A los obispos chilenos en visita ad limina

Autor: Juan Pablo II

 

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II 
AL SEGUNDO GRUPO DE OBISPOS DE CHILE
EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»

Jueves 8 de noviembre de 1984

 

Queridos Hermanos en el episcopado:

1. Al recibiros hoy con ocasión de vuestra visita “ad limina Apostolorum”, os saludo fraternalmente, amados Pastores de la Iglesia de Dios en Chile. Conozco vuestro celo y entrega eclesial que me hacen dar gracias al Señor, a la vez que os doy la más cordial bienvenida a este encuentro.

En vosotros deseo saludar también a todos los fieles de vuestras diócesis o Vicariatos, ya que esta visita es la expresión de una intensa comunión de vuestras comunidades cristianas con la Sede de Pedro. En este clima de intercambio de informaciones y vivencias quiero responder con el afecto cordial que nace de la “solicitud por todas las Iglesias” (2 Cor. 11, 28).

Recientemente he tenido ya oportunidad de proponer al primer grupo de Obispos chilenos algunos temas pastorales que creía de particular importancia y actualidad.

Deseo que consideréis esas palabras como dirigidas igualmente a vosotros, así como espero que las que ahora os dirijo sean consideradas por vuestros Hermanos Obispos como orientaciones valederas también para ellos. En uno y otro caso mi pensamiento va también, en lo que a ellos se refiere, hacia los sacerdotes, diáconos y agentes de la pastoral.

2. En este momento de comunión con la Iglesia de Roma, “con la que necesariamente debe concordar toda Iglesia” (S. Ireneo, Adversus Haereses, 3, 3, 2: PG 7, 848), quiero haceros algunas reflexiones sobre el ministerio de la Palabra que os ha sido confiado a través de la ordenación episcopal (Lumen gentium, 21) y que es uno de los oficios principales de los Obispos (Ibid. 25; Christus Dominus, 12).

Hoy día, frente al humanismo autosuficiente que con frecuencia prescinde de Dios; frente a quien olvida la condición peregrinante del hombre sobre la tierra; frente a doctrinas o conductas personales y sociales incompatibles con la moral del Evangelio, es necesario que los fieles encuentren en sus Pastores ante todo la luz de la fe y de la enseñanza, que tienen derecho a recibir con abundancia y en toda su pureza (Lumen gentium, 37).

Vosotros, en virtud del oficio episcopal, sois testigos auténticos del Evangelio y maestros no de ciencias humanas —por muy respetables que sean— sino de la Verdad contenida en la Revelación, de la que se nutre y debe siempre nutrirse vuestro magisterio.

Para poder hacer frente a los desafíos del presente, es necesario que la Iglesia aparezca, a todo nivel, como “columna y fundamento de la verdad” (1 Tim. 3, 15).

El servicio de la Verdad, que es Cristo, es nuestra tarea prioritaria. Esta Verdad es revelada. No nace de la simple experiencia humana. Es Dios mismo, que en Jesucristo, por medio del Espíritu Santo, se da a conocer al hombre. Por ello ese servicio a la Verdad revelada debe nacer del estudio y de la contemplación, y ha de acrecentarse mediante la exploración continua de ella. Nuestra firmeza vendrá de ese sólido fundamento, ya que la Iglesia hoy, a pesar de todas las dificultades del ambiente, no puede hablar de manera diversa a como Cristo habló.

Por ello la Iglesia, y ante todo sus Pastores, habrán de encontrarse unidos en torno a la Verdad Absoluta que es Dios, y anunciarla en toda su integridad y pureza.

El Título I del Libro III del nuevo Código de Derecho Canónico trata “Del ministerio de la palabra divina” en los dos capítulos que se ocupan “De la predicación de la palabra de Dios” y “De la formación catequética”. Os encomiendo con encarecimiento que hagáis cuanto esté a vuestro alcance para que mediante la predicación y la catequesis podamos ofrecer al Verbo de Dios, Palabra única del Padre, el homenaje de nuestras palabras, al servicio puro y sincero de las suyas, las únicas que son palabras de vida eterna (Jn. 6, 68).

3. La vida de fe y el obsequio a la verdad revelada se manifiestan sobre todo en la participación en la vida litúrgica y sacramental que conduzca a una vida integra de obras buenas. Los hombres tienen sed del Dios vivo y verdadero, del contacto personal y comunitario con El.

Las fuentes pascuales de la gracia que enriquecen y dinamizan la vida cristiana, dándole toda su belleza y vigor, son ante todo la Eucaristía y la Penitencia. ¿Cómo sería posible desarrollar la vida cristiana y la misión del hombre en el mundo sin la gracia de Cristo que fluye de estos sacramentos?

