23 de septiembre - A obispos de los países y territorios de misión ordenados en los últimos tres años
DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI
A UN GRUPO DE OBISPOS QUE PARTICIPABAN
EN UN CURSO DE ACTUALIZACIÓN
Sábado 23 de septiembre de 2006
Señor cardenal;
queridos hermanos en el episcopado:
Me alegra poderme encontrar con vosotros con ocasión del seminario de actualización organizado por la Congregación para la evangelización de los pueblos, y a cada uno de vosotros le doy mi más cordial bienvenida. Saludo en primer lugar al señor cardenal Ivan Dias, prefecto del dicasterio misionero desde hace sólo unos meses, y le agradezco las amables palabras que me ha dirigido también en vuestro nombre.
Saludo también y doy las gracias a quienes han prestado su colaboración para el éxito de este curso de formación. Extiendo mi afectuoso saludo a vuestras comunidades diocesanas, jóvenes y llenas de entusiasmo, donde la evangelización muestra signos prometedores de desarrollo, aunque a veces el contexto sea duro y difícil. Ciertamente, estos días de convivencia fraterna os son útiles para la misión pastoral que, a su servicio, el Señor os ha encomendado desde hace poco tiempo.
Estáis llamados a ser pastores en medio de poblaciones que, en buena parte, no conocen aún a Jesucristo. Por tanto, como primeros responsables del anuncio evangélico, debéis hacer notables esfuerzos para que todos tengan la posibilidad de acogerlo. Sentís cada vez más la exigencia de inculturar el Evangelio, de evangelizar las culturas y alimentar un diálogo sincero y abierto con todos, para construir juntos una humanidad más fraterna y solidaria. Sólo impulsados por el amor a Cristo es posible realizar este compromiso apostólico, que requiere el celo intrépido de quien por el Señor no teme ni la persecución ni la muerte.
¿Cómo no recordar a los numerosos sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos que, en los siglos pasados y también en nuestro tiempo, han sellado con su sangre su fidelidad a Cristo y a la Iglesia en los territorios de misión? Durante los días pasados, al número de estos heroicos testigos del Evangelio se ha sumado el sacrificio de sor Leonella Sgorbati, Misionera de la Consolota, asesinada bárbaramente en Mogadiscio, Somalia. Este martirologio adorna, hoy como ayer, la historia de la Iglesia y, aunque con sufrimiento y aprensión, mantiene viva en nuestra alma la confianza en un glorioso florecimiento de fe cristiana, pues, como afirma Tertuliano, «la sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos».
Vosotros, pastores de la grey de Dios, habéis recibido el mandato de custodiar y transmitir la fe en Cristo, que ha llegado a nosotros a través de la tradición viva de la Iglesia y por la que tantos han dado su vida. Para cumplir esa misión, es esencial que en primer lugar vosotros seáis «ejemplo de buenas obras, con pureza de doctrina, dignidad, palabra sana, intachable» (Tt 2, 7-8). «El hombre contemporáneo —escribió mi predecesor de venerada memoria el siervo de Dios Pablo VI— escucha más a gusto a los testigos que a los maestros, o si escucha a los maestros lo hace porque son testigos» (Evangelii nuntiandi, 41). Por eso es preciso que deis la máxima importancia en vuestro ministerio episcopal a la oración y a la búsqueda incesante de la santidad.
Es importante que os preocupéis por una seria formación de los seminaristas y por una actualización permanente de los sacerdotes y los catequistas. Mantener la unidad de la fe en la variedad de sus expresiones culturales es otro valioso servicio que se os pide, queridos hermanos en el episcopado. Esto exige que estéis unidos a la grey, a ejemplo de Cristo, buen Pastor, y que la grey camine siempre unida a vosotros. Como centinelas del pueblo de Dios, evitad con firmeza y valentía las divisiones, especialmente cuando se deben a motivos étnicos y socioculturales, pues atentan contra la unidad de la fe y debilitan el anuncio y el testimonio del Evangelio de Cristo, que vino al mundo para hacer de toda la humanidad un pueblo santo y una sola familia donde Dios es Padre de todos.
Es motivo de alegría y de consuelo constatar que en muchas de vuestras Iglesias se está produciendo un constante florecimiento de vocaciones al sacerdocio y a la vida religiosa, don maravilloso de Dios que es preciso acoger y promover con gratitud y celo. Preocupaos por dotar a los seminarios de un número suficiente de formadores, selectos y preparados con esmero, que sean ante todo ejemplos y modelos para los seminaristas. Como sabéis bien, el seminario es el corazón de la diócesis, y precisamente por eso el obispo lo sigue personalmente. De la preparación de los futuros sacerdotes y de todos los demás agentes de pastoral, en particular de los catequistas, depende el futuro de vuestras comunidades y el de la Iglesia universal.
Venerados y queridos hermanos, dentro de algunos días volveréis a vuestras diócesis, enriquecidos por esta estancia formativa en Roma. Yo seguiré sintiéndome espiritualmente unido a vosotros, y os pido que aseguréis mi afecto y mi cercanía en la oración también a vuestras comunidades, sobre las que invoco la protección maternal de María santísima, Estrella de la evangelización, y la intercesión de san Pío de Pietrelcina, cuya memoria litúrgica se celebra hoy.
Con estos sentimientos, os imparto mi bendición apostólica a todos vosotros, extendiéndola de buen grado a cuantos están encomendados a vuestra solicitud de pastores, especialmente a los niños, a los jóvenes y a los ancianos, a los enfermos, a los pobres y a los que sufren.
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