A la XXXV asamblea de la Federación de los institutos de actividades educativas

Autor: Juan Pablo II

 

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS PARTICIPANTES EN LA XXXV ASAMBLEA
DE LOS INSTITUTOS DE ACTIVIDADES EDUCATIVAS

Lunes 28 de diciembre de 1981

Queridísimos hermanos y hermanas:

Me siento gozoso de recibiros hoy, dirigentes y representantes de la Federación de los institutos de actividades educativas, reunidos en Roma para la asamblea general anual, en la que os habéis propuesto tratar el tema de "La escuela católica al servicio de la Iglesia local y del territorio".

1. Os manifiesto mi gratitud por esta visita, que indica vuestro respeto filial al Magisterio de la Iglesia, del que reciben inspiración y ayuda vuestras escuelas. Siendo breve el tiempo a nuestra disposición, no pretendo entrar en el mérito específico del tema propuesto a vuestras consideraciones, sino que deseo sencillamente manifestaros el aplauso, la alabanza y el estímulo por el interés que ponéis en la promoción social y espiritual de un sector tan delicado y vital como es el de la escuela. Para ello tomo el punto de partida de la silenciosa y eficacísima lección que en estos santos días del tiempo de Navidad nos llega de la cuna de Belén. Ese Niño que abre las manos al abrazo, que ha venido a salvar a toda la humanidad, es la Sabiduría del Padre revestida de la humilde naturaleza humana. Pero de ese pesebre nos llega una enseñanza y una advertencia para amar y respetar en Aquel que, siendo Dios, se ha hecho pequeño y débil, a todos los niños, muchachos, adolescentes y jóvenes, viendo en ellos la dignidad de su alma inmortal y el reflejo del rostro de Dios.

2. ¡Que inspiración tan grande para vosotros que hacéis de esta vocación la razón de ser de vuestra vida! La escuela católica toma de tan sublime concepción, que le viene del misterio de Navidad, su ideal educativo y su fuerza de acción. Por esto no se desentiende de ninguno de los elementos que concurren a formar la personalidad integral del cristiano. La doble finalidad de vuestro congreso, esto es, la de indicar a la escuela italiana la necesidad de ponerse al servicio de la comunidad eclesial y de la civil, ya de por sí es un signo de la importancia que atribuís a dos dimensiones esenciales en la vida de un hombre. Pero para conseguir plenamente estos fines es necesario constituir una escuela católica que sepa ser, en el seno de las comunidades locales, lugar efectivo de formación integral de la persona mediante la elaboración y la asimilación de la cultura humana en sus diversas formas y expresiones; lugar de formación en la libertad y en la responsabilidad, en el gusto de lo bello y en la creación artística, en la apertura hacia los demás y en la sociabilidad.

Pero la escuela católica no puede limitarse sólo a esto; debe poner a Jesucristo y a su mensaje de salvación como fundamento de la visión de la vida. De este modo, sin renegar de la propia naturaleza de escuela, destinada a la enseñanza de todo lo conocible, persigue este fin con la visión cristiana de la realidad, mediante la cual, la cultura adquiere su puesto privilegiado en la vocación integral del hombre. Ha de ser una escuela que sepa hacer madurar las actitudes ínsitas en cada joven y, a la luz de las varias situaciones familiares, morales y sociales, sepa orientarlo hacia las buenas opciones. Una escuela que ofrezca, límpidamente y sin artificios, los valores que se fundan en el Evangelio y en las enseñanzas perennes de la Iglesia.

3. Para corresponder plenamente a estas exigencias, la escuela católica deberá establecer, en el campo eclesial, relaciones constantes con las diócesis, insertándose en el plan pastoral con la propia aportación. A su vez, los obispos actuarán de modo que los representantes de la escuela católica sean insertados en los diversos consejos diocesanos, para que puedan participar en la elaboración de los planes pastorales. En el campo civil la escuela católica se comprometerá a mantener su presencia como aportación al "pluralismo institucional"; únicamente la presencia de numerosas escuelas podrá permitir a los padres la libre opción escolar para los propios hijos.

Vuestro compromiso debe tender además a hacer que los padres y los profesores laicos participen tanto en la elaboración del proyecto educativo de la escuela, como en la organización y gestión de la misma. Como he dicho en la reciente Exhortación Apostólica "Familiaris consortio": "El Estado y la Iglesia tienen la obligación de dar a las familias todas las ayudas posibles, a fin de que puedan ejercer adecuadamente sus funciones educativas. Por esto, tanto la Iglesia como el Estado deben crear y promover las instituciones y actividades que las familias piden justamente, y la ayuda deberá ser proporcionada a las insuficiencias de las familias. Por tanto, todos aquellos que en la sociedad dirigen las escuelas, no deben olvidar nunca que los padres han sido constituidos por Dios mismo como los primeros y principales educadores de los hijos, y que su derecho es del todo inalienable" (núm. 40).

4. Queridos hermanos y hermanas: Continuad valientemente con vuestro compromiso en este campo, siguiendo las enseñanzas de la Iglesia. No os desalentéis ante las inevitables dificultades de diverso género, entre las que no es la última la de la escasez de personal especializado. Tened siempre conciencia de que entre las profesiones dignas de comprometer la existencia humana, la vuestra tiene un puesto de primer orden, precisamente por la relación que establece con los jóvenes que se modelan en vuestra riqueza científica y, sobre todo, en vuestro comportamiento moral y espiritual. Efectivamente, el maestro, si es fiel a su misión, es un auténtico bienhechor de la humanidad, como lo es un padre. Esto es verdad, sobre todo, para quien hace de la escuela un aprendizaje cristiano; para quien, entre las múltiples finalidades didácticas y pedagógicas, sabe valorar la religiosa y así hacer propias las palabras de San Pablo: "Mediante el Evangelio, yo os he engendrado" (1 Cor 4, 15).

Con estos sentimientos confío vuestra obra a la protección de la Virgen Santísima, Trono de la Sabiduría, y os imparto de todo corazón la bendición apostólica.

 

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