El Concilio Vaticano II ha expresado con énfasis difícilmente superable el papel central de la celebración de la sagrada liturgia en la vida de la Iglesia: “. . . La liturgia es la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza . . . De la liturgia, sobre todo de la Eucaristía, mana hacia nosotros la gracia como de su fuente y se obtiene con la máxima eficacia aquella santificación de los hombres en Cristo y aquella glorificación de Dios a la cual las demás obras de la Iglesia tienden como a su fin” (Sacrosanctum Concilium, 10).

Este énfasis no excluye otras acciones de la Iglesia (Ibid. 9 y 11), pero indica con mucha claridad la estructura íntima del quehacer eclesial. La debida atención a esta estructura es garantía de una correcta orientación pastoral, que se pone de relieve en la armonía y equilibrio que deben ser características de la vida cristiana y católica. Todo esto hace evidente la importancia capital de la celebración adecuada de la liturgia de la Iglesia, y la necesidad de hacer cuanto sea posible para que la participación de los fieles en ella sea activa, no sólo exterior sino interiormente.

Por otra parte, el servicio de la Palabra, la Eucaristía y la Penitencia deben volver a ser el centro dinámico de la vida comunitaria de la Iglesia, que ahí encuentra su misión propia a semejanza de Cristo Buen Pastor.

Os invito, pues, a recordar a vuestros sacerdotes que no descuiden nunca el servicio pastoral de los Sacramentos. La Iglesia los quiere testigos ante todo de la trascendencia de Cristo y misioneros incansables de su salvación. Los quiere ejemplo vivo y distribuidores de los misterios de Cristo Redentor.

Sé que para preparar a vuestros fieles a una digna recepción de los Sacramentos habéis publicado un “Directorio de Pastoral Sacramental”, vigente “ad experimentum” en Chile y que, en el tiempo que falta para su aprobación definitiva, podrá enriquecerse todavía.

En este campo deberá guardarse el debido equilibrio entre el derecho que tienen los fieles de recibir los Sacramentos (Lumen gentium, 37; Codex Iuris Canonici, can. 213 y 843, § 1) y el deber que tienen de prepararse debidamente a recibirlos (Ibid. c. 843, § 2). Deber en el que cabe a los Pastores una tarea de apoyo y de discernimiento.

4. La educación cristiana de los jóvenes es un tema que me preocupa especialmente, ya que tiene para la Iglesia una gran importancia.

Esta exigencia coloca a la Iglesia ante la responsabilidad de una seria obra evangelizadora “la cual comprende también la enseñanza religiosa en la escuela, incluso en la pública, y sobre todo en la escuela católica, como lugar de educación cristiana y de formación integral del niño y del joven bajo el signo de la fe y de una visión del hombre y del mundo en la que se inspira” (Ioannis Pauli PP. II, Allocutio ad Patres Cardinales Romanaeque Curiae Praelatos, 4, die 28 iun. 1984: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, VII, 1 (1984) 1954 s.).

Sé que en vuestras diócesis se va incrementando el esfuerzo para organizar e intensificar la enseñanza religiosa en las escuelas, incluidas las públicas, gracias a las nuevas posibilidades, aseguradas muy oportunamente por la reciente legislación estatal, que ha extendido la enseñanza religiosa a todas las escuelas, comprendidas las Medias y Superiores.

Por ello quisiera estimularos en esta misión típicamente eclesial, ya que es necesario y urgente que nos pongamos decididamente “en estado de evangelización y catequesis”. Lo cual implica que la educación religiosa en las escuelas se coloque orgánicamente dentro de los proyectos pastorales de las diócesis, como una de las tareas absolutamente prioritarias.

No será inoportuno recordaros que ponerse “en estado de evangelización y catequesis” conlleva esfuerzos notables, como la búsqueda y preparación esmeralda de los profesores de religión, el atento estudio de los programas de formación, la preocupación para multiplicar los catequistas laicos, la creación de centros catequísticos de estudio y de departamentos diocesanos de animación, los servicios de producción y difusión de material catequístico y subsidios didácticos, el examen de programas de estudio y de metodologías aplicados a los diferentes ambientes.

Es evidente que en el amplio campo de la evangelización y de la catequesis la escuela católica constituye un lugar privilegiado de educación cristiana. En ella, más allá de los perfeccionamientos académicos se busca la formación integral de la persona, tratando de plasmarla a la luz de unos principios humanísticos que tienen su fundamento en Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre.

