblica. Quisiera destacar en especial tres afirmaciones de este texto complejo y denso. El tema central de toda la carta se encuentra en el versículo 15: "Quien confiese que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él, y él en Dios". Una vez más san Juan, como hiciera en los versículos 2 y 3 del capítulo 4, pone de relieve la confesión que en el fondo nos distingue como cristianos, es decir, la fe en el hecho de que Jesús es el Hijo de Dios que se encarnó. "A Dios nadie lo ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha dado a conocer", está escrito al final del prólogo del cuarto evangelio (Jn 1, 18).
Sabemos quién es Dios por medio de Jesucristo, por medio del único que es Dios. Por medio de él entramos en contacto con Dios. En este tiempo de encuentros interreligiosos se nos presenta fácilmente la tentación de atenuar de alguna forma esa confesión central o incluso de ocultarla. Pero así no prestamos un servicio al encuentro ni al diálogo. Sólo hacemos que Dios sea menos accesible a los demás y a nosotros mismos. Es importante que en el diálogo presentemos de un modo completo, y no sólo fragmentario, nuestra imagen de Dios. Para poderlo hacer debemos acrecentar y profundizar nuestra comunión personal con Cristo y nuestro amor a él. En esta confesión común, y en esta tarea común, no hay ninguna división entre nosotros. Oremos para que este fundamento común se fortalezca cada vez más.
Así llegamos al segundo punto que quería tratar. Se encuentra en el versículo 14, donde leemos: "Y hemos visto y damos testimonio que el Padre envió a su Hijo como Salvador del mundo" (1 Jn 4, 14). La palabra central en esta oración es μαρτυρουˆ μεν, damos testimonio, somos testigos. La confesión tiene que convertirse en testimonio. La raíz griega μάρτυς evoca el hecho de que el testigo de Jesucristo debe confirmar su testimonio con toda su existencia, con su vida y con su muerte.
El autor de la carta dice de sí mismo: "Hemos visto" (1Jn 1, 1). Porque ha visto puede ser testigo. Pero esto implica que también nosotros —las generaciones posteriores— podemos ver y dar testimonio como personas que han visto. Por tanto, pidamos al Señor que nos haga ver. Ayudémonos los unos a los otros a desarrollar esta capacidad, para que así podamos ayudar a ver también a los hombres de nuestro tiempo, de forma que ellos a su vez, por medio del mundo construido por ellos mismos, logren descubrir a Dios; de forma que, más allá de todas las barreras históricas, puedan ver de nuevo a Jesús, el Hijo enviado por Dios, en quien vemos al Padre.
En el versículo 9 —(1Jn 4, 9)— se dice que Dios envió a su Hijo al mundo para que tengamos vida. ¿Acaso no podemos constatar hoy que sólo mediante un encuentro con Jesucristo la vida resulta verdaderamente vida? Ser testigo de Jesucristo significa sobre todo dar testimonio de un determinado estilo de vida. En un mundo lleno de confusión debemos dar nuevamente testimonio de los criterios que hacen que una vida sea verdaderamente vida. Debemos afrontar con gran determinación esta importante tarea, común a todos los creyentes. En este tiempo es responsabilidad de los cristianos hacer visibles los criterios que indican una vida recta y que nosotros los conocemos por Jesucristo. Él resumió en su vida todas las palabras de la Escritura: "Escuchadle" (Mc 9, 7).
Así llegamos a la tercera palabra de esta lectura que quiero poner de relieve: agapé, amor. Esta es la palabra clave de toda la carta y en especial del pasaje que hemos escuchado. agapé, el amor como nos lo enseña san Juan, no es nada sentimental o exaltado; es algo totalmente sobrio y realista. Traté de explicarlo en mi encíclica Deus caritas est. El agapé, el amor, es verdaderamente la síntesis de la Ley y los Profetas. En el amor está "enrollado" todo; pero este todo debe ser "desarrollado" en la vida de cada día.
En el versículo 16 de nuestro texto se encuentra la maravillosa frase: "Nosotros hemos creído en el amor" (1 Jn 4, 16). Sí, el hombre puede creer en el amor. Testimoniemos de tal modo nuestra fe que aparezca como fuerza del amor, "para que el mundo crea" (Jn 17, 21). Amén.
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