A los sacerdotes de Roma
ALOCUCIÓN DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS SACERDOTES DE ROMA
Jueves 5 de marzo de 1981
Venerados hermanos:
1. Al tomar la palabra después de las varias intervenciones que se han sucedido en esta aula y que he escuchado con gran interés, expreso, ante todo, mi alegría por este encuentro, en el que me es dado acoger a los sacerdotes de mi diócesis en sus diversos órdenes y grados. ¿Cómo no alegrarme, viendo cerca de mí, junto con el querido y celoso cardenal Vicario, con monseñor vicegerente y con los obispos auxiliares, una falange tan selecta de Pastores que contribuyen responsablemente a aliviar con su trabajo el "pondus diei et aestus" de la fatiga apostólica que me ha confiado Dios en esta querida ciudad de Roma, a la cual se mira desde todas las partes del mundo como a la comunidad "digna Deo, digna decore, digna quae beata praedicetur", porque "universo caritatis coetui praesidens" (Ignacio, Ep. ad Romanos, Inscrip.)?
Se trata de un momento feliz de intimidad espiritual, que trae a la mente la primitiva comunidad cristiana, a la que el libro de los Hechos describe como "un corazón y un alma sola" (Hch 4 32). ¡El Señor está con nosotros! Nos lo asegura la promesa que Él ha hecho en el Evangelio a cuantos se hallan reunidos en su nombre (cf. Mt 18, 20). Me agrada sentir en Él esta mañana aquí presentes, estrechados por el vínculo común de una caridad viva y ardiente, también a los sacerdotes a quienes los compromisos del ministerio han retenido en otras partes. Quiero abrazar, dar las gracias y bendecir a todos.
2. El tema que centra nuestra atención reviste una importancia fundamental en el conjunto de las actividades apostólicas, en las que se articula el plan pastoral de la diócesis: la formación religiosa de la juventud en la escuela es tarea delicada en sí misma, que las circunstancias actuales, tanto dentro de las estructuras escolares como incluso en el ámbito más amplio de la mentalidad y del ambiente social, hacen singularmente ardua y, a veces, incluso dura e ingrata. Deseo aprovechar esta oportunidad para testimoniar, ante todo, mi aprecio y estima a cuantos gastan sus energías en este servicio altamente meritorio: les dirijo con afecto una palabra especial de complacencia y exhortación, que quisiera fuese acogida como consuelo y apoyo en las dificultades del esfuerzo cotidiano.
Pienso, en primer lugar, en la escuela católica, cuya presencia en nuestra ciudad es particularmente consistente. Los calificados grupos de religiosos y religiosas, que consagran lo mejor de sí mismos a la obra educativa dentro de estas instituciones, deben poder contar con la comprensión y el apoyo de toda la comunidad eclesial. Efectivamente, su acción alcanza cada día a decenas de millares de jóvenes, con los que pueden entablar un diálogo formativo que, aprovechando las mil oportunidades ofrecidas por el desarrollo de las diversas disciplinas y valiéndose de cierto estilo de vida alimentado en el interior del instituto, está en disposición de ejercer un influjo educativo particularmente profundo y duradero.
Todo Pastor de almas no puede menos de mirar con benevolencia y simpatía la actividad desarrollada por los institutos católicos que trabajan en el ámbito de la diócesis, y deben ofrecerles la colaboración que las circunstancias hacen, frecuentemente, posible y oportuna. Al mismo tiempo, los responsables y los profesores de las escuelas católicas deben sentir el compromiso de insertarse activamente en la Iglesia local, manteniendo con ella asiduos contactos en los centros preparados para esto y orientando a los jóvenes hacia las estructuras pastorales que, tanto en el plano diocesano como en el parroquial, promueven iniciativas que se dirigen a ellos. Es preciso evitar formas de aislamiento que, al apartar al joven de la participación en la vida de la comunidad eclesial, correrían el riesgo de perjudicar, una vez terminados los estudios, su perseverancia en la práctica religiosa y quizá incluso en las mismas opciones de fe.
