A la Conferencia episcopal peruana

Autor: Juan Pablo II

 

VIAJE APOSTÓLICO A URUGUAY, BOLIVIA, LIMA Y PARAGUAY

ALOCUCIÓN DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LA CONFERENCIA EPISCOPAL PERUANA

Lima,domingo 15 de mayo de 1988

“Congregavit nos in unum Christi amor”.

Amadísimos hermanos en el Episcopado:

1. Estas palabras, siempre actuales en la Iglesia, se cumplen, hoy de una manera especial. Nos ha congregado aquí el amor de Cristo y el amor de su Madre, en la gozosa ocasión de la clausura del V Congreso Eucarístico y Mariano de los países bolivarianos.

Agradezco vivamente vuestra invitación a esta solemne ceremonia, mientras elevo mi corazón en acción de gracias al Padre, de quien procede “toda dádiva buena y todo don perfecto” (St 1, 17),  por la devoción que ha manifestado el pueblo peruano hacia la Eucaristía y hacia la Madre de Dios. Ese fervor, obra de la gracia y fruto a la vez de vuestro abnegado ministerio, es una señal luminosa de la dedicación y entrega con que ejercéis vuestra labor pastoral. Doy gracias también a Dios porque me concede estar nuevamente con vosotros y poder saludaros fraternalmente como verdaderos y auténticos maestros de la fe, pontífices y Pastores (Christus Dominus, 2). 

2. Próximos ya al tercer milenio del cristianismo y, más cerca aún, en la vigilia del V centenario del comienzo de la evangelización de América deseo recordaros la necesidad de un renovado empeño en lo que, ya otras veces, he llamado una “nueva evangelización” (Encuentro con los obispos del Perú, 2 de febrero de 1985, n. 1). 

Ciertamente, la simiente del mensaje de Cristo ha calado hondamente en tierras peruanas, ha germinado con persistente vigor y ha producido abundantes frutos de santidad, como lo muestran vuestros Santos del pasado, a los que se ha unido recientemente sor Ana de los Ángeles Monteagudo. Pero el Señor nos llama a impulsar esta evangelización que, como recordé en 1983 en Puerto Príncipe, ha de ser “nueva en su ardor, en sus métodos, en su expresión” (Discurso a la Asamblea del Celam, III, Puerto Príncipe, 9 de marzo de 1983), permaneciendo siempre fieles a esa Buena Nueva que es el Evangelio en cualquier momento de la historia. Esta evangelización nueva o renovada, a la vez que anuncia a Jesucristo allí donde aún no lo conocen, planteará mayores exigencias a quienes ya pertenecen a su grey. No podemos, hermanos míos, conformarnos con las metas ya alcanzadas. Vosotros soís, como yo, conscientes de ello. Ciertamente lo ya realizado es mucho, pero, al mismo tiempo, es poco, si tenemos en cuenta los dilatados horizontes de posible expansión y profundización cristiana que se abren ante nuestros ojos.

3. Cuando se emprendió la primera evangelización de estas tierras, vuestros predecesores encontraron ante sí una geografía dura, de difíciles comunicaciones a través de las imponentes alturas de los Andes o de selvas impenetrables. Pero el amor y la conciencia del mandato divino de hacer discípulos en todos los pueblos prevalecieron sobre las dificultades. Hoy, como entonces, al igual que en los albores del cristianismo, pudiera parecer que los obstáculos son insuperables y los medios insuficientes. Es cierto que a las dificultades ya experimentadas en el pasado, se unen en nuestros días otras de características diferentes y desafiantes. La sociedad peruana actual, que justamente aspira a conseguir objetivos de progreso capaces de elevar el horizonte material y espiritual de todo ciudadano, se siente a veces como minada desde dentro por un inexcusable eclipse del respeto debido a la dignidad humana, por ideologías materialistas que niegan la trascendencia, por una violencia ciega y insensible a las reiteradas llamadas a la reconciliación. A todo esto se añade la pobreza creciente y aun extrema en que llegan a vivir tantas familias, los vicios sociales acarreados o generados por el narcotráfico, la profusión de las sectas y la persistencia obstinada de planteamientos doctrinales y metodológicos que siembran la confusión entre los fieles y atentan a la unidad de la Iglesia.

Pero también hoy, como hace cinco siglos, el Espíritu de Dios nos lleva a acometer el trabajo con un encendido ardor y renovada esperanza: realizando con fidelidad las tareas pastorales que demanda el crecimiento de la Iglesia; sobrellevando con fortaleza las angustias y dolores, que nunca faltan; prosiguiendo generosamente el camino de la cruz (cf. Col 1, 24)  fuente de nuestra salvación.

