Al III Simposio internacional de benedictinas, 11 de septiembre de 1998
DISCURSO DEL PAPA JUAN PABLO II
AL III SIMPOSIO INTERNACIONAL DE MONJAS BENEDICTINAS
Viernes 11 de septiembre de 1998
Querido abad primado;
queridas hermanas en Cristo:
1. Con acción de gracias a Dios, «pues vuestra fe es alabada en todo el mundo» (Rm 1, 8), os doy la bienvenida a las participantes en el III Simposio internacional de benedictinas, sobre el tema: «La experiencia de Dios y el enfoque benedictino de la oración». Os saludo como herederas de la gran tradición de santidad cristiana que tiene sus raíces en la oración de san Benito en el silencio de Subiaco, una tradición que sigue viva en vuestras comunidades, que son «escuelas al servicio de Dios» (Regla, prol., 45).
2. San Benito vivió en el tiempo sombrío que siguió a la caída del Imperio romano. Para muchos, el desorden produjo desesperación y la evasión que la desesperación implica siempre. Pero la respuesta de Benito fue diferente. Obedeciendo a impulsos ampliamente conocidos en el Oriente cristiano, abandonó todo lo que le era familiar y entró en su cueva, «buscando a Dios» (Regla, 58, 7). Allí Benito llegó al centro mismo de la revelación bíblica, que comienza con el caos original descrito en el libro del Génesis y culmina en la luz y la gloria del misterio pascual. Aprendió que incluso en las tinieblas y en el vacío podemos encontrar la plenitud de la luz y de la vida. La montaña que Benito escaló fue el Calvario, donde encontró la verdadera luz que ilumina a todo hombre (cf. Jn 1, 9). Por eso, con mucha razón el Sacro Speco de Subiaco contiene la imagen de Benito mientras contempla la cruz, puesto que únicamente de la cruz surgen la luz, el orden y la plenitud de Dios, que todos los hombres y mujeres anhelan. Sólo en ella el corazón humano encuentra paz.
3. La primera palabra de esta Regla revela el núcleo de la experiencia de san Benito en la cueva: Ausculta, ¡escucha! Éste es el secreto: Benito escucha, confiando en que Dios está allí y hablar á. Entonces escucha una palabra en el silencio; y se convierte así en el padre de una civilización que nace de la contemplación, una civilización de amor, que nace de la escucha de la palabra que brota de las profundidades de la Trinidad. Benito se transformó en la palabra que escuchó, y lentamente su voz «se difundió por toda la tierra» (cf. Sal 19, 4); llegaron los discípulos y surgieron los monasterios, y así se desarrolló una civilización alrededor de ellos, no sólo salvando lo que era valioso en el mundo clásico, sino también abriendo un camino, nunca antes imaginado, hacia un nuevo mundo. Fueron los hijos y las hijas de san Benito quienes reclamaron la tierra, organizaron la sociedad, predicaron el Evangelio como misioneros y escribieron los libros como letrados, cultivando todo lo que sirve para una vida verdaderamente humana. Sorprende pensar cuánto ha surgido de tan poco: «Ésta ha sido la obra del Señor, una maravilla a nuestros ojos» (Sal 118, 23).
La Regla que escribió san Benito es inolvidable, no sólo por su ardiente celo por Dios y su sabia solicitud por la disciplina, sin la cual no habría seguimiento de Cristo, sino también por su radiante humanitas. La Regla inculca un espíritu de hospitalidad fundado en la convicción de que el prójimo no es un enemigo, sino Cristo mismo que viene como huésped; y éste es un espíritu que se concede sólo a quienes han conocido la magnanimidad de Dios. En la Regla de san Benito encontramos un orden estricto, pero nunca severo; una luz clara, pero nunca fría; y una plenitud absoluta, pero nunca abrumadora. En una palabra, la Regla es radical, pero siempre acogedora, por lo cual, mientras otras reglas monásticas han desaparecido, la Regla de san Benito ha triunfado y ha conservado su valor hasta hoy en la vida de vuestras comunidades.
4. Queridas hermanas, nuestra sociedad también conoce mucha oscuridad en este tramo final del siglo y en el umbral del nuevo milenio. En este tiempo, la figura luminosa de san Benito está entre nosotros, señalándonos como siempre a Cristo. Habéis sido llamadas de un modo especial a ese misterio de luz; por eso, la Iglesia sigue mirándoos a vosotras y a vuestras comunidades con tantas expectativas. Os miramos, porque no tenéis miedo de entrar en la cueva oscura y vacía; porque escucháis en un silencio verdaderamente contemplativo; porque acogéis la palabra de Dios y os transformáis en esa palabra; porque ayudáis a construir un mundo verdaderamente civilizado, donde la ansiedad y la desesperación pierdan su fuerza y se experimente la paz de la Pascua en la tranquillitas ordinis.
5. La Iglesia os mira con especial ilusión, mientras emprendemos la nueva evangelización a la que el Espíritu Santo nos está llamando ahora, en los albores del nuevo milenio. No habrá evangelización sin la contemplación, que es el corazón de la vida benedictina. Toda la Iglesia debe profundizar más en el significado del lema ora et labora, y ¿quién nos lo enseñará sino los hijos e hijas de san Benito? El mundo anhela la verdad que san Benito conoció y enseñó tan bien; y ahora, al igual que en el pasado, la gente busca el testimonio de oración y trabajo que vuestras comunidades dan con tanta alegría.
En vuestra oración y vuestro trabajo, es la Virgen María quien os ilumina el camino, pues es «Madre de la Estrella que no se oculta nunca», como canta la liturgia del Oriente cristiano. Ella es quien os enseña a escuchar y os guía hacia las profundidades de la contemplación para que, con la fuerza del Espíritu Santo, podáis testimoniar lo que habéis escuchado. Que María os guarde a vosotras y a vuestras comunidades con su amor materno; san Benito, santa Escolástica y la gran multitud de santos benedictinos os inspiren y os fortalezcan. Y que la gracia y la paz de Cristo, «el testigo fiel y el primogénito de entre los muertos» (Ap 1, 5), estén siempre con vosotras. Como prenda de esto, os imparto de buen grado mi bendición apostólica.
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