Al III Encuentro internacional de sacerdotes, Ciuada de México, 29 de junio de 1998
MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS PARTICIPANTES EN EL III ENCUENTRO INTERNACIONAL
DE SACERDOTES (CIUDAD DE MÉXICO)
Queridos hermanos en el sacerdocio:
1. Me complace enviaros un cordial saludo cuando participáis en el III Encuentro internacional de sacerdotes, que tiene lugar a los pies de la Virgen de Guadalupe, en su basílica del Tepeyac (México), como en una tercera etapa de peregrinación espiritual hacia la puerta santa del gran jubileo del año 2000, después de las precedentes, que han tenido lugar en los santuarios marianos de Fátima (Portugal) y Yamusukro (Costa de Marfil).
En el corazón del Sucesor de Pedro tenéis un lugar muy especial. Pensando en vosotros vienen a mi mente las iglesias y capillas donde celebráis, las habitaciones donde residís, los lugares que recorréis, las acciones con las que plasmáis vuestro ministerio con los niños, los jóvenes, los adultos, las familias y demás grupos, para dispensarles los tesoros de Dios. Con esta ocasión quiero renovar mi afecto y mi estima a cada uno de vosotros que, desde los lugares habituales donde ejercéis el ministerio sacerdotal, habéis emprendido esa peregrinación para renovar los vínculos de comunión de vida, la dimensión misionera de vuestra actividad, la catolicidad de los propios horizontes y, a la vez, animaros mutuamente para una nueva evangelización cada vez más incisiva y unitaria, expresando así también de un modo muy elocuente la nueva fraternidad que entre vosotros nace gracias al sacramento del orden. A este respecto, me alegra saber que, gracias a un fondo de solidaridad, constituido entre vosotros mismos, se ha facilitado la presencia de sacerdotes provenientes de países con dificultades económicas.
Estoy agradecido a la Congregación para el clero, a su prefecto, el señor cardenal Darío Castrillón Hoyos, al secretario mons. Csaba Ternyák, y a los organizadores de los trabajos llevados a cabo para asegurar el buen éxito de este Encuentro. Así mismo agradezco la presencia de los señores cardenales y obispos que con su participación han dado una clara muestra de estima y amor hacia los sacerdotes.
2. Vosotros, queridos hermanos, que habéis sido marcados por un carácter indeleble que confiere a vuestro ser una identidad sacerdotal específica y os configura de manera particular con Cristo Cabeza, estáis llamados a presentaros ante los hombres y mujeres de nuestro tiempo como imágenes vivientes del Señor y supremo Pastor de todos los fieles. Así os han de ver aquellos con quienes os encontráis en el camino a lo largo de vuestra vida sacerdotal, como bellamente se lee en el texto guadalupano del Nican Mopohua cuando refiere lo que la Santísima Virgen le dijo a Juan Diego: «Escucha, hijo mío, Juanito, ¿a dónde te diriges?», él le contestó: «Mi Señora, Reina, Muchachita mía, allá llegaré, a tu casita de México Tlatelolco, a seguir las cosas de Dios que nos dan, que nos enseñan quienes son las imágenes de nuestro Señor: nuestros sacerdotes» (22 y 23).
Sabemos bien que todos los bautizados participan del sacerdocio de Cristo, pero el sacerdocio común y el ministerial, aunque están ordenados el uno al otro, difieren esencialmente y no sólo de grado (cf. Lumen gentium, 10). El mismo Señor, para que todos los fieles formen un sólo cuerpo, en el que cada uno de los miembros desarrolla tareas ordenadamente diversas y complementarias, constituyó a unos como ministros, dotándolos del poder sagrado que deriva de la ordenación (cf. Presbyterorum ordinis, 2).
En virtud del sello de Cristo que lleváis impreso, os habéis convertido en propiedad de Dios con un título exclusivo, para ocuparos en cuerpo y alma en prolongar la misión de anunciar la presencia del reino de Dios entre los hombres. Esta es una realidad que habéis de tener siempre presente, recordando que Cristo llamó a los primeros Apóstoles «para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar» (Mc 3, 13). Los envía en su nombre, con el poder de la Palabra salvadora y la fuerza del Espíritu, por lo que puede decirles claramente: «quien a vosotros recibe, a mí me recibe » (Mt 10, 40).