4. La necesidad de una evangelización renovada trae consigo, en primer lugar, una exigencia mayor de unidad. La Iglesia, como misterio de comunión, es, en palabras del Concilio Vaticano II, “signo y instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano” (Lumen gentium, 1). En el núcleo de este misterio se encuentra la comunión de los obispos entre sí. Sois, hermanos amadísimos, legítimos sucesores de los Apóstoles y miembros del Colegio Episcopal: por consiguiente, debéis sentiros estrechamente unidos a él y entre vosotros como partes de un solo cuerpo (cf. Christus Dominus, 6).  La caridad mutua que os une debe ser el símbolo que, reluciendo ante la faz de los hombres, les impulse a acercarse a Jesucristo: “En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis los unos a los otros” (Jn 13, 35). 

5. “Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación” (Mc 16, 15). 

El primer paso de esa nueva evangelización es la ilusionada y tenaz proclamación del mensaje cristiano, en lo cual tenéis una especial responsabilidad. Sois, en efecto, “los pregoneros de la fe..., los maestros auténticos, es decir, los que están dotados de la autoridad de Cristo, que predican al pueblo que les ha sido encomendado la fe que ha de ser creída y ha de ser aplicada a la vida” (Lumen gentium, 25). 

“El misterio integro de Cristo” (Christus Dominus, 6) debe ser en todo momento el punto central de esta evangelización renovada. Las grandes verdades de la fe, que cíclicamente nos recuerda la liturgia, deben ser propuestas al pueblo cristiano, con adecuados métodos pastorales, para que sean profesadas con una adhesión cada vez mayor. Esto en modo alguno excluye que también el orientar sobre el recto ordenamiento de las realidades terrenas sea parte integrante de vuestro ministerio; pero es importante dejar bien asentado que la respuesta definitiva a los interrogantes que más apremian a la humanidad viene precisamente de la fe en la gracia divina, que se difunde en la Iglesia a través de los sacramentos y demás medios de santificación.

Vuestro oficio de Pastores y de maestros de la fe incluye ineludiblemente la obligación de discernir, clarificar y proponer remedios a las desviaciones que se presenten, cuando ello sea preciso. No habréis de dudar en ejercer solícitamente ese deber, si el legítimo pluralismo derivase, a causa del error o por la debilidad humana, hacia posiciones que contradicen la fe y las enseñanzas de la Iglesia. A la prudencia y la caridad sin límites, propias del Buen Pastor, ha de acompañar también la fortaleza, que os ha de llevar, como a San Pablo (cf. 2Tm 2, 14-20; Tt 1, 10-11) a denunciar abiertamente desviaciones y errores, aunque os cause dolor, cuando así lo requieran el bien de las almas y la fidelidad a la Iglesia.

Santo Toribio de Mogrovejo, eximio predecesor vuestro, nos ofrece un claro ejemplo de cómo se ejerce esta virtud de la fortaleza, ya que “fue un insigne maestro en la verdad, que amaba siempre a quien erraba, pero nunca dejó de combatir el error” (Encuentro con los obispos del Perú, 2 de febrero de 1985, n. 3). Dentro de este contexto –conjunción de prudencia, caridad y fortaleza–, debe articularse sólidamente vuestro magisterio, claro y valiente, para aplicar las directrices contenidas en las dos Instrucciones de la Congregación para la Doctrina de la Fe y sobre la teología de la liberación.

Vuestro amor hacia el rebaño de Cristo y, en especial, hacia aquellos que han sido constituidos por El sacerdotes del Dios Altísimo, os ha de hacer conscientes de que, a veces, el error persistente conlleva una ofuscación tal de la razón que incluso hace sordos los oídos para las llamadas y advertencias, como si éstas fueran dirigidas a otros. Siguiendo el ejemplo del Buen Pastor, que sale amorosamente en busca de la oveja descarriada (cf. Mt 18, 12),  vuestra solicitud pastoral hará todo lo que esté en vuestras manos por reintegrarlos en plenitud a la unidad sin fisuras, cuidando a la vez que el desvío de algunos no aparte a otros de la comunión en torno a Cristo.

6. La predicación de la Buena Nueva incluye enseñar, según la doctrina de la Iglesia, el valor de la persona humana y de sus derechos inalienables; el valor de la familia, de su unidad y estabilidad; el valor de la sociedad civil con sus leyes y legítimas instituciones; el valor del trabajo, del descanso, de las artes y las ciencias. Estos y otros son cometidos que el documento conciliar “Christus Dominus” señala a los obispos sin olvidar, finalmente, el exponer “los modos cómo hayan de resolverse los gravísimos problemas acerca de la posesión, incremento y recta distribución de los bienes materiales, sobre la guerra y la paz y sobre la fraterna convivencia de todos los pueblos” (Christus Dominus, 12). 

