A la asamblea plenaria de la Academia pontificia de ciencias, 31 octubre 2008 - Benedicto XVI
DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LA ASAMBLEA PLENARIA
DE LA ACADEMIA PONTIFICIA DE CIENCIAS
Sala Clementina
Viernes 31 de octubre de 2008
Ilustres señoras y señores:
Me alegra saludaros a vosotros, miembros de la Academia pontificia de ciencias, con ocasión de vuestra asamblea plenaria, y agradezco al profesor Nicola Cabibbo las palabras que me ha dirigido amablemente en vuestro nombre.
Con la elección del tema: "Visión científica de la evolución del universo y de la vida", tratáis de concentraros en un área de investigación que despierta mucho interés. De hecho, hoy muchos de nuestros contemporáneos desean reflexionar sobre el origen fundamental de los seres, sobre su causa, sobre su fin y sobre el sentido de la historia humana y del universo.
En este contexto se plantean naturalmente cuestiones concernientes a la relación entre la lectura del mundo que hacen las ciencias y la que ofrece la Revelación cristiana. Mis predecesores el Papa Pío XII y el Papa Juan Pablo II reafirmaron que no hay oposición entre la visión de la creación por parte de la fe y la prueba de las ciencias empíricas. En sus inicios, la filosofía propuso imágenes para explicar el origen del cosmos, basándose en uno o varios elementos del mundo material. Esta génesis no se consideraba una creación, sino más bien una mutación o una transformación. Implicaba una interpretación en cierto modo horizontal del origen del mundo.
Un avance decisivo en la comprensión del origen del cosmos fue la consideración del ser en cuanto ser y el interés de la metafísica por la cuestión fundamental del origen primero o trascendente del ser participado. Para desarrollarse y evolucionar, el mundo primero debe existir y, por tanto, haber pasado de la nada al ser. Dicho de otra forma, debe haber sido creado por el primer Ser, que es tal por esencia.
Afirmar que el fundamento del cosmos y de su desarrollo es la sabiduría providente del Creador no quiere decir que la creación sólo tiene que ver con el inicio de la historia del mundo y la vida. Más bien, implica que el Creador funda este desarrollo y lo sostiene, lo fija y lo mantiene continuamente. Santo Tomás de Aquino enseñó que la noción de creación debe trascender el origen horizontal del desarrollo de los acontecimientos, es decir, de la historia, y en consecuencia todos nuestros modos puramente naturalistas de pensar y hablar sobre la evolución del mundo. Santo Tomás afirmaba que la creación no es ni un movimiento ni una mutación. Más bien, es la relación fundacional y continua que une a la criatura con el Creador, porque él es la causa de todos los seres y de todo lo que llega a ser (cf. Summa theologiae, i, q.45, a.3).
"Evolucionar" significa literalmente "desenrollar un rollo de pergamino", o sea, leer un libro. La imagen de la naturaleza como un libro tiene sus raíces en el cristianismo y ha sido apreciada por muchos científicos. Galileo veía la naturaleza como un libro cuyo autor es Dios, del mismo modo que lo es de la Escritura. Es un libro cuya historia, cuya evolución, cuya "escritura" y cuyo significado "leemos" de acuerdo con los diferentes enfoques de las ciencias, mientras que durante todo el tiempo presupone la presencia fundamental del autor que en él ha querido revelarse a sí mismo.
Esta imagen también nos ayuda a comprender que el mundo, lejos de tener su origen en el caos, se parece a un libro ordenado: es un cosmos. A pesar de algunos elementos irracionales, caóticos y destructores en los largos procesos de cambio en el cosmos, la materia como tal se puede "leer". Tiene una "matemática" ínsita. Por tanto, la mente humana no sólo puede dedicarse a una "cosmografía" que estudia los fenómenos mensurables, sino también a una "cosmología" que discierne la lógica interna y visible del cosmos.
Al principio tal vez no somos capaces de ver la armonía tanto del todo como de las relaciones entre las partes individuales, o su relación con el todo. Sin embargo, hay siempre una amplia gama de acontecimientos inteligibles, y el proceso es racional en la medida que revela un orden de correspondencias evidentes y finalidades innegables: en el mundo inorgánico, entre microestructuras y macroestructuras; en el mundo orgánico y animal, entre estructura y función; y en el mundo espiritual, entre el conocimiento de la verdad y la aspiración a la libertad. La investigación experimental y filosófica descubre gradualmente estos órdenes; percibe que actúan para mantenerse en el ser, defendiéndose de los desequilibrios y superando los obstáculos. Y, gracias a las ciencias naturales, hemos ampliado mucho nuestra comprensión del lugar único que ocupa la humanidad en el cosmos.
La distinción entre un simple ser vivo y un ser espiritual, que es capax Dei, indica la existencia del alma intelectiva de un sujeto libre y trascendente. Por eso, el magisterio de la Iglesia ha afirmado constantemente que "cada alma espiritual es directamente creada por Dios —no es "producida" por los padres—, y es inmortal" (Catecismo de la Iglesia católica, n. 366). Esto pone de manifiesto la peculiaridad de la antropología e invita al pensamiento moderno a explorarla.
Ilustres académicos, deseo concluir recordando las palabras que os dirigió mi predecesor el Papa Juan Pablo II en noviembre de 2003: "La verdad científica, que es en sí misma participación en la Verdad divina, puede ayudar a la filosofía y a la teología a comprender cada vez más plenamente la persona humana y la revelación de Dios sobre el hombre, una revelación completada y perfeccionada en Jesucristo. Estoy profundamente agradecido, junto con toda la Iglesia, por este importante enriquecimiento mutuo en la búsqueda de la verdad y del bien de la humanidad" (Discurso a la Academia pontificia de ciencias, 10 de noviembre de 2003: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 21 de noviembre de 2003, p. 5).
Sobre vosotros, sobre vuestras familias y sobre todas las personas relacionadas con el trabajo de la Academia pontificia de ciencias, invoco de corazón las bendiciones divinas de sabiduría y paz.
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