Para alcanzar ese objetivo, la escuela católica se organiza en comunidad educativa y establece su proyecto educativo, en el cual expresa qué tipo de hombre quiere formar. Los educadores, por su parte, respetuosos de la conciencia del alumno y de los padres, actúan en ella como “testigos de la fe” y expertos, por vocación eclesial, en el diálogo de purificación y transformación de las culturas.

En este sentido tengo que agradeceros profundamente los esfuerzos que habéis hecho en Chile para mejorar y potenciar la escuela católica. Estad seguros de que con ello prestáis un valioso servicio a la Iglesia y a la recta conformación de la sociedad.

En efecto, ésta tiene necesidad absoluta de la aportación de los jóvenes y de los laicos cristianos en general, a quienes corresponde como tarea propia la ordenación de la sociedad según el plan de Dios. Por ello, dad al laicado católico chileno una sólida formación moral, a fin de que pueda hacer sentir en la realidad temporal concreta la presencia responsable de la Iglesia en la promoción de la verdad, de la justicia, de los derechos de las personas.

5. Aunque ya hablé al precedente grupo de Obispos chilenos acerca de la promoción de las vocaciones, quisiera hoy agregar una palabra sobre un tema que me es muy querido: los seminarios y la formación de los sacerdotes.

Si por un lado no debemos ahorrar esfuerzo alguno para aumentar el número de los candidatos al sacerdocio, por otro lado se necesita que los alumnos del seminario se preparen debidamente para el sagrado ministerio en campo espiritual, doctrinal, pastoral, científico y humano. Lo cual requiere gran cuidado y atención por parte vuestra y de los formadores.

Con esta ayuda y la de las normas emanadas de la Santa Sede y de la Conferencia Episcopal, quiera Dios que los seminaristas encuentren un camino seguro para prepararse a la vida sacerdotal de mañana.

Antes de concluir, permitidme que por medio vuestro envíe un cordialísimo saludo a todos los seminaristas de Chile, reunidos en los diversos seminarios, entre ellos los de Concepción y de San José de la Mariquina, cuyos Pastores están aquí presentes.

6. Hemos analizado juntos, queridos Hermanos en el episcopado, algunas tareas prioritarias del trabajo pastoral. Sé que el camino que se os presenta no es fácil, pero la Iglesia en Chile es rica en valiosas fuerzas vivas de sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos llenos de fe.

Con su ayuda celosa y abnegada, con el aliento del Papa que sigue y comprende vuestras dificultades, seguid adelante con ardor. Cristo es ante todo la fuente de la fuerza y de la fidelidad de la Iglesia. Ella está sostenida por la gracia del Espíritu Santo, que “es Señor y da la vida”.

Quisiera finalmente manifestaros mi solicitud ante las acrecentadas tensiones y dificultades de estos últimos días, que causan malestar, sufrimientos y lutos en el País. Cuento con vuestro empeño y vuestra entrega a fin de que, como Pastores de toda la grey a vosotros confiada, cada vez se abra más camino, en los corazones de cada ciudadano y en toda la comunidad nacional, un propósito generoso y eficaz de reconciliación, don precioso del Señor, y fruto también de la buena voluntad y del esfuerzo de los hombres responsables. Es la única vía para crear y favorecer un clima de serenidad y de paz, que comportará como consecuencia benéfica un mejoramiento también de las condiciones generales de vuestro País. Así podrá asegurarse un futuro de prosperidad con la colaboración y en provecho de todos.

Dando, en particular, una mirada a la comunidad eclesial, la exhorto a seguir trabajando para que, cada vez más unida en torno a sus Pastores y al Romano Pontífice, intensifique cada día más la comunión de los ánimos.

Ya en los orígenes de la Iglesia, San Pablo sentía la imperiosa necesidad pastoral de escribir a los Corintios: “Tened un mismo sentir, vivid en paz, y el Dios de la caridad y de la paz será con vosotros” (2 Cor 13, 11).

Así se realizará la oración apremiante de Cristo: “Que todos sean uno... para que... el mundo crea” (Jn 17, 21).

Animados, pues, por la virtud de la esperanza, proseguid serenos vuestra tarea eclesial y esforzaos para que, superadas las divisiones y enfrentamientos, sepan todos colaborar sinceramente en la construcción del bien común, de la paz social, de la justicia, del respeto de la vida y de los derechos de cada uno.

A vosotros, queridos Hermanos, vaya la seguridad de mi confianza, de mi afecto y oración asidua al Señor por vosotros, vuestras diócesis, vuestra Patria y los fieles que Dios os ha encomendado, a la vez que a todos imparto mi cordial Bendición. 

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