A las Clarisas del monasterio de la Inmaculada Concepción

Autor: Benedicto XVI

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LAS CLARISAS DEL MONASTERIO
DE LA INMACULADA CONCEPCIÓN
Albano Lacial
Sábado 15 de septiembre de 2007

Queridas hermanas:

Bienvenidas al palacio apostólico. Me alegra acogeros, os agradezco vuestra visita y os saludo cordialmente a cada una. Se puede decir que vuestra comunidad, que se encuentra en el territorio de las villas pontificias, vive a la sombra de la casa del Papa y, por tanto, es muy estrecho el vínculo espiritual que existe entre vosotras y el Sucesor de Pedro, como lo demuestran los numerosos contactos que, desde vuestra fundación, habéis mantenido con los Papas durante su estancia aquí, en Castelgandolfo.

Lo acaba de recordar vuestra madre abadesa, a la que agradezco de corazón las amables palabras que me ha dirigido en nombre de todas vosotras. Al encontrarme esta mañana con vosotras, renuevo también yo mi sincera gratitud a vuestra comunidad por el apoyo diario de vuestra oración y por vuestra intensa participación espiritual en la misión del Pastor de la Iglesia universal. En el silencio de la clausura y mediante la entrega total y exclusiva de vosotras mismas a Cristo según el carisma franciscano, prestáis a la Iglesia un valioso servicio.

Repasando la historia de vuestro monasterio, he notado que muchos de mis predecesores, al encontrarse con vuestra comunidad, reafirmaron siempre la importancia de vuestro testimonio de contemplativas "contentas con Dios solo". Pienso, en particular, en lo que os dijo el siervo de Dios Pablo VI el 3 de septiembre de 1971, es decir, que ante quienes consideran a las monjas de clausura como marginadas de la realidad y de la experiencia de nuestro tiempo, vuestra existencia tiene el valor de un testimonio singular que toca íntimamente la vida de la Iglesia. "Vosotras —subrayó Pablo VI— representáis muchas cosas que la Iglesia aprecia y que el concilio Vaticano II ha confirmado. Fieles a la Regla, a la vida en común, a la pobreza, sois una semilla y un signo" (L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 12 de septiembre de 1971, p. 2).

Algunos años después, el 14 de agosto de 1979, como prosiguiendo estas reflexiones, el amado Juan Pablo II, celebrando la santa misa en vuestra capilla, quiso encomendar a vuestra oración su persona, la Iglesia y toda la humanidad. "Vosotras no habéis abandonado el mundo —afirmó— para no tener sus preocupaciones (...). Vosotras los lleváis a todos en el corazón y acompañáis a la humanidad en el atormentado escenario de la historia con vuestra oración (...). Por esta presencia vuestra, oculta pero auténtica, en la sociedad y mucho más en la Iglesia, también yo miro con confianza vuestras manos juntas" (L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 26 de agosto de 1979, p. 9).

He aquí, pues, queridas hermanas, lo que el Papa espera de vosotras: que seáis antorchas ardientes de amor, "manos juntas" que velan en oración incesante, desprendidas totalmente del mundo, para sostener el ministerio de aquel a quien Jesús ha llamado a guiar su Iglesia. "Hermanas pobres" que, siguiendo el ejemplo de san Francisco y de santa Clara, observan "el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo, viviendo en obediencia, sin nada propio y en castidad".

No siempre tiene eco en la opinión pública el compromiso silencioso de quienes, como vosotras, tratan de poner en práctica con sencillez y alegría el Evangelio "sine glossa", pero podéis estar seguras de que es verdaderamente extraordinaria la aportación que dais a la obra apostólica y misionera de la Iglesia en el mundo, y Dios seguirá bendiciéndoos con el don de muchas vocaciones, como ha hecho hasta ahora.

Queridas hermanas clarisas, que san Francisco, santa Clara y los numerosos santos y santas de vuestra Orden os ayuden a "perseverar fielmente hasta el final" en vuestra vocación. Que os proteja, de modo especial, la Virgen María, a quien hoy la liturgia nos invita a contemplar al pie de la cruz, asociada íntimamente a la misión de Cristo y copartícipe en la obra de salvación con su dolor de madre. En el Calvario, Jesús nos la dio como madre y nos encomendó a ella como hijos. Que la Virgen de los Dolores os obtenga el don de seguir a su divino Hijo crucificado y aceptar con serenidad las dificultades y las pruebas de la existencia diaria.

Con estos sentimientos, os imparto a todas vosotras una bendición apostólica especial, que de buen grado extiendo a las personas que se encomiendan a vuestras oraciones.

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