Al final del mes mariano, 31 de mayo de 2007

Autor: Benedicto XVI

PALABRAS DEL PAPA BENEDICTO XVI
AL FINAL DEL REZO DEL ROSARIO EN LOS JARDINES VATICANOS
Jueves 31 de mayo de 2007

Queridos hermanos y hermanas: 

Con alegría me uno a vosotros al término de esta vigilia mariana, siempre sugestiva, con la que se concluye en el Vaticano el mes de mayo en la fiesta litúrgica de la Visitación de la santísima Virgen María. Saludo con afecto fraterno a los cardenales y a los obispos presentes, y doy las gracias al arcipreste de la basílica, monseñor Angelo Comastri, que ha presidido la celebración. Saludo a los sacerdotes, a las religiosas y a los religiosos, en particular a la monjas del monasterio Mater Ecclesiae del Vaticano, así como a las numerosas familias que participan en este rito.

Meditando los misterios luminosos del santo rosario, habéis subido a esta colina donde habéis revivido espiritualmente, en el relato del evangelista san Lucas, la experiencia de María, que desde Nazaret de Galilea "se puso en camino hacia la montaña" (Lc 1, 39) para llegar a la aldea de Judea donde vivía Isabel con su marido Zacarías.

¿Qué impulsó a María, una joven, a afrontar aquel viaje? Sobre todo, ¿qué la llevó a olvidarse de sí misma, para pasar los primeros tres meses de su embarazo al servicio de su prima, necesitada de ayuda? La respuesta está escrita en un Salmo:  "Corro por el camino de tus mandamientos (Señor), pues tú mi corazón dilatas" (Sal 118, 32). El Espíritu Santo, que hizo presente al Hijo de Dios en la carne de María, ensanchó su corazón hasta la dimensión del de Dios y la impulsó por la senda de la caridad.

La Visitación de María se comprende a la luz del acontecimiento que, en el relato del evangelio de san Lucas, precede  inmediatamente:  el anuncio del ángel y la concepción de Jesús por obra del Espíritu Santo. El Espíritu Santo descendió  sobre  la  Virgen,  el poder del Altísimo la cubrió con su sombra (cf. Lc 1, 35). Ese mismo Espíritu la impulsó a "levantarse" y partir sin tardanza (cf. Lc 1, 39), para  ayudar  a su anciana pariente.

Jesús acaba de comenzar a formarse en el seno de María, pero su Espíritu ya ha llenado el corazón de ella, de forma que la Madre ya empieza a seguir al Hijo divino: en el camino que lleva de Galilea a Judea es el mismo Jesús quien "impulsa" a María, infundiéndole el ímpetu generoso de salir al encuentro del prójimo que tiene necesidad, el valor de no anteponer sus legítimas exigencias, las dificultades y los peligros para su vida. Es Jesús quien la ayuda a superar todo, dejándose guiar por la fe que actúa por la caridad (cf. Ga 5, 6).

Meditando este misterio, comprendemos bien por qué la caridad cristiana es una virtud "teologal". Vemos que el corazón de María es visitado por la gracia del Padre, es penetrado por la fuerza del Espíritu e impulsado interiormente por el Hijo; o sea, vemos un corazón humano perfectamente insertado en el dinamismo de la santísima Trinidad. Este movimiento es la caridad, que en María es perfecta y se convierte en modelo de la caridad de la Iglesia, como manifestación del amor trinitario (cf. Deus caritas est, 19).

Todo gesto de amor genuino, incluso el más pequeño, contiene en sí un destello del misterio infinito de Dios:  la mirada de atención al hermano, estar cerca de él, compartir su necesidad, curar sus heridas, responsabilizarse de su futuro, todo, hasta en los más mínimos detalles, se hace "teologal" cuando está animado por el Espíritu de Cristo.
 

Que María nos obtenga el don de saber amar como ella supo amar. A María encomendamos esta singular porción de la Iglesia que vive y trabaja en el Vaticano; le encomendamos la Curia romana y las instituciones vinculadas a ella, para que el Espíritu de Cristo anime todo deber y todo servicio. Pero desde esta colina ampliamos la mirada a Roma y al mundo entero, y oramos por todos los cristianos, para que puedan decir con san Pablo:  "El amor de Cristo nos apremia" (2 Co 5, 14), y con la ayuda de María sepan difundir en el mundo el dinamismo de la caridad.

Os agradezco nuevamente vuestra devota y fervorosa participación. Transmitid mi saludo a los enfermos, a los ancianos y a cada uno de vuestros seres queridos. A todos imparto de corazón mi bendición

© Copyright 2007 - Libreria Editrice Vaticana