A la 93ª edición del Katholikentag alemán en Maguncia, 14 de junio de 1998
MENSAJE DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS Y FIELES DE ALEMANIA
CON OCASIÓN DEL 93 KATHOLIKENTAG
A mi venerado hermano
KARL LEHMANN
obispo de Maguncia y presidente de la Conferencia episcopal alemana
Venerados hermanos en el episcopado; queridas hermanas y queridos hermanos:
1. «¡Dad razón de vuestra esperanza!». Con este lema habéis inaugurado la 93ª edición del Katholikentag alemán en Maguncia. Saludo desde Roma a cuantos se han reunido para celebrar el oficio divino en el Volkspark de Maguncia y también a cuantos han participado en esa solemnidad a través de la radio y la televisión. Le envío un saludo particular a usted, querido mons. Lehmann; este encuentro se celebra en su diócesis. Además de sus tareas como presidente de la Conferencia episcopal alemana y colaborador al servicio de la Iglesia en el mundo, ha trabajado con generosa solicitud apostólica por el éxito de este Katholikentag. Por medio de usted, saludo también a todos los obispos de Alemania y de todos los países que han ido a Maguncia en estos días.
2. El recuerdo, lleno de gratitud, es una importante fuente de esperanza. En la memoria de la Iglesia en Alemania, Maguncia ocupa un puesto de honor, ya que precisamente en el siglo II los cristianos pusieron en la zona central del Rhin los fundamentos de una historia luminosa, de la que Maguncia, ciudad episcopal y diócesis, con razón debe sentirse orgullosa. Pastores excepcionales como Bonifacio, Willibrordo y Rabano Mauro guiaron la entonces metrópoli de Alemania.
Yo mismo tengo una relación particular con esa diócesis. En efecto, conservo en mi corazón numerosos recuerdos personales de Maguncia y del mensaje del obispo Ketteler, cuya tumba visité cuando era estudiante. Tengo grabado de modo especial el recuerdo de mi estancia en esa ciudad, hace aproximadamente veinte años, cuando el obispo de entonces, cardenal Hermann Volk, a quien me unían lazos de amistad, me acogió.
3. Hace ciento cincuenta años, se escribieron ahí, en Maguncia, las primeras páginas de los Katholikentag. La primera asamblea de este tipo fue el fruto de una renovación eclesial, que había reforzado hasta tal punto la autoconciencia de los católicos, que les permitió encontrar la valentía para oponerse activamente al mundo secular y a un Estado a menudo hostil.
Este año, mediante diversas conmemoraciones, se recuerdan esos problemas candentes: así, la reunión nacional que se celebró en 1848 en la iglesia de San Pablo, en Frankfurt, sostuvo la búsqueda de unidad y libertad en la sociedad alemana, pero también el propósito de hacer valer los derechos del hombre y resolver los problemas sociales. Los católicos cobraron nueva conciencia de su misión de intervenir en la vida social y, de ese modo, ser la sal de la tierra y la luz del mundo (cf. Mt 5, 13-16). Muchos se reunieron en asociaciones. Durante ese mismo año, cuando apareció el Manifiesto comunista de Marx y Engels, y Europa experimentó una serie de revoluciones, también la fe católica se manifestó públicamente mediante otro movimiento. En 1848 el primer Katholikentag en Maguncia, y también el sexto centenario de la catedral de Colonia, fueron testimonios evidentes y eficaces de un catolicismo que se reforzaba cada vez más.
Cien años más tarde, Maguncia fue de nuevo el escenario en el que el primer Katholikentag del período posbélico dio a muchas personas, que se encontraban entre los escombros, preciosas piedras para construir un futuro social, económico y eclesial. El tema «Cristo en la necesidad del tiempo» interpeló a vuestros compatriotas en lo profundo de su corazón, y permitió que encontraran nuevo arrojo y nueva esperanza para seguir avanzando. De ese Katholikentag surgieron algunas vocaciones al sacerdocio y a la vida religiosa. Ahora estáis reunidos de nuevo en Maguncia para analizar los desafíos que los cristianos deben afrontar después de casi dos milenios de historia, si desean conservar la herencia de la fe en el próximo milenio y, sobre todo, dar testimonio de ella con fuerza y vitalidad a las generaciones futuras. Deseo recordaros las palabras del padre jesuita Ivo Zaiger en su discurso de apertura del Katholikentag de 1948: «Alemania se ha convertido en tierra de misión». Millones de personas ya no cuentan con Dios en su vida, «ni siquiera se oponen a él; simplemente no les interesa».