La vida ciudadana del Perú, azotada desde hace años por la violencia y el terrorismo, la pobreza, el narcotráfico, el deterioro de la moralidad pública y otros males, no puede quedar en ningún modo al margen de vuestra palabra orientadora. Tarea de los obispos, como creadores de concordia y unidad, es la obra de comunión en el propio país, obra de reconciliación y de solidaridad. El Espíritu que os ha llamado a seguir edificando la Iglesia, os pide exhortar a los hombres a unirse en la verdad y en la búsqueda del auténtico bien común. El cristiano debe asumir en conciencia sus deberes cívicos con un espíritu de servicio desinteresado que lo llevará a renunciar a la búsqueda de la ganancia personal, del poder o del prestigio, si ello va en detrimento de otras personas. Sabrá respetar los derechos de los demás, buscando por encima de todo el bien superior de la paz y la justicia. Fieles a sus tradiciones más nobles y a sus raíces cristianas, se decidirán a caminar con renovada confianza por la vía de la reconciliación y de la fraternidad, en un esfuerzo común por lograr, mediante el diálogo y los medios pacíficos, la superación de existentes desequilibrios y de intereses contrapuestos. El cristiano ha de tener bien claro que la sociedad se construye sólida y en paz si se inspira en el programa de las bienaventuranzas.

Distintas son, en cambio, las soluciones que presentan las ideologías materialistas. El afán desordenado de ganancia económica sin ninguna barrera ética (cf. Sollicitudo rei socialis, 37),  y la concepción de la sociedad enfrentada en una permanente lucha de clases, son contrarios al mensaje de Cristo; terminan siempre acrecentando el egoísmo y el odio, alejando de Dios y traicionando al hombre.

7. Mas la llamada a la fe que propone la Buena Nueva ha de ir siempre acompañada por los adecuados medios de salvación. En efecto, el Señor, al enviar por el mundo a los Apóstoles, les dice: “El que crea y sea bautizado se salvarᔠ(Mc 16, 16). La nueva evangelización incluye como algo esencial y prioritario la celebración de los sacramentos, que forman parte intrínseca de la llamada al seguimiento de Cristo. En él misterio pascual –renovado en la Eucaristía– se consuma la redención y se nos manifiesta cuál ha de ser el sentido de la acción del cristiano en el mundo. En él Cristo comunica su gracia, y nos hace idóneos para proclamar sus maravillas entre los hombres.

La liberación del pecado exige una constante y amplia catequesis sobre la penitencia sacramental, “haciendo resaltar... que, sin la conversión a Cristo, en espíritu de humildad y arrepentimiento, el hombre es incapaz de resolver los grandes problemas de su existencia, de superar los obstáculos que impiden la manifestación de la vida reconciliada” (Reconciliatio et Paenitentia, 41). A la catequesis habrá de unirse el desvelo para que los fieles puedan recibir con frecuencia este sacramento. Por eso, animaréis a los sacerdotes a que –a imitación del padre, en la parábola del hijo pródigo (cf. Lc 15, 20)– esperen con paciencia a los que vuelvan arrepentidos y incluso salgan a su encuentro, para hacer partícipes a cada uno del inmenso amor de Dios.

Esta participación culmina en el banquete eucarístico. “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13, 1): con estas palabras inicia San Juan el relato de la última Cena. Este amor “hasta el extremo” encontrará la respuesta cumplida en la frecuente comunión eucarística, sacramento del altar que hemos adorado junto con todo el Pueblo de Dios en el Congreso apenas clausurado, que ha reunido a los fieles de los países bolivarianos.

8. Pero, “¿cómo oirán sin que nadie les predique?, y, cómo predicarán si no son enviados?” (Rm 10, 14-15). 

Hermanos míos: Para que esta evangelización nueva y renovada se extienda hasta el último confín de este país, habréis de fomentar “con mayor empeño las vocaciones sacerdotales y religiosas, prestando especial atención a las vocaciones misioneras” (Christus Dominus, 15). 

Una de mis mayores alegrías ha sido contemplar el espléndido florecimiento de vocaciones en Perú. Los seminarios habrán de ser como “la pupila de vuestros ojos”, en frase de mi venerado predecesor el Papa Pío XII; ellos han de ser objeto primordial de vuestra atención, cuidando tanto el número de los seminaristas, como la calidad adecuada de su formación humana, espiritual, doctrinal y pastoral.

