A los Obispos de El Salvador en visita ad limina Apostolorum, 24 de febrero de 1984

Autor: Juan Pablo II

 

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS DE EL SALVADOR
EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»

Viernes 24 de febrero de 1984

Queridos Hermanos en el Episcopado:

1. Al recibiros conjuntamente al final de vuestra visita “ad limina Apostolorum” quiero acogeros con afecto del todo particular, porque sois los Pastores de una grey que desde hace años está sufriendo de manera tan intensa y dramática. ¡Cómo quisiera, por ello, que fueran una realidad inmediata las palabras de saludo que tomo de San Pablo, con las que os deseo “la gracia, la misericordia y la paz de parte de Dios Padre y de Cristo Jesús, nuestro Salvador” (2 Tim 1, 2)!

Vuestra presencia me trae el gratísimo recuerdo de mi visita pastoral a vuestra patria —hace poco menos de un año—, de la calurosa acogida del pueblo salvadoreño y del fervor con que —a pesar de la situación excepcional que vivía— participó en la Eucaristía celebrada por la reconciliación y la paz en el Metro Centro de San Salvador. Quise —como os dije en tal ocasión— anunciaros el designio de Dios que “no revela la dialéctica del enfrentamiento, sino la del amor que todo lo hace nuevo”, llamando a todos a ser artesanos de la paz y de una reconciliación “capaz de hermanar a cuantos hoy están separados por muros políticos, sociales, económicos e ideológicos” (Homilía en «Metro Centro»6 de marzo de 1983). 

Por desgracia, no han cesado en los últimos meses los motivos de preocupación. A pesar de los esfuerzos realizados, continúan las muertes, los atentados, los desplazamientos de millares de salvadoreños en busca de un remanso de paz, donde poder trabajar honestamente y ofrecer a sus familias un futuro mejor.

Sigo con inmensa pena los dolorosos acontecimientos de vuestra patria y pido al Señor que, con la concordia entre todos los salvadoreños, llegue pronto el día en que cese la violencia, cese el derramamiento de sangre y se logre una paz estable y duradera, fruto de una improrrogable justicia, que permita emprender las inmensas tareas de reconstrucción y desarrollo que vuestro pueblo está pidiendo con todo derecho y con la voz de la angustia.

En medio de una situación dramática, que tantos sufrimientos y lágrimas está costando a un pueblo digno y bueno, me conforta lo que vosotros mismos me habéis dicho: que la reflexión sobre la paz y reconciliación que hicimos juntos el año pasado, unida a vuestro renovado empeño pastoral y el de vuestros sacerdotes y colaboradores, así como a la maduración que en muchas personas produce el sufrimiento, está suscitando nuevas energías morales y un más profundo recurso a la fe. Todo lo cual va conduciendo a un lento pero apreciable renacimiento espiritual.

Me alegra tal testimonio y pido a Dios que este proceso fructifique cada vez más abundantemente en todas las esferas de la vida social, en bien del querido pueblo salvadoreño.

También me alegra saber que la obra de paz y reconciliación que vosotros Pastores, secundados por los otros agentes de la pastoral y organismos eclesiales, estáis promoviendo, es una segura esperanza, quizá la más consistente, en el camino hacia la mejoría de la situación por la que atraviesa vuestro País. Quiero animaros a continuar esa obra con renovada ilusión, teniendo bien presente que dicha labor será tanto más eficaz cuanto mayor sea la unidad entre vosotros mismos y entre las diversas fuerzas eclesiales. De modo especial os aliento en esa tarea durante este Año Santo de la Redención, tratando de mantener a la vez un diálogo constructor con todas las fuerzas sociales.

2. Y ahora permitidme que llame vuestra atención sobre algunos temas cruciales, que tocan muy de cerca vuestra realidad social y las necesidades de vuestras comunidades eclesiales. Quiero referirme ante todo al tema de la familia, que he puesto en el centro de mis preocupaciones pastorales con la celebración del Sínodo de los Obispos de 1980 y con la Exhortación Apostólica “Familiaris Consortio”, así como con otras intervenciones e iniciativas.

La promoción de la familia, la salvaguardia de sus valores, la armonía entre los cónyuges y la serena presencia de los hijos, constituyen la base de una convivencia enriquecedora, que a su vez repercute en una conducta social ordenada e influye positivamente en toda la vida de la comunidad (cf. Gaudium et Spes, 4.7). Por el contrario, la inestabilidad familiar, con toda la secuela de consecuencias morales y sociales, favorece la disgregación, las tensiones generacionales, la insatisfacción y la rebeldía, que engendran a su vez comportamientos violentos e injustos.

En la gran tarea de reconciliación y pacificación de la nación no se puede olvidar esa célula fundamental de la sociedad que es la familia (cf. Ibid. 52). Con la predicación de la doctrina católica sobre el matrimonio; con la pastoral familiar, que busca la buena preparación de los jóvenes al matrimonio, que favorece la educación de los hijos y crea puentes entre las familias para una ayuda mutua espiritual y material, la Iglesia construye y promociona también la sociedad; especialmente en los países donde las leyes civiles no salvaguardan y reconocen elementos esenciales del orden natural, que corresponde al proyecto del Creador acerca de la familia y del matrimonio.

