A los miembros de la Compañía de Jesús
DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS MIEMBROS DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS
AL FINAL DE LA MISA CELEBRADA EN LA BASÍLICA DE SAN PEDRO
Sábado 22 de abril de 2006
Queridos padres y hermanos de la Compañía de Jesús:
Con gran alegría me reúno con vosotros en esta histórica basílica de San Pedro, después de la santa misa celebrada para vosotros por el cardenal Angelo Sodano, mi secretario de Estado, con ocasión de varias celebraciones jubilares de la familia ignaciana. A todos os dirijo mi cordial saludo.
En primer lugar, saludo al prepósito general, padre Peter-Hans Kolvenbach, y le agradezco las amables palabras con las que me ha manifestado vuestros sentimientos comunes. Saludo a los señores cardenales, a los obispos, a los sacerdotes y a todos los que han querido participar en esta celebración.
Juntamente con los padres y los hermanos, saludo también a los amigos de la Compañía de Jesús aquí presentes, y entre ellos a los numerosos religiosos y religiosas, a los miembros de las Comunidades de vida cristiana y del Apostolado de la oración, a los alumnos y ex alumnos con sus familias de Roma, de Italia y de Stonyhurst, en Inglaterra, a los profesores y a los alumnos de las instituciones académicas, y a los numerosos colaboradores y colaboradoras.
Vuestra visita me brinda la oportunidad de dar gracias, junto con vosotros, al Señor por haber concedido a vuestra Compañía el don de hombres de extraordinaria santidad y de excepcional celo apostólico, como son san Ignacio de Loyola, san Francisco Javier y el beato Pedro Fabro. Son para vosotros padres y fundadores: por eso, conviene que en este centenario los recordéis con gratitud y los contempléis como guías sabios y seguros de vuestro camino espiritual y de vuestra actividad apostólica.
San Ignacio de Loyola fue, ante todo, un hombre de Dios, que en su vida puso en primer lugar a Dios, su mayor gloria y su mayor servicio; fue un hombre de profunda oración, que tenía su centro y su cumbre en la celebración eucarística diaria. De este modo, legó a sus seguidores una herencia espiritual valiosa, que no debe perderse u olvidarse. Precisamente por ser un hombre de Dios, san Ignacio fue un fiel servidor de la Iglesia, en la que vio y veneró a la esposa del Señor y la madre de los cristianos. Y del deseo de servir a la Iglesia de la manera más útil y eficaz nació el voto de especial obediencia al Papa, que él mismo definió como "nuestro principio y principal fundamento" (MI, Serie III, I, p.162).
Que este carácter eclesial, tan específico de la Compañía de Jesús, siga estando presente en vuestras personas y en vuestra actividad apostólica, queridos jesuitas, para que podáis responder con fidelidad a las urgentes necesidades actuales de la Iglesia. Entre estas me parece importante señalar el compromiso cultural en los campos de la teología y la filosofía, ámbitos tradicionales de presencia apostólica de la Compañía de Jesús, así como el diálogo con la cultura moderna, la cual, si por una parte se enorgullece de sus admirables progresos en el campo científico, por otra sigue fuertemente marcada por el cientificismo positivista y materialista.
Ciertamente, el esfuerzo por promover en cordial colaboración con las demás realidades eclesiales una cultura inspirada en los valores del Evangelio requiere una intensa preparación espiritual y cultural. Precisamente por eso, san Ignacio quiso que los jóvenes jesuitas se formaran durante largos años en la vida espiritual y en los estudios. Conviene que esta tradición se mantenga y se refuerce, teniendo en cuenta también la creciente complejidad y amplitud de la cultura moderna.
Otra gran preocupación suya fue la educación cristiana y la formación cultural de los jóvenes: de ahí el impulso que dio a la institución de los "colegios", los cuales, después de su muerte, se difundieron por Europa y por todo el mundo. Continuad, queridos jesuitas, este importante apostolado, manteniendo inalterado el espíritu de vuestro fundador.
Al hablar de san Ignacio, no puedo por menos de recordar a san Francisco Javier, de cuyo nacimiento el pasado 7 de abril se celebró el quinto centenario: no sólo su historia se entrelazó durante largos años en París y Roma, sino también un único deseo —se podría decir una única pasión— los impulsó y sostuvo en sus vicisitudes humanas, por lo demás diferentes: la pasión de dar a Dios trino una gloria cada vez mayor y de trabajar por el anuncio del Evangelio de Cristo a los pueblos que no lo conocían.
San Francisco Javier, a quien mi predecesor Pío XI, de venerada memoria, proclamó "patrono de las misiones católicas", comprendió que su misión consistía en "abrir caminos nuevos" al Evangelio "en el inmenso continente asiático". Su apostolado en Oriente duró sólo diez años, pero su fecundidad ha resultado admirable en los cuatro siglos y medio de vida de la Compañía de Jesús, puesto que su ejemplo ha suscitado entre los jóvenes jesuitas muchísimas vocaciones misioneras, y sigue siendo siempre una llamada a continuar la acción misionera en los grandes países del continente asiático.
Si san Francisco Javier trabajó en los países de Oriente, su hermano y amigo desde los años de estudios en París, el beato Pedro Fabro, saboyano, que nació el 13 de abril de 1506, desarrolló su actividad en los países europeos, donde los fieles cristianos aspiraban a una auténtica reforma de la Iglesia. Hombre modesto, sensible, de profunda vida interior y dotado del don de entablar relaciones de amistad con personas de todo tipo, atrayendo de este modo a muchos jóvenes a la Compañía, el beato Fabro pasó su breve existencia en varios países de Europa, especialmente en Alemania, donde, por orden de Pablo III, participó en las dietas de Worms, Ratisbona y Espira, en las conversaciones con los jefes de la Reforma. Así cumplió de manera excepcional el voto de especial obediencia al Papa "sobre las misiones", convirtiéndose para todos los jesuitas del futuro en un modelo digno de imitar.
Queridos padres y hermanos de la Compañía, hoy contempláis con particular devoción a la santísima Virgen María, recordando que el 22 de abril de 1541 san Ignacio y sus primeros compañeros emitieron los votos solemnes ante la imagen de María en la basílica de San Pablo extramuros. Que María siga velando sobre la Compañía de Jesús, para que cada uno de sus miembros lleve en sí mismo la "imagen" de Cristo crucificado, participando así en su resurrección.
Para ello, aseguro un recuerdo en la oración, a la vez que imparto de buen grado a cada uno de vosotros, aquí presentes, y a toda vuestra familia espiritual, mi bendición, que extiendo también a todas las demás personas religiosas y consagradas que han participado en esta audiencia.
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