A las Clarisas Capuchinas - 17 de junio, 2007
VISITA PASTORAL
DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI A ASÍS
CON OCASIÓN DEL VIII CENTENARIO
DE LA CONVERSIÓN DE SAN FRANCISCO
ALOCUCIÓN DEL PAPA A LAS CLARISAS CAPUCHINAS
Sala Capitular del Sacro Convento
Domingo 17 de junio de 2007
Queridas hermanas:
Cuando monseñor Sorrentino y yo planeábamos esta visita, dije inmediatamente: "Debo encontrarme con las Capuchinas de Baviera, las Capuchinas alemanas". Para mí forman parte profundamente de Asís y conservo muchos recuerdos gratos de los encuentros que he tenido con ellas en su casa, antes y después del terremoto; para mí una visita a Asís sin un encuentro con las Capuchinas alemanas sería una experiencia incompleta de Asís.
Por eso, me alegra que estemos aquí juntos, casi como si estuviéramos en vuestro convento. Agradezco y me alegra mucho que la Providencia haya querido que, hace siglos, se fundara este convento, que siga viviendo, que de Alemania, y especialmente de Baviera, sigan llegando muchachas jóvenes para recorrer, en comunión con san Francisco, el camino del Señor: un camino de pobreza, castidad, obediencia, y sobre todo un camino de amor a Cristo y a su Iglesia.
Sé que oráis mucho por mí y por toda la Iglesia. Saber que detrás de mí hay muchas personas que oran, muchas queridas religiosas que oran y sostienen mi actividad desde dentro, constituye para mí un consuelo constante. Por eso, siento la necesidad de agradecer su oración.
Este año celebramos la conversión de san Francisco. Sabemos que siempre tenemos necesidad de conversión. Sabemos que toda la vida es una ascensión, a menudo fatigosa pero siempre hermosa, de sucesivas conversiones. Sabemos que, de este modo, día tras día, nos acercamos cada vez más al Señor.
San Francisco nos muestra también que en su vida, desde su primer encuentro profundo con el Crucifijo de San Damián, progresó cada vez más en la comunión con Cristo, hasta llegar a ser uno con él recibiendo los estigmas. Por eso buscamos, por eso luchamos: para escuchar cada vez mejor su voz, para que su voz penetre cada vez más en nuestro corazón, para que modele cada vez más nuestra vida, de forma que lleguemos a ser desde dentro semejantes a él y la Iglesia sea viva en nosotros.
Del mismo modo que María era una Iglesia viva, así vosotras, orando, creyendo, esperando y amando os transformáis en Iglesia viva y de este modo llegáis a ser una sola cosa con el único Señor. Gracias por todo. Agradezco verdaderamente al Señor que hayamos podido encontrarnos.
Tenemos un pequeño regalo —naturalmente, os agradezco las flores—. Hemos traído una imagen de la Virgen, que recordará esta visita, durante la cual nos hemos encontrado.
Creo que puedo escuchar todavía otro canto (en este momento las monjas cantan de nuevo). Gracias. Es un canto que entonábamos a menudo en el seminario de Traunstein y que me recuerda mi juventud, haciéndome sentir una gran alegría por el Señor y por la Madre de Dios, que, ahora como entonces, llevamos en nuestro corazón.
Ahora os imparto mi bendición.
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