3. Las comunidades eclesiales, los movimientos apostólicos, especialmente los de carácter familiar, pueden ofrecer una amplia colaboración en la actividad de la Iglesia (Familiaris Consortio, 40.45.75), de manera que sean los mismos laicos los que se conviertan en evangelizadores y promotores de un servicio a la familia en vastos campos de la pastoral del matrimonio: la preparación humana, ética y espiritual al sacramento del matrimonio; la ayuda personal a las parejas que están en dificultad, para que puedan superar las normales crisis de crecimiento; la preocupación por acercar a la vida de la Iglesia a aquellos que viven de manera irregular y que hay que conducir al matrimonio canónico; la ayuda en la educación de los hijos; la adopción de niños que han quedado sin padres; la promoción de una auténtica y gozosa espiritualidad familiar, que tanto influye para que la misma Iglesia adquiera la dimensión de lo que es a los ojos de Dios: la familia del Señor.

4. Desde esta perspectiva, eminentemente positiva, se podrán aliviar indirectamente los graves problemas que hoy atraviesan muchas familias en El Salvador, a causa de los recientes acontecimientos; especialmente los de aquellos que han perdido alguno de sus miembros, que han quedado divididas, desplazadas, desmoralizadas, sin casa, sin trabajo ni recursos, a veces sin esperanza en un futuro mejor.

En el diálogo constructivo que los mismos matrimonios sean capaces de entablar, con la guía de la enseñanza de la Iglesia y el respaldo de la propia conducta positiva, se podrán abordar esos temas delicados e insoslayables de la educación a la castidad matrimonial, de la integración afectiva de los cónyuges, del encuentro espiritual de las personas, de la oración comunitaria en familia, que son la base de una conducta moral cristiana; y que hacen del matrimonio y de la familia un camino de santidad, accesible a todos los que viven con fidelidad su propia vocación en la Iglesia.

Del ejemplo positivo de las familias cristianas cabe esperar un auténtico movimiento de renovación humana y espiritual que pueda afectar a todo el pueblo de El Salvador; especialmente a los jóvenes y a los niños, crecidos en las difíciles circunstancias de los últimos años, y que son la esperanza de la Iglesia y de la patria salvadoreña para un futuro mejor.

5. Pensando ante todo en los jóvenes y niños, no puedo menos de referirme a otro importante tema de la pastoral de la Iglesia, que afecta también a los adultos: la catequesis.

Sé que vuestras comunidades cuentan con un creciente número de catequistas, entre los que cabe recordar a muchos jóvenes, ilusionados en ser evangelizadores de sus mismos compañeros y compañeras. Son muchos los que en vuestro país han encontrado a Jesús a través de la catequesis bíblica y de los movimientos de espiritualidad, y ahora quieren poner sus energías al servicio del Evangelio. Esos catequistas pueden ser - y son de hecho - preciosos colaboradores, capaces de acercarse a las personas de toda clase y condición, a jóvenes y adultos, a los que trabajan y a los que estudian.

La tarea de preparar catequistas que posean la doctrina auténtica del Evangelio y sepan transmitirla, ha de ser un objetivo prioritario en los planes orgánicos de una pastoral que mira al futuro y que busca llevar a todos el mensaje de Jesús, el Redentor del hombre (cf. Catechesi Tradendae, 62ss.). Esta tarea es además urgente en vuestras diócesis, por la peligrosa infiltración de ciertos grupos de muy dudosa inspiración religiosa, que tratan de arrancar del seno de la Iglesia católica a muchos de sus hijos, sobre todo si su fe carece de sólidos cimientos doctrinales.

De esta vitalidad de la catequesis, el Papa espera que la vida de la Iglesia en El Salvador y la conducta de todos los cristianos estén impregnadas de esos sentimientos evangélicos de perdón, de ayuda mutua, de amor constructivo, de solidaridad, que forman el núcleo esencial del Evangelio de Jesucristo.

6. No puedo terminar estas reflexiones sin poner de relieve una realidad que me llena de gozo: el esperanzador aumento de vocaciones al sacerdocio y a la vida religiosa.

Toda gracia del Señor lleva consigo una responsabilidad. En este caso la gracia de la vocación, la llamada de Jesús a seguirle y a servir la causa del Evangelio, requiere de todos aquellos que han dado el paso generoso para prepararse al sacerdocio, una fidelidad absoluta a las exigencias de esta vocación y un empeño por adquirir la formación doctrinal, espiritual y humana que la Iglesia pide y el pueblo fiel espera.

Pero esta gracia exige también una vigilante atención en la selección de los formadores, en la calidad de los profesores del Seminario, con la mirada puesta en esa especialización científica, espiritual y pastoral que se requiere para que la formación de los futuros ministros sagrados esté a la altura de las necesidades actuales.

Todo esfuerzo en este campo será insuficiente; y la colaboración eclesial que pueda ofrecerse por parte de todos los miembros de la Iglesia, se traducirá en frutos duraderos para la comunidad cristiana.

7. Mis queridos Hermanos en el episcopado: Antes de concluir, permitidme que os haga un encargo; el de llevar a cada miembro de vuestras diócesis el saludo, el recuerdo cordialísimo y lleno de afecto del Papa hacia todos los salvadoreños. Asegurad a vuestros fieles que no les olvido a ellos ni a vuestro País, que sigo con mi solicitud y oración los acontecimientos de vuestra nación y pido al Señor, el Salvador del mundo, que en este Año Santo de la Redención puedan finalmente acabar los horrores de la guerra, las lágrimas de las familias, los sufrimientos inocentes, la tragedia de las divisiones, la angustia de tantos niños, y se consoliden en vuestra tierra la justicia y la paz, caminos de esperanza.

Es también mi oración a la Virgen María, la Madre del Salvador y Reina de la Paz, por cada uno de los hijos de vuestra nación. Para todos, en el nombre del Señor, vaya mi afectuosa y cordial Bendición Apostólica.

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