A la Conferencia Episcopal Austriaca
VISITA PASTORAL A AUSTRIA
DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LA CONFERENCIA EPISCOPAL AUSTRIACA
Arzobispado de Viena
Domingo 21 de junio de 1998
Queridos hermanos en el episcopado:
1. Me alegra que este encuentro nos brinde la oportunidad de reflexionar, en comunión fraterna, sobre la responsabilidad que, como sucesores de los Apóstoles, llevamos sobre nuestros hombros. Os saludo cordialmente a todos, como colegio e individualmente. Hago mías las palabras de san Pedro: «El poder de Dios, por medio de la fe, os protege (...). Por lo cual rebosáis de alegría, aunque sea preciso que todavía por algún tiempo seáis afligidos con diversas pruebas» (1 P 1, 5-6).
2. Afrontáis pruebas de varios tipos. Aunque no es este el momento adecuado para intentar hacer una evaluación global, quisiera aseguraros que en todo este período os he tenido particularmente presentes en mis oraciones. Como compañero de viaje en tiempos difíciles, en Roma mi corazón latía incesantemente por vosotros, a los que está encomendada la atención pastoral en este amado país. En mis oraciones ante el santísimo Sacramento del altar, muchas veces os he encomendado al Señor a vosotros, a los sacerdotes, a los diáconos, a los colaboradores en la cura de almas, a todos los hombres y mujeres confiados a vuestros cuidados, a los jóvenes y a los ancianos, a los creyentes, a los escépticos y a los que han perdido la confianza. Ahora tengo la oportunidad de manifestar visiblemente esta continua cercanía en el espíritu con mi presencia en medio de vosotros. Así podréis sentir mejor con cuánto afecto os apoyo. En efecto, me considero «colaborador de vuestro gozo» (cf. 2 Co 1, 24).
En nuestro camino personal, así como en el itinerario que sigue la Iglesia a lo largo de la historia, hay tramos en los que es difícil manifestar el gozo. En ciertos momentos el cúmulo de arduos problemas hace que el ejercicio de nuestro ministerio resulte particularmente difícil, entre otras razones porque está expuesto a malentendidos e incomprensiones. Por más dolorosas que sean estas experiencias, tenemos la misión común de «anunciar el bien» (Rm 10, 15) a la Iglesia y al mundo, es decir, a todos los que tienen cifradas grandes esperanzas en el tercer milenio, ya tan cercano. Cuando sintamos el ministerio episcopal más como una carga que como una dignidad, nos conviene volver con el corazón y la mente a los inicios, recordándolos con gratitud, para reavivar la gracia que nos ha sido concedida por la imposición de las manos. «Porque no nos dio el Señor a nosotros un espíritu de timidez, sino de fortaleza, de caridad y de templanza» (2 Tm 1, 7).
3. Remontándonos con la memoria al día en que nos impusieron las manos para constituirnos primero sacerdotes y luego obispos, revivamos el diálogo sugestivo, en el que, antes de ser consagrados, pronunciamos ante el obispo nuestro Adsum: Heme aquí. Estoy dispuesto. En ese diálogo no fuimos nosotros quienes hablamos primero. Nos correspondía dar una respuesta generosa: estoy dispuesto a ponerme al servicio del Señor, con mis inclinaciones y cualidades, con mis esperanzas y mis esfuerzos, con mis luces y mis sombras. Todo esto lo dijimos cuando pronunciamos con alegría nuestro Adsum.
Esa afirmación de disponibilidad, manifestada en público por cada uno de forma inequívoca, adquirió para mí un nuevo significado cuando, como joven obispo durante el concilio Vaticano II, pude repetirla junto con otros miembros de la Asamblea ecuménica: Adsumus, Domine, Sancte Spiritus. Aquí estamos, Señor, Espíritu Santo. Con estas palabras comenzaban todas las sesiones del Concilio. Esa oración me ha hecho experimentar y comprender que el Adsum personal se inserta en el Adsumus de la comunidad. Como el mismo Señor Jesús, después de llamar a sus Apóstoles por su nombre, los constituyó también como «los Doce» (cf. Mc 3, 13-19), así también la llamada del Señor y la respuesta generosa de cada uno representan el fundamento de nuestra entrega personal para formar una comunidad firme y fiel, sellada por la imposición de las manos y la oración. La llamada del Señor y la misión a realizar la obra común crean la comunidad. En efecto, desde el inicio de la Iglesia, el ministerio pastoral no se confiere sólo a una persona, individualmente, sino a cada uno considerado como parte de una comunidad, de un colegio. Por tanto, con razón podemos decir: Adsumus. Estamos dispuestos. Un obispo solo no realiza el proyecto de Cristo. Los obispos unidos entre sí y con Cristo constituyen el sujeto pleno del servicio pastoral en la Iglesia, según el designio de su Fundador.