3. El carácter sacramental os capacita para proseguir la misión de Cristo anunciando la buena nueva. Por vuestro medio, él continúa guiando y custodiando el propio rebaño y, con las acciones sagradas que realizáis, ofrece su sacrificio redentor, perdona los pecados y distribuye su gracia. Vosotros actualizáis la misión del divino Maestro y habéis sido elegidos desde la eternidad para ser constituidos en favor de los hombres en aquellas cosas que se refieren a Dios, como prolongación viviente del ministerio de Cristo (cf. Hb 5, 1). San Juan Crisóstomo escribe refiriéndose al sacerdote: «Si Dios no obrase por medio de él, tú no habrías sido bautizado, no participarías en los misterios, no habrías sido bendecido; vale decir, no serías cristiano » (Hom in 2 Tm, 2, 2. 4).
Tenéis conciencia de Quién os ha enviado y custodia la misión que habéis recibido. Resuenan en vosotros las palabras de Jesús: «Como el Padre me ha enviado a mí, así yo os envío» (Jn 20, 21). Sois, pues, los responsables, desde los puestos de vanguardia, de la nueva evangelización y para ello habéis sido dotados de la fuerza, la autoridad y la dignidad que os permiten continuar la obra de Jesucristo.
Ante las dificultades que tenéis que afrontar, no dudéis nunca que el Espíritu, el Paráclito, será vuestro defensor y abogado y os dará fuerzas para superar todos los obstáculos. Por eso, proseguid confiados con seguridad a su poder y experimentad el alivio y el descanso en la oración, frecuente y prolongada. La oración unifica la vida del sacerdote, tantas veces en peligro de dispersión por la multiplicidad de tareas que hay que realizar, y confiere autenticidad a lo que hacéis, pues hace brotar del Corazón de Cristo los sentimientos que animan vuestra labor. No temáis dedicarle tiempo y energías, sino más bien procurad ser hombres de oración asidua, gustando el silencio contemplativo y la celebración devota y diaria de la Eucaristía y de la Liturgia de las Horas, que la Iglesia os ha encomendado para bien de todo el Cuerpo de Cristo. La oración del sacerdote es también una exigencia de su ministerio pastoral, pues las comunidades cristianas se enriquecen con el testimonio del sacerdote orante, que con su palabra y su vida anuncia el misterio de Dios.
4. Vuestra misión, queridos hermanos, está revestida de gran dignidad, y ello os ha de impulsar a entregaros al cuidado de los fieles con solicitud y generosidad, a ejemplo del Buen Pastor. Es confortador el número de sacerdotes que dedican su vida con abnegación al servicio de Dios y de los hermanos. El pueblo santo de Dios os ama, valora vuestros sacrificios, agradece vuestra dedicación y servicio pastoral. Que las incomprensiones o recelos, y a veces hasta las persecuciones de diverso signo que marcan la vida de algunos, no mengüen el ardor de vuestra entrega y el celo que desplegáis en vuestro santo ministerio (cf. Rm 8, 37). No tengáis miedo, pues estáis en el lugar de Jesús, vencedor del mundo y de las insidias del mal. Conservad el ardor de los primeros años del sacerdocio, sin caer en el desaliento, sosteniéndoos mutuamente, fuertes en la fraternidad sacerdotal que brota del mismo sacramento.
5. Tres son los lemas que van a presidir los trabajos de este Encuentro: «Convertirse para convertir», «En comunión para promover la comunión», «Con la Virgen María para la misión». Mediante la reflexión y el estudio orientado en esa dirección se podrán alcanzar buenos resultados y, de modo especial, intensificar la preparación para la entrada, ya cercana, en la puerta santa del gran jubileo que «celebrará la Encarnación y la venida al mundo del Hijo de Dios, misterio de salvación para todo el género humano» (Tertio millennio adveniente, 44), plenitud de los tiempos (cf. Ga 4, 4).
Deseo ardientemente que, al concluir este Encuentro, regreséis a vuestros lugares de misión enriquecidos con una magnífica experiencia de fraternidad sacerdotal y deseosos de transmitir a vuestros presbiterios diocesanos y a las comunidades a las que servís un renovado dinamismo apostólico que favorezca la evangelización, teniendo como punto de referencia tres pilares, que caracterizan la vida religiosa de las tierras latinoamericanas que os han acogido en estos días: La Eucaristía, «fuente y cumbre de toda evangelización» (Presbyterorum ordinis, 5); la comunión eclesial, fruto de la presencia de Jesucristo (cf. Lumen gentium, 4) y la Santísima Virgen, Madre de la Iglesia.
A ella, que desde su imagen grabada en la tilma de Juan Diego es venerada por los pueblos en ese continente con el título de Guadalupe y «es la primera evangelizadora de América» (carta Los caminos del Evangelio, 34), confío los trabajos del Encuentro y, mientras le pido que siga guiando vuestros pasos y fecundando vuestras tareas evangelizadoras, os imparto de corazón una especial bendición apostólica.
Vaticano, 29 de junio de 1998, solemnidad de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo
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