3. Está, luego, la escuela "pública". A este respecto quisiera decir enseguida que el sacerdote no puede infravalorar las posibilidades de acción apostólica que se abren ante él en este campo. Más aún, pienso que es obligado no dejar pasar ninguna de las oportunidades que ofrece en este sector el ordenamiento jurídico vigente. Esto ya a nivel de la escuela primaria, en la cual los niños son dirigidos al conocimiento unitario de los primeros elementos de las diversas disciplinas. ¿Cómo no ver en esta fase escolar una premisa importante para los sucesivos desarrollos de la evangelización? Por tanto, los sacerdotes comprometidos en la actividad pastoral harán bien en afanarse para ofrecer en este ámbito, dentro de los límites que les sean permitidos, toda su colaboración, lo mismo en los contactos con los alumnos, cuando deben completar la enseñanza religiosa impartida por los maestros en las clases, como en el diálogo constructivo con los directores didácticos y con los maestros, y mediante toda otra iniciativa que pueda parecer oportuna.
Particular atención se da a la enseñanza de la religión en la escuela media inferior y superior. Efectivamente, en este nivel se encuentran las dificultades mayores y las perplejidades más frecuentes, pero en este ámbito se abren también las perspectivas más estimulantes. Al asegurar que las reflexiones expuestas por cuantos han tomado la palabra, hace poco, no dejarán de ser objeto de la debida consideración, aprovecho gustosamente la ocasión para recordar algunos principios que es obligado tener presentes en esta materia y para indicar las consiguientes líneas de acción.
El principio de fondo que debe guiar el empeño en este delicado sector de la pastoral, es el de la distinción entre la enseñanza de la religión y la catequesis que, por otra parte, son complementarias. Efectivamente, en las escuelas se trabaja para la formación integral del alumno. Por tanto, la enseñanza de la religión deberá caracterizarse teniendo presentes los objetivos y criterios propios de una estructura escolar moderna. Esta enseñanza, por una parte, se planteará como el cumplimiento de un derecho-deber de la persona humana, para la cual la educación religiosa de la conciencia constituye una manifestación fundamental de libertad; por otra parte, debe verse como un servicio que la sociedad presta a los alumnos católicos, que constituyen la casi totalidad de los estudiantes, y a sus padres, quienes, lógicamente, se presume que quieren una educación inspirada en sus propios principios religiosos. A este propósito deseo recordar lo que he escrito en la Exhortación Apostólica Catechesi tradendae: "Expreso el deseo ardiente de que, respondiendo a un derecho claro de la persona humana y de las familias y en respeto a la libertad religiosa de todos, sea posible a todos los alumnos católicos el progresar en su formación espiritual con la ayuda de una enseñanza religiosa que dependa de la Iglesia, pero que, según los países, pueda ser ofrecida por la escuela o en el ámbito de la escuela" (cf. Catechesi tradendae, 69).
La enseñanza religiosa impartida en las escuelas, y la catequesis propiamente dicha, desarrollada en el ámbito de la parroquia, aunque distintas entre sí, no deben considerarse como separadas. Más aún, hay entre ellas una íntima conexión: en efecto, es idéntico el sujeto al que se dirigen los educadores en uno y otro caso, esto es, el alumno; y además es idéntico el contenido objetivo sobre el que versa, aunque con modalidades diferentes, el tema formativo, que se da en la enseñanza de la religión y en la catequesis. La enseñanza de la religión puede considerarse tanto como una calificada premisa para la catequesis, como también una reflexión ulterior sobre los contenidos de la catequesis ya adquiridos.
4. Una primera consecuencia de semejante planteamiento del problema afecta directamente al profesor de religión: deberá tomar conciencia cada vez más viva de la propia identidad de cristiano comprometido en la comunidad eclesial, consciente de que ella lo mira y lo sigue con exigente consideración en la grave tarea que le ha confiado la Iglesia.