4. El estrecho vínculo que existe entre Adsum y Adsumus invita a reflexionar sobre los modos concretos de expresar la comunión en nuestros días. Como toda comunidad debe dejar espacio al desarrollo de cada persona, así dentro del Adsumus incluso el indelegable Adsum tiene su derecho y su lugar. En la comunidad se debe respetar plenamente la vocación y la misión propia de cada uno. En el ámbito de lo que es común a todos, cada obispo ha de tener la posibilidad de expresarse a sí mismo y ejercer su propia responsabilidad pastoral. Prescindiendo de las diferencias de capacidad y de carácter que los diversos obispos poseen, están revestidos de autoridad propia y con toda verdad son «presidentes de los pueblos que gobiernan» (Lumen gentium, 27). Ahora bien, esta autoridad, ejercida personalmente en nombre de Cristo, no tiene como objetivo dominar; se debe ejercer a imagen del buen Pastor, que no vino para ser servido sino para servir (cf. Mt 20, 28). A cada obispo se dirigen las palabras de san Pedro: «no tiranizando a los que os ha tocado cuidar, sino siendo modelos de la grey» (1 P 5, 3).
El Adsumus, que concede conveniente espacio al Adsum de cada uno, debe manifestarse también mediante el esfuerzo de todos por permanecer unidos. De lo contrario, el único magisterio de Cristo se diluye en muchas voces individuales. En lugar de la armonía, se abre camino el ruido y la confusión. Eso no conviene a personas que se encuentran unidas en la larga serie de la sucesión apostólica, cuyo origen se remonta al Señor de la Iglesia misma. La íntima unión de cada uno con Cristo significa responsabilidad recíproca de todos. Por eso, la acción episcopal incluye también la asistencia mutua, el apoyo en el servicio pastoral, en el intercambio fraterno, en la vida pública y, además, en la oración recíproca. Conviene que cada uno sepa que no se encuentra solo. Una gran ayuda es la Conferencia episcopal que, como dice el concilio Vaticano II, debe promover «una santa armonía de fuerzas, en orden al bien común de las Iglesias» (Christus Dominus, 37), mediante un intercambio de conocimientos y experiencias, y una consulta recíproca entre los obispos. Como pastores de los fieles a vosotros encomendados, os encontráis unidos ante Dios, vinculados unos a otros en la comunión colegial, en la que cada uno tiene una responsabilidad personal inevitable. Una confirmación de que guiáis en armonía al pueblo de Dios peregrinante en Austria podría ser, por ejemplo, que todos tomarais parte en formas de retiro o de ejercicios espirituales.
5. El Adsumus del Concilio no era sólo oración; constituía, asimismo, un programa. Cuando los obispos como comunidad en oración se reunían en el Concilio, también eran una comunidad de diálogo bajo la protección y la asistencia del Espíritu Santo. Así pues, no es de extrañar que la relación de Dios uno y trino con el hombre sea descrita como un diálogo (cf. Gaudium et spes, 19; Dei Verbum, 8. 12. 25). A la luz del misterio de la salvación, la misión de la Iglesia se realiza en forma de diálogo. En Cristo, único mediador entre Dios y el hombre, la Iglesia, su Cuerpo místico, se presenta como sacramento universal de la salvación del mundo (cf. Lumen gentium, 1. 9. 48. 59; Gaudium et spes, 42. 45; Ad gentes, 15; Sacrosanctum Concilium, 5. 26).
Por consiguiente, a la Iglesia compete la tarea de entablar un «diálogo de salvación» tanto en su interior como con los de fuera, para que todos puedan descubrir en ella las «insondables riquezas de Cristo» (Ef 3, 8). Desde el inicio de mi pontificado, hace ya casi veinte años, me he empeñado en promover ese diálogo, tratando de contribuir a él con mi ministerio (cf. Redemptor hominis, 4). A este respecto, me complace recordar a mi predecesor, de venerada memoria, el Papa Pablo VI, el cual dedicó su primera encíclica, Ecclesiam suam, al tema del diálogo sincero, instituyendo al mismo tiempo durante su pontificado organismos competentes y eficaces para el diálogo. En estos años he tratado de servirme de esos organismos para promover el diálogo, sobre todo en los sectores en los que ha habido mayores dificultades (cf. últimamente mi encíclica Ut unum sint, 28-29).
