23 de noviembre, 1991 - A Javier Pérez de Cuéllar, Secretario gernal de la ONU
DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL SEÑOR JAVIER PÉREZ DE CUELLAR,
SECRETARIO GENERAL DE LA ONU
Señor secretario general:
Lo recibo con viva satisfacción en este momento en que usted llega con el fin de dirigirse a un congreso organizado por la Santa Sede y realiza un viaje por algunas capitales europeas.
No es la primera vez que usted me visita. Quisiera aprovechar este nuevo encuentro para reiterarle la confianza que la Sede apostólica ha depositado en la Organización de las Naciones Unidas, el interés activo y el apoyo que desea brindarle en el marco de su competencia.
Puesto que dentro de algunas semanas concluirá su misión como secretario general, quisiera manifestarle mi alta estima por la obra que ha realizado en el seno de la Organización de las Naciones Unidas durante casi diez años de incansable dedicación personal en favor de las grandes causas de la humanidad.
Bajo su impulso, la Organización ha conocido una evolución feliz. Después de un período difícil de crisis económica y de múltiples tensiones, hoy puede afrontar su misión con mayor esperanza de éxito. Dicha Organización se ha dedicado a servir a los grandes objetivos que han motivado su fundación, tras dos conflictos mundiales: mantener la paz en la justicia, promover los derechos humanos y tratar los problemas que tienen dimensión mundial. Por una parte, esto ha sido posible gracias a una mejor coordinación entre los diversos organismos, sobre todo entre la Secretaría general y el Consejo de seguridad; por otra, la situación de conjunto en el mundo ha cambiado sensiblemente. La alianza de poderosos intereses y el enfrentamiento entre grupos de países que hasta ayer parecía insuperable, se han atenuado o bien han cedido su lugar a nuevas formas de cooperación. En un marco internacional ampliamente renovado en el curso de los últimos años, se percibe más claramente la oportunidad de una reforma de las instituciones o de los mecanismos de decisión, a fin de que se afirme cada vez más la interdependencia de los pueblos, de sus intereses y responsabilidades.
Usted, señor secretario general, es el primero que ha señalado la gravedad de los problemas que hay que afrontar con urgencia y decisión en muchas zonas del mundo y también a escala planetaria. Sé que usted trabaja con tenacidad digna de elogio para que no se olviden los azotes que, como tantas otras plagas, afectan a un número terriblemente elevado de hombres, mujeres y niños, en el umbral del tercer milenio: pobreza, analfabetismo, enfermedades, proliferación del tráfico de droga, difusión de la criminalidad y degradación del ambiente, por no mencionar más que algunos de los más manifiestos.
El honor de la Organización desde sus orígenes consiste en haber colocado en el primer plano la definición, la defensa y la promoción de los derechos del hambre. Desde la declaración universal, adoptada en 1948, se han realizado progresos notables, que hoy día continúan. Se ha hecho resaltar más la relación entre los derechos individuales y los derechos de las comunidades culturales y espirituales, de los pueblos y naciones. Se comprende mejor también que más allá de una salvaguardia en cierto modo pasiva, es necesario permitir que todos los miembros de la familia humana puedan expandirse y progresar. Ya no es posible afrontar el tema primordial del desarrollo sólo desde el punto de vista económico, sino que es preciso incluir en ese horizonte la promoción de la educación, de la familia, de la cultura, de las responsabilidades cívicas libremente ejercidas, en una palabra, es el hombre entero como su sujeto digno y responsable. Usted sabe cuántas preocupaciones centran la atención de la Iglesia, que trata de desarrollar su doctrina social en este sentido. Le agradezco que haya manifestado públicamente la atención que presta a la enseñanza social de la Santa Sede, sobre todo recientemente con ocasión del centenario de la encíclica Rerum novarum.
Las Naciones Unidas han tomado numerosas iniciativas durante sus dos mandatos con el fin de despertar las conciencias, profundizar la reflexión y suscitar medidas eficaces y coordinadas. Pienso, en particular, en las próximas conferencias convocadas: sobre el ambiente y el desarrollo, para 1992, y sobre la población, para 1994. La Santa Sede desea aportar su colaboración a dichos acontecimientos, en la medida de sus propios medios y conforme a su misión. También quiere hacer valer los puntos de vista que le parecen esenciales para la salvaguarda de la dignidad de los individuos y los pueblos, y desea que los organismos especializados no invoquen el crédito de las Naciones Unidas para imponer, principalmente en el terreno demográfico, políticas que violentan la libertad y el sentido de responsabilidad de las personas en todas las regiones del mundo. La inspiración de una acción internacional ante el conjunto de los problemas actuales no puede ser más que la intuición fundamental de las Naciones Unidas: el servicio de la paz y la justicia gracias a la colaboración de todos y a una mejor repartición de los recursos de la tierra.
El escenario del mundo no presenta sólo disparidad en el desarrollo o en el ejercicio de los derechos fundamentales; nos muestra día tras día una serie de conflictos dolorosos en casi todos los continentes. El lenguaje de las armas se hace oír más que el de la concordia. Muy cerca de nosotros, por ejemplo, tiene lugar una guerra fratricida e inútil que arrastra a poblaciones enteras hacia la desgracia y la desolación. Me refiero evidentemente a los combates que se están llevando a cabo en Yugoslavia. La acumulación alarmante de material bélico no puede dejar de entrañar su utilización, lo vemos muy a menudo. Así y todo, quisiera alabar y alentar los esfuerzos realizados por las Naciones Unidas para que se progrese por el camino del desarme, con la esperanza de que sigan adelante con convicción, a fin de que se hagan inútiles arsenales tan amenazadores y se haga un uso mejor tanto de ese potencial económico estéril como de las energías humanas movilizadas por causas tan controvertibles.
Señor secretario general, deseo rendir homenaje aquí a la acción perseverante que usted ha llevado a cabo personalmente durante estos últimos años para llegar a la solución de algunos de los conflictos más difíciles de apaciguar. Se le ha visto en todos los continentes como sembrador de paz. Así su acción diplomática tenaz y sabia consiguió un acuerdo sobre el alto el fuego que puso fin al conflicto entre Irán e Irak. Namibia le debe el haber podido al fin obtener la independencia. Usted ha contribuido a los acuerdos que se refieren a Afganistán. Su mediación ha permitido la puesta en marcha de procesos de liberación en muchos países de América central, desde hace mucho tiempo lacerados por conflictos sangrientos. Usted no ha dejado de prestar atención a la preocupante situación de Chipre. Recientemente, gracias a su compromiso paciente y discreto, los rehenes detenidos en Oriente Medio durante muchos años han recobrado su libertad. Y en estos días las Naciones Unidas están acompañando al pueblo camboyano a lo largo del camino de la pacificación y el renacimiento. No puedo evocar todos los campos en los que usted ha intervenido personalmente en una acción positiva de las Naciones Unidas; basta citar la evolución de las relaciones entre el Este y el Oeste. Por todo eso, me hago intérprete de la gratitud de los pueblos al servicio de los cuales usted ha puesto todas sus cualidades y toda su dedicación.
Excelencia, deseo fervientemente que pueda tener la satisfacción, al cabo de diez años de responsabilidad internacional, de ver que su obra prosigue y que el impulso que usted ha dado progresa incesantemente en los numerosos ámbitos propios de las Naciones Unidas.
Formulo los mejores votos de felicidad para usted, señor secretario general, sus colaboradores y sus seres queridos. Pido al Todopoderoso que le conceda siempre su apoyo y sus bendiciones.
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