El desarrollo de esta delicada tarea exige una específica preparación profesional. Efectivamente, el profesor de religión debe poseer, por una parte, una formación teológica sistemática que le permita proponer con competencia los contenidos de la fe y, por otra, un conocimiento de las ciencias humanas que resulta necesario para comunicar de modo conveniente y eficaz los mismos contenidos.
Tal compromiso cristiano y profesional, para poderse mantener a la altura de las exigencias educativas, requiere, por parte de los profesores de religión (desde la escuela de párvulos hasta la escuela media superior), el esfuerzo de una constante actualización en los contenidos y en la metodología, y el compromiso de una participación activa en la vida de la comunidad eclesial.
5. Quisiera dedicar una palabra a la responsabilidad de los católicos en su conjunto con relación a la labor formativa desarrollada en la escuela. Es evidente que la incidencia del tema religioso está condicionada por el contexto pedagógico integral, dentro del cual se desarrolla. De aquí deriva la importancia de una presencia respetuosa y activa de los católicos en los distintos momentos del itinerario formativo que recorre el alumno: ante todo podrán dar una aportación importante los profesores católicos con lo específico de su profesión; luego, deberá ser valorada y estimulada la acción de los padres por el papel eficaz de reflexión y diálogo que pueden desarrollar entre la comunidad civil y la eclesial, sobre todo en el ámbito de los organismos colegiales; finalmente, no se deberá infravalorar la aportación de los alumnos, cuyo influjo en el ambiente escolar se manifestará sobre todo mediante el testimonio del estudio, de la escucha, del servicio.
El tiempo de la formación exige atenciones especiales y respeto a la personalidad en maduración del joven. El compromiso de cada uno y el que orgánicamente proyecta la comunidad eclesial deberán moverse en esta dirección, con la intención de promover en armonía con las características propias de la escuela, la convivencia serena de miembros humanos, diversos por mentalidad y cultura, favoreciendo que se establezca entre ellos esa relación dialogal abierta y respetuosa, la única que puede llevar a una sociedad auténticamente civil.
Entre las muchas aplicaciones que sugiere semejante orientación, también está la que compromete a los profesores de religión a sentirse responsables de la propuesta del mensaje cristiano a todos los alumnos, evitando la tentación de limitar el propio interés a quienes viven conscientemente una opción de fe y de práctica religiosa. Respetar a todos, no excluir a ninguno, buscar activamente el diálogo con cada uno de los miembros de la comunidad escolar, he aquí, en síntesis, los criterios en los que debe inspirarse constantemente el profesor de religión.
6. Estos son los pensamientos, hijos queridísimos, que me sentía apremiado a participaros sobre un tema tan complejo y tan fundamental. Antes de terminar, quisiera estimular una vez más a toda la comunidad eclesial para que haga converger sobre ese tema el propio compromiso generoso: se pone en juego la formación religiosa de quienes serán los responsables de la comunidad de mañana. Toda energía gastada en este sector debe considerarse, pues, sabiamente gastada.
En todo caso y para cada uno queda la dificultad de expresar en lenguaje humano cosas divinas, la de dar a nuestro pobre lenguaje esa virtud secreta que lo hace persuasivo y saludable, convirtiéndose en una espada que penetra hasta lo íntimo del espíritu: "Vivus est enim sermo Dei et efficax, et penetrabilior omni gladio ancipi" (Heb 4, 12). Esta eficacia espiritual depende, más que de capacidades y recursos humanos, de la acción transformadora de la gracia divina. Y la gracia se facilita con la purificación del corazón, se obtiene mediante la oración, la penitencia, el ejercicio más desinteresado y generoso de la caridad. Hemos comenzado ayer el período cuaresmal: éste es el "tempus acceptabile", en el que cada uno de nosotros está invitado a ir por el camino de una experiencia más profunda de la presencia corroborante del Espíritu de Cristo.
Deseo que esta Cuaresma sea para cada uno un tiempo de renovación interior, en la alegría de un contacto más vivo con las refrigerantes fuentes de la gracia. Con tal finalidad os imparto de corazón mi bendición apostólica, propiciadora de todo deseado consuelo celestial.
© Copyright 1981 - Libreria Editrice Vaticana