Con vivo aprecio contemplo las numerosas estructuras que en muchos ambientes se han ido formando para dar forma concreta al diálogo de la Iglesia tanto en su interior como con los de fuera, y hacerlo así más fecundo. También vosotros, queridos hermanos, en el ámbito de vuestra Conferencia episcopal, habéis puesto en marcha una iniciativa encaminada a estimular y profundizar el diálogo. Con el documento «Diálogo para Austria» queréis promover la confrontación entre las Iglesias locales, que presidís, y entre las órdenes y familias religiosas, las comunidades espirituales, y los diversos grupos y movimientos. Con este fin habéis ensanchado el círculo de los posibles interlocutores y os habéis dirigido a los consejos parroquiales y a los grupos apostólicos, a los organismos y asociaciones públicas, así como a las personas y a las comunidades (cf. Grundtext zum «Dialog für Österreich », p. 3).
6. Con esta iniciativa de diálogo, de la que no queréis excluir a nadie, no sólo buscáis facilitar un modo muy actual de relacionarse o promover un método neutro para que diversas personas se pongan en contacto. El radio de las formas de diálogo es amplio. Hay intercambios amistosos de pensamiento, consideraciones objetivas, debates científicos o procesos formativos del consenso social. Aunque en los últimos decenios la palabra «diálogo» ha sufrido algún malentendido y alguna deformación, no por ello debe quedar desacreditada. El diálogo entablado por la Iglesia, y al que ella nos invita, nunca es una pura forma de apertura hacia el mundo y tampoco una forma de adaptación superficial. Por el contrario, se entiende como un hablar y actuar sostenido por la acción de Dios y marcado por la fe de la Iglesia. En este sentido, el Diálogo para Austria debe convertirse en un «diálogo de salvación». Resultaría demasiado limitado si se entablara según una dimensión exclusivamente horizontal, reduciéndose a un intercambio de puntos de vista o sólo a una confrontación estimulante. Por el contrario, debe abrirse a una dimensión vertical, que lo lleve hacia el Salvador del mundo y Señor de la historia, que nos reconcilia entre nosotros y con Dios (cf. Ut unum sint, 35).
7. Ese diálogo representa un desafío para todos los interlocutores, una auténtica forma de experiencia espiritual. Se trata de escuchar al otro y de abrirse mediante el testimonio personal, pero también de aprender a correr riesgos, dejando a Dios el éxito del diálogo. El diálogo, a diferencia de una conversación superficial, tiene como objetivo el descubrimiento y el reconocimiento común de la verdad. ¡Cuántas veces vosotros, los pastores, habéis intentado y seguís intentando pacientemente llevar por la senda de la verdad a los sacerdotes y a los laicos encomendados a vuestra solicitud, por medio de un diálogo lleno de amor! Sabéis, por experiencia, que un diálogo felizmente realizado puede resolver un problema o una controversia. Pero, al mismo tiempo, a veces también experimentáis el fracaso doloroso de vuestros esfuerzos: en vez de llevar a la verdad y a la comprensión, el diálogo no pasa de ser un discurso sin sustancia que, al final, se desentiende de la verdad.
Esa forma no corresponde al diálogo de salvación. Para todos los interlocutores se sitúa siempre a la luz de la palabra de Dios. Por tanto, supone un mínimo de acuerdo y unión de base. La fe viva, transmitida por la Iglesia universal, representa el fundamento del diálogo para todas las partes. Quien abandona esta base común elimina de todo diálogo en la Iglesia la posibilidad de convertirse en diálogo de salvación. Así pues, es importante saber si cierto disenso no se explica más bien a causa de diferencias de fondo. Si es así, estas divergencias deben resolverse previamente. Si no es posible, el diálogo corre el riesgo de ser inútil, pues no lleva a nada o se reduce a sutilezas marginales. De todos modos, nadie puede desempeñar sinceramente un papel en un proceso de diálogo si no está dispuesto a exponerse a la verdad y a crecer en ella. La apertura a la verdad significa estar dispuestos a la conversión. En efecto, el diálogo sólo llevará a la verdad cuando se realice con conocimiento de causa, con sinceridad y franqueza, con acogida y escucha de la verdad y con voluntad de corregirse. Sin la disponibilidad a dejarse convertir a la verdad, cualquier diálogo resultaría inútil. Llegar a componendas sería una farsa. Por eso, se debe garantizar que el acuerdo de las partes no sea sólo ficticio y que no se consiga con engaño, sino que brote del corazón. En este marco, a vosotros, los pastores, compete la tarea del discernimiento, gracias al cual sois «colaboradores en la obra de la verdad» (3 Jn 8).