9. Los obispos han de ser “en medio de los suyos como los que sirven, pastores buenos, que conocen a sus ovejas y a quienes ellas también conocen; verdaderos padres, que se distinguen por el espíritu de amor y solicitud para con todos” (Christus Dominus, 16). Tenéis que abrazar “siempre con particular caridad a los sacerdotes” (Ibíd.). A vosotros, hermanos, os corresponde la noble tarea de mantener la unidad del claro y de los demás agentes pastorales, y exhortarles a no dejarse llevar por situaciones en las que se ponga en peligro su identidad de sacerdotes del Señor. Para esto, conviene fomentar entre ellos la genuina fraternidad sacerdotal que, haciendo más llevadero el quehacer de cada día, ayude al sacerdote a cumplir fielmente sus compromisos con Dios y con la Iglesia.

Esta fraternidad sacerdotal debe llevar también a acoger con sincero afecto a los sacerdotes y religiosos venidos del extranjero, tan abundantes en el Perú, haciendo que se sientan como en casa, animados por el claro y los religiosos locales. Su servicio, ejercido lejos de su patria de origen, es acreedor a toda clase de facilidades para que puedan integrarse plenamente en la vida y en la acción pastoral de la diócesis.

Las comunidades de vida consagrada y apostólica desempeñan también una función de primer orden en la Iglesia local. Alentadlas a que acrecienten su fidelidad al propio carisma, a que estén fraternalmente unidas entre sí, a que permanezcan en la caridad y sirvan a sus hermanos en la fe con el espíritu de Cristo, obrando como la levadura en la masa, sin perder la propia identidad.

10. El Sínodo de los Obispos del año pasado insistió sobre la plena pertenencia de los laicos a la misión de la Iglesia, como exigencia de su bautismo. La conciencia de ser Iglesia debe llevarlos a sentirse plenamente responsables de aquella misión, que consiste en llamar a todos los hombres a la unidad en Cristo y santificar todas las realidades del mundo. Los laicos necesitan y esperan de sus Pastores las orientaciones que les ayuden a desarrollar cristianamente su actividad en el mundo como parte de esa misión universal. Recordadles, por tanto, las enseñanzas sociales de la Iglesia, no como un marco teórico que no incide en la vida, sino como perspectivas que aspiran a ser concretadas con sus actuaciones.

Las asociaciones de apostolado y los movimientos eclesiales (cf. Apostolicam Actuositatem, 18) merecen ser alentados, como manifestaciones de la fuerza del Espíritu que lleva a la comunión en la fe y en la caridad fraterna, y que impulsa a la participación activa en la misión de la Iglesia.

La santidad de vida que siempre debéis fomentar, a partir de los hogares, exige en primer término a los esposos cristianos la santificación de sus deberes familiares. Los que siguen el camino del matrimonio deben saber que Nuestro Señor quiso dignificar la unión conyugal convirtiéndola en el sacramento de su propio amor por la Iglesia. La auténtica felicidad del hogar está basada en el amor que se da y se sacrifica con sencillez y perseverancia. Un amor así es el que debe inspirar las relaciones entre los esposos, entre padres y hijos, entre los hermanos. Este amor sólo puede sustentarse con el alimento de la fe, y ésta es un don de Dios que se nutre en la oración y los sacramentos. Descartar de las relaciones conyugales la apertura a la vida, buscando por medios ilícitos un placer que excluye la fecundidad, significa no conocer este amor.

11. Queridos hermanos obispos: No estamos solos en la tarea de la nueva evangelización. El Señor, al tiempo que enviaba a los Apóstoles a predicar la Buena Nueva, les decía: “Sabed que Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20). 

Dios está con nosotros. Jesús, a la vez que se ha ido, se ha quedado con nosotros en la Eucaristía. Y, “si Dios está por nosotros, ¿quién podrá contra nosotros?” (Rm 8, 31). 

La Eucaristía es signo y fuente de unidad. En ella brilla eminentemente la verdad del amor: del amor de Dios a los hombres, que entregó a su Hijo único para que nosotros, muertos por el pecado, tuviéramos vida, y del amor que debe unirnos a todos los que nos alimentamos del Cuerpo y la Sangre del Señor y estamos vivificados por el mismo Espíritu. Que este sacramento os conforte en vuestro caminar y haga de vosotros, en el Perú de hoy, signos vivientes y eficaces del amor y de la paz del Señor.

Encomiendo también vuestras intenciones pastorales a la Madre de Dios, a la que con gran acierto habéis querido honrar, asociándola con su Divino Hijo, en este Congreso; a Ella pido que sea la guía de vuestros pensamientos y de vuestras obras al servicio de la edificación de la Iglesia. Que así sea.

 

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