18 de febrero, 1998 - Audiencia general de los miércoles
Papa Juan Pablo II: Audiencia general de los miércoles
Miércoles 18 de Febrero 1998
1. En el discurso programático que Jesús pronunció en la sinagoga de Nazaret al inicio de su ministerio, se aplicó a sí mismo la profecía de Isaías en la que el Mesías aparece como el que proclama «a los cautivos la liberación» (Lc 4, 18; cf. Is 61, 1-2).
Jesús viene a ofrecernos una salvación que, a pesar de ser ante todo liberación del pecado, abarca también la totalidad de nuestro ser, en sus exigencias y aspiraciones más profundas. Cristo nos libera de este peso y de esta amenaza, y nos abre el camino al cumplimiento pleno de nuestro destino.
2. El pecado nos recuerda Jesús en el Evangelio pone al hombre en una situación de esclavitud: «En verdad, en verdad os digo: todo el que comete pecado es un esclavo» (Jn 8, 34).
Los interlocutores de Jesús piensan principalmente en el aspecto exterior de la libertad, basándose con orgullo en el privilegio que tenían de ser el pueblo de la Alianza: «Nosotros somos descendencia de Abraham y nunca hemos sido esclavos de nadie» (Jn 8, 33). Jesús, en cambio, quiere atraer su atención hacia otro tipo de libertad, más fundamental, amenazada no tanto desde fuera, cuanto más bien por insidias presentes en el corazón mismo del hombre. Los que se hallan oprimidos por el poder dominador y nocivo del pecado no pueden acoger el mensaje de Jesús, más aún, su persona, única fuente de verdadera libertad: «Si el Hijo os da la libertad, seréis realmente libres» (Jn 8, 36). En efecto, sólo el Hijo de Dios, comunicando su vida divina, puede hacer partícipes a los hombres de su libertad filial.
3. La libertad que da Cristo quita, además del pecado, el obstáculo que impide las relaciones de amistad y alianza con Dios. Desde este punto de vista, es una reconciliación.
A los cristianos de Corinto escribe san Pablo: «Dios nos reconcilió consigo por Cristo» (2 Co 5, 18). Es la reconciliación obtenida con el sacrificio de la cruz. De ella brota la paz que consiste en el acuerdo fundamental de la voluntad humana con la voluntad divina.
Esta paz no afecta sólo a las relaciones con Dios, sino también a las relaciones entre los hombres. Cristo «es nuestra paz», porque unifica a los que creen en él, reconciliándolos «con Dios en un solo cuerpo» (cf. Ef 2, 14-16).
4. Es consolador pensar que Jesús no se limita a liberar el corazón de la prisión del egoísmo, sino que también comunica a cada uno el amor divino. En la última cena formula el mandamiento nuevo, por el que se deberá distinguir la comunidad fundada por él: «Amaos unos a otros como yo os he amado» (Jn 13, 34; 15, 12). La novedad de este precepto de amor consiste en las palabras: «como yo os he amado». El «como» indica que el Maestro es el modelo que los discípulos deben imitar, pero a la vez lo señala como el principio o la fuente del amor mutuo. Cristo comunica a sus discípulos la fuerza para amar como él ha amado, eleva su amor al nivel superior de su amor y los impulsa a derribar las barreras que separan a los hombres.
En el evangelio se manifiesta claramente su voluntad de acabar con cualquier tipo de discriminación y exclusión. Supera los obstáculos que impiden su contacto con los leprosos, sometidos a una dolorosa segregación. Rompe con las costumbres y las reglas que tienden a aislar a los que son tenidos por «pecadores». No acepta los prejuicios que colocan a la mujer en una situación de inferioridad y acepta mujeres en su séquito, poniéndolas al servicio de su Reino.
Los discípulos deberán imitar su ejemplo. La presencia del amor de Dios en los corazones humanos se manifiesta de modo especial en el deber de amar a los enemigos: «Yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos» (Mt 5, 44-45).
5. Partiendo del corazón, la salvación que trae Jesús se extiende a los diversos ámbitos de la vida humana: espirituales y corporales, personales y sociales. Al vencer con su cruz al pecado, Cristo inaugura un movimiento de liberación integral. Él mismo, en su vida pública, cura a los enfermos, libra de los demonios, alivia todo tipo de sufrimiento, mostrando así un signo del reino de Dios. A los discípulos les dice que hagan lo mismo cuando anuncien el Evangelio (cf. Mt 10, 8; Lc 9, 2; 10, 9).
Así pues, aunque no sea mediante los milagros, que dependen del beneplácito divino, ciertamente mediante las obras de caridad fraterna y el compromiso en favor de la promoción de la justicia, los discípulos de Cristo están llamados a contribuir de forma eficaz a la eliminación de los motivos de sufrimiento que humillan y entristecen al hombre.
Desde luego, es imposible que el dolor sea totalmente vencido en este mundo. En el camino de cada ser humano persiste la pesadilla de la muerte. Pero todo recibe nueva luz del misterio pascual. El sufrimiento vivido con amor y unido al de Cristo trae frutos de salvación: se convierte en «dolor salvífico». Incluso la muerte, si se afronta con fe, adquiere el aspecto tranquilizador de un paso a la vida eterna, en espera de la resurrección de la carne. De ahí se puede deducir cuán rica y profunda es la salvación que Cristo ha traído. No sólo vino a salvar a todos los hombres, sino también a todo el hombre.