A las participantes en el congreso nacional del Centro Italiano Femenino
DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LAS PARTICIPANTES EN EL CONGRESO
DEL CENTRO ITALIANO FEMENINO
Lunes 6 de diciembre de 1982
Queridísimas:
1. Quiero expresaros mi gozosa complacencia por este encuentro con la presidenta, el consejo y las participantes en el congreso nacional; os saludo a todas vosotras aquí presentes y también a todas las asociadas y simpatizantes del Centro Italiano Femenino.
Vuestra Asociación está viviendo estos días un momento particularmente importante de su historia. Al comenzar un nuevo trienio de trabajo, os preguntáis una vez más sobre la situación de la sociedad actual, con referencia especial a la condición femenina.
Vuestro trabajo debe estar orientado por la certeza de que, a la luz de Cristo, se ilumina totalmente el misterio y el ministerio de la feminidad, en la economía de la salvación y en la construcción de una sociedad cada vez más a medida humana.
Los grandes momentos de la historia de la salvación están caracterizados por la presencia de la mujer. El hombre al principio llega a la plenitud de su ser personal, sale de su soledad originaria, cuando Dios le pone ante la mujer. En ese momento descubre el sentido y la vocación originarios de su ser-persona: la vocación al don de sí, que constituye una auténtica comunión personal (cf. Gén 2).
Al principio de la nueva creación, a través del consentimiento de una Mujer, el Verbo entra en nuestra historia y se hace hombre (cf. Lc 1, 38). Hágase en mí según tu palabra, dice María, y el Verbo se hace carne dentro del espacio espiritual y corpóreo que le abre la disponibilidad creyente y amante de una Mujer.
Al final, en el cumplimiento de la historia de la salvación, en el acto de donación que Cristo hace de sí en la cruz, la humanidad, personificada por el discípulo al que amaba Jesús, es confiada a la Mujer (cf. Jn 19, 27). Por tanto, cuando nace el Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, el don del Espíritu es acogido por una comunidad, en la que está presente María (cf. Act 1, 14). Y también las últimas palabras de la historia serán una invocación femenina, la de la Esposa que pide a su Esposo que no demore ulteriormente su presencia definitiva (cf. Ap 22, 17), a fin de que la humanidad sea salvada para siempre y del todo.
Queridísimas hermanas: Debéis profundizar en el significado de esta permanente presencia femenina en la historia de la salvación, para que toda la verdad de vuestro ser mujer se revele a vuestro corazón y a vuestra mente. La innegable y nunca suficientemente afirmada igualdad de dignidad del hombre y de la mujer, se comprendería mal, si llevase consigo un oscurecimiento de la originalidad propia del misterio de la feminidad, de la presencia de la mujer en la Iglesia y en el mundo. La gloria de Dios, su irradiación en la creación de la persona humana, se oscurecería desde el momento en que el hombre varón y mujer es creado a su imagen (cf. Gén 1, 26 s.). La creación se hace espiritualmente más pobre cuando la mujer renuncia al misterio, a la riqueza que son propios de la feminidad. Toda propuesta de promoción de la mujer debe ser críticamente cribada a la luz del sentido sobrenatural de la fe, que nos ha dado el Espíritu que habita en nosotros.
2. La presencia femenina, de la que he hablado, muestra una característica constante: es fuente de vida, es creadora de comunión, porque es inspiradora de donación.
La mujer está llamada a vivir esta misión suya en todas partes. Sin embargo, hay algunos ámbitos hoy en los cuales es más urgente esta presencia suya peculiar.
Cuando la mujer está llamada al matrimonio y a la familia, tiene en ésta la responsabilidad de convertirse en el centro de la comunión en el amor: de ser la que custodia la verdad originaria del amor. Más en concreto, el bien y la verdad del amor conyugal sólo pueden ser custodiados y promovidos por las exigencias éticas grabadas en él.
En la familia nace y se forma la persona humana. Por esto la legalización del aborto constituye la destrucción de los fundamentos mismos de la comunidad familiar. Vuestra Asociación debe distinguirse por un compromiso coherente y riguroso de defensa de la vida humana concebida. La primera razón es que se trata de defender a un inocente, pero también de defender la dignidad misma de la mujer, no reconocida en una dimensión esencial de su persona. Vuestro compromiso debe, luego, convertirse en esfuerzo para servir a la vida de toda persona humana, especialmente de las más débiles, de las más pobres, de las más indefensas. El corazón de la mujer debe saberse abrir a un espacio de caridad sin límites.
Pero la mujer está llamada hoy a una presencia más amplia e incisiva en la sociedad civil. Es importante que allí permanezca como mujer, con la aportación de los valores propios de su feminidad y sin desvirtuar los deberes propios de su vocación conyugal y familiar, en una armonía que debéis encontrar cada una de vosotras, a la luz y con respeto de la objetiva jerarquía de los valores en cuestión.
La Iglesia que como enseña el Vaticano II tiene en una mujer, en María, su arquetipo (cf. Lumen Gentium, 53. 63-65), tiene necesidad de vosotras, de la fidelidad de vuestra vocación de mujeres, de los valores encerrados en el misterio de la feminidad. Que vuestra Asociación ayude a cada mujer a realizar toda la verdad de la propia feminidad, para bien de la Iglesia y de la sociedad civil.
Con estos deseos invoco la asistencia del Señor sobre los trabajos del congreso y sobre vuestras actividades, mientras, como confirmación de mi benevolencia, os imparto de corazón la bendición apostólica.
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