4. Cincuenta años separan ese análisis de los tiempos del jubileo del Katholikentag, cuyo lema, dirigiéndose a la actual «Alemania misionera», reza así: «¡Dad razón de vuestra esperanza!». Está tomado de una exhortación de la primera carta de Pedro, que el Apóstol formuló como sigue: «Dad culto al Señor, Cristo, en vuestros corazones, siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza» (1 P 3, 15).
No sólo en el período de la reconstrucción, sino también en nuestros días, la esperanza se refiere a bienes que no se pueden comprar con dinero. En efecto, ¿de qué nos sirve tener mucho, si no sabemos quiénes somos y para qué vivimos? Los pensamientos y los sentimientos del hombre están condicionados por muchas preocupaciones, inseguridades, miedos y oscuras previsiones. La confianza ciega en el progreso cede el paso a la desilusión. El desarrollo social, tras el cual están los destinos personales, así como la elevada tasa de desempleo y la hostilidad hacia los extranjeros, suscitan mucha incertidumbre en los corazones. Se plantean preguntas alarmantes: el progreso alcanzado por la ciencia y la técnica ¿corresponde también al progreso moral y espiritual? ¿Crecen entre los hombres el amor al prójimo y el respeto a los derechos de los demás? ¿O triunfan los egoísmos, tanto a nivel local como internacional?
Sobre estos interrogantes la Iglesia debe mantener un diálogo con todos los hombres de buena voluntad. Los Katholikentag constituyen un foro adecuado a este propósito. Precisamente los laicos participan de modo particular en esta tarea. Agradezco a los promotores de los Katholikentag los esfuerzos realizados. Pido sobre todo al comité central de los católicos alemanes y a los obispos, a los sacerdotes y a los laicos, que hablen y actúen de modo unánime en este importante testimonio, y aseguren también la unión profunda con el Sucesor de Pedro y con toda la Iglesia universal, que está reunida con vosotros de una forma tan expresiva. ¡Dad razón de vuestra esperanza!
Dado que la esperanza en muchos lugares ya no es un árbol robusto, sino a menudo sólo una planta frágil, que puede pisarse velozmente en la confusión de un mundo febril, os pido que propongáis el evangelio de la esperanza a vuestro prójimo en los diversos sectores de la vida, de modo que la planta pueda fortalecerse o brotar y florecer de nuevo. No conozco ningún lugar que no pueda convertirse en centro promotor de la esperanza, con la ayuda de Dios y gracias a la solicitud del hombre. En efecto, siempre hay espacio para la esperanza: en la familia y en las amistades, en los barrios urbanos y en las aldeas, en las escuelas y en las oficinas, en las fábricas y en los hospitales. Os recuerdo que la primera forma de testimonio es la vida, puesto que «el hombre contemporáneo cree más a los testigos que a los maestros; cree más en la experiencia que en la doctrina, en la vida y los hechos que en las teorías» (Redemptoris missio, 42).
5. Si cada vez más hombres y mujeres testimonian fielmente el Evangelio, entonces prestaremos un servicio a toda la sociedad, que no sólo tiene hambre y sed de justicia, sino que también anhela una esperanza que vaya más allá de lo temporal y de lo visible. En el ambiente social contemporáneo, que se caracteriza por una lucha dramática entre la «cultura de la vida» y la «cultura de la muerte», os exhorto a uniros a mí para contribuir a edificar también en vuestra gloriosa tierra una nueva cultura de la vida (cf. Evangelium vitae, 95). Sólo quienes son conscientes de la dignidad inalienable de toda persona y la respetan de la manera más absoluta pueden servir a la vida en todas sus fases. En efecto, ninguna persona es un caso sin esperanza.
6. La edificación de una cultura de la vida empieza en nuestra casa, en la Iglesia. Debemos preguntarnos, con valentía y honradez, qué cultura de la vida se promueve entre nosotros, entre los cristianos, en las familias, en los grupos, en los movimientos espirituales, en las parroquias y en las diócesis. Las decisiones concretas en la esfera personal, familiar o social deben tener como criterio la prioridad del ser sobre el tener, de la persona sobre las cosas y de la solidaridad sobre el egoísmo; para ello se requiere a menudo la valentía de un nuevo estilo de vida.
Esto influye también en un diálogo sincero, basado en la verdad y en el amor. Cuando hablamos de la Iglesia como comunión, refiriéndonos al concilio Vaticano II, no debemos limitarnos sólo a la comunión sacramental; debemos comprometernos en favor de una comunicación digna de cuantos están en la comunidad de Dios uno y trino.