8. El diálogo de salvación es una empresa espiritual. Profundiza en la comunidad eclesial el conocimiento de las riquezas misteriosas de la fe. A los que se comprometen en él les abre un espacio de comunicación en la verdad. Los interlocutores lo experimentan como un «intercambio de dones» (cf. Lumen gentium, 13). Si el diálogo se realiza de modo convincente dentro de la comunidad, tendrá efecto en el exterior. Así pues, el diálogo es un instrumento pastoral y contribuye a la evangelización. En efecto, un diálogo auténtico tendrá seguramente fuerza de irradiación. Desde luego, deberá realizarse con honradez. Aunque es preciso estar abiertos, la profesión de la fe eclesial debe conservar su claridad y firmeza. Interlocutores con convicciones claras tienen muchas probabilidades de darse a entender y de suscitar respeto sincero, aunque sobre alguna cuestión particular el diálogo pueda resultar duro y arduo y el interlocutor no parezca dispuesto, al menos en ese momento, a aceptar el punto de vista propuesto.
9. Con todo, es evidente que, al promover el diálogo, no quiero decir simplemente que se deba hablar más. En nuestro tiempo se habla mucho, pero esto no facilita necesariamente el entendimiento recíproco. Lamentablemente, el diálogo puede también fracasar. Por eso, quisiera subrayar en particular dos peligros que, ciertamente, conocéis.
El primero consiste en la pretensión de tener siempre razón. Es el caso de interlocutores que no se dejan guiar por el deseo de comprender, sino que exigen para sí mismos todo el espacio del diálogo. En esta línea, pronto deja de existir un intercambio sincero. La diversidad que enriquece se convierte en oposición agresiva, en busca de un escenario para presentar el propio monólogo. Entre los interlocutores se levanta una muralla fría, que separa mundos cerrados en sí mismos. En vez de la sincera búsqueda de la verdad, se dan pretensiones, amenazas e imposiciones. Esto contrasta con el sentido del diálogo de salvación, que exige en el creyente la disposición a responder a cualquiera que le pida razón de su esperanza, recordando la exhortación del apóstol Pedro: «Pero hacedlo con dulzura y respeto » (cf. 1 P 3, 15 ss).
El segundo peligro consiste en las interferencias de la opinión pública mientras se está desarrollando el diálogo. La Iglesia de nuestro tiempo se esfuerza por ser siempre una «casa de cristal», transparente y creíble. Y está bien. Pero de la misma manera que cualquier casa posee habitaciones íntimas, que al inicio no están abiertas a todos los huéspedes, también con respecto al diálogo dentro de la Iglesia hay habitaciones para conversaciones que se han de realizar con la debida reserva. Eso no tiene nada que ver con el secreto, sino con el respeto recíproco, en beneficio de la cuestión que se examina. En efecto, el éxito del diálogo corre peligro si se lleva a cabo ante un público no suficientemente cualificado o preparado, y con el uso, no siempre imparcial, de los medios de comunicación social. Una precipitada e inadecuada implicación de la opinión pública puede perturbar sensiblemente un proceso de diálogo muy prometedor.
Frente a estos peligros debéis proseguir vuestro diálogo de salvación con sensibilidad, comprensión y profundo respeto. La Iglesia en Austria debe transformarse cada vez más en «signo de aquella fraternidad que permite y consolida el diálogo sincero. Esto requiere que, en primer lugar, promovamos en la misma Iglesia la estima mutua, el respeto y la concordia, reconociendo toda legítima diversidad, para establecer un diálogo cada vez más fructífero entre todos los que constituyen el único pueblo de Dios, tanto los pastores como los demás fieles cristianos. Lo que une a los fieles es más fuerte que lo que los divide. Haya unidad en lo necesario, libertad en lo dudoso, caridad en todo» (Gaudium et spes, 92).
10. Queridos hermanos en el episcopado, después de abriros mi corazón y de confiaros mis pensamientos y preocupaciones con respecto a la Iglesia en vuestro amado país, quiero concluir con esta exhortación: dejad que actúe en vosotros el Espíritu Santo. Imitemos a la Virgen María, cuya vida entera fue un diálogo de salvación. Por obra del Espíritu Santo concibió al Verbo, para que se hiciera carne. Aprendamos de ella, que vivió en silencio hasta el final, al pie de la cruz, cuando él entregó su Espíritu por nosotros, los hombres. Contemplemos a María, que estaba en oración con los Apóstoles cuando imploraban la venida del Espíritu Santo sobre la Iglesia naciente. La Virgen María no sólo intercede por nosotros; también es nuestro modelo de vida en el Espíritu Santo. De ella podemos aprender cómo debemos cooperar en la salvación del mundo. Así seremos colaboradores del gozo y de la verdad. Como la Virgen María se definió «esclava del Señor» (Lc 1, 38), también nosotros debemos sentirnos siempre humildes «servidores de Cristo» y «administradores de los misterios de Dios» (1 Co 4, 1).
Os recomiendo: No abandonéis el diálogo. Os acompañaré con mi oración también en el futuro. ¡Que todos sean uno, para que Austria crea! Con este deseo, os imparto de corazón mi bendición apostólica.
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