7. Expreso mi gratitud en particular a las numerosas mujeres y a los muchos hombres que, en las Iglesias particulares de vuestro país, han descubierto ya desde hace mucho tiempo, y viven de manera creíble, su dignidad y su misión de laicos, multiplicando los talentos que Dios les ha dado. Son las mejores cartas de Cristo (cf. 2 Co 3, 3) para un mundo que anhela una esperanza cierta. Los laicos están llamados a dedicarse, en particular, a ser testigos en la sociedad, y «a contribuir, desde dentro, como la levadura, a la santificación del mundo» (Lumen gentium, 31).
Exhorto a los obispos, a los sacerdotes, a los diáconos, a los religiosos y a los laicos a crear, con estima recíproca, benevolencia y disponibilidad a la colaboración, una red que nos una a todos en la esperanza que es Jesucristo. ¡Qué imagen tan convincente y persuasiva daría la Iglesia si se convirtiera cada vez más en una red de esperanza capaz de recoger también a quien ha caído en las asechanzas del mundo!
8. Durante los Katholikentag, numerosos jóvenes han contribuido a crear esta red de esperanza. A ellos dirijo un saludo particularmente afectuoso. Con vuestra presencia manifestáis vuestra esperanza en Cristo. Confío en vosotros y os exhorto: ¡sed la esperanza de la Iglesia! ¡Ojalá que deis a la Iglesia del tercer milenio un rostro nuevo!
La Iglesia os mira con simpatía y comprensión. Espera mucho de vosotros. No sólo la Iglesia tiene mucho que deciros a vosotros, los jóvenes; también vosotros, queridos jóvenes, tenéis mucho que decir a la Iglesia (cf. Christifideles laici, 46). Sé que vuestro corazón está abierto a la amistad, a la fraternidad y a la solidaridad. Os comprometéis por las causas de la justicia y la paz, la calidad de la vida y la tutela del ambiente. Sin embargo, tenéis experiencias dolorosas como la desilusión, la miseria, el miedo y el intento de saciar la sed interior y más profunda con placeres superficiales.
Os doy un consejo: escuchad en vuestro interior y oíd lo que Dios quiere deciros con sus palabras y con la voz de la conciencia. Compartid vuestras experiencias de esperanza. Dado que estáis a punto de cruzar el umbral del tercer milenio, examinad en vuestro corazón qué proyecto tiene el Señor para vosotros y de qué modo podéis realizarlo con determinación.
9. Poco tiempo nos separa de esa fecha. El tramo de camino que hemos recorrido en el ecumenismo después del concilio Vaticano II no es corto. Los pasos que aún tenemos que dar requieren oración ferviente, voluntad decidida a cambiar, trabajo teológico esmerado y perseverancia espiritual, así como adecuadas iniciativas ecuménicas.
De este modo podremos llegar al gran jubileo, si no del todo unidos, al menos con la certeza de estar mucho más cerca de superar las divisiones del segundo milenio (cf. Tertio millennio adveniente, 34). El próximo Año santo debería impulsarnos a todos a dar un testimonio común más sólido de la verdad central de nuestra fe, «para que el mundo crea» (Jn 17, 21).
10. Queridos hermanos y hermanas, para describir mejor el testimonio de la Iglesia, los Padres de la Iglesia recurren a menudo a una imagen eficaz. Así como la luna recibe la luz del sol durante el día y resplandece en la oscuridad de la noche, de la misma forma la Iglesia debe recibir e irradiar la luz de Cristo en la oscuridad del mundo. Sin embargo, la luna sólo puede obtener la fuerza de resplandecer si nace y muere continuamente, según el ritmo de los tiempos, es decir, si de luna llena pasa a la oscuridad, para volver a ser después llena y resplandeciente. En esta imagen Jesucristo es el sol; y la Iglesia, la luna. También ella ha vivido, en el decurso del tiempo, la experiencia de tener que «menguar» constantemente, para poder resplandecer de nuevo. El Espíritu Santo tiene que purificar algo de su aspecto histórico, de modo que pueda irradiar la luz de Cristo. Sólo su disponibilidad a entrar en la oscuridad de la historia .quizá algo de su aspecto exterior deba morir., le permitirá superar la oscuridad y las sombras, las derrotas y los fracasos, con la ayuda de Dios. A este propósito, pienso en la luz del cirio pascual: una pequeña y débil llama disipa las tinieblas. Vence a la noche.
«El Dios de la esperanza os colme de todo gozo y paz en vuestra fe, hasta rebosar de esperanza por la fuerza del Espíritu Santo» (Rm 15, 13). Con este deseo sincero, que Pablo, el Apóstol de los gentiles, dirigió a los Romanos, os imparto de corazón mi bendición apostólica.
Vaticano, 14 de junio de 1998
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