Al nuevo Embajador de la República Dominicana
DISCURSO DEL PAPA JUAN PABLO II
AL NUEVO EMBAJADOR DE LA REPÚBLICA DOMINICANA
ANTE LA SANTA SEDE
Viernes 7 de enero de 1983
Señor Embajador:
Al agradecerle, Señor Embajador, la expresión de estos sentimientos, así como el deferente saludo que me ha transmitido de parte del Señor Presidente de la República, le doy mi más cordial bienvenida, a la vez que le aseguro mi benevolencia para la alta misión que le ha sido confiada.
Las palabras que Vuestra Excelencia me ha dirigido al presentar las Cartas Credenciales que le acreditan como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de la República Dominicana ante la Santa Sede, me han sido particularmente gratas, porque me hacen sentir y recordar el afecto de todos los amadísimos hijos de esa noble nación.
Vuestra Excelencia se ha referido a la misión evangélica que la Iglesia realiza en el mundo y que el Sucesor de Pedro, así como los Hermanos en el Episcopado, fieles a la llamada de Cristo, continúan, anunciando la Buena Nueva de la salvación a todos los hombres, de modo particular a los pobres y oprimidos.
La República Dominicana, al abrirme sus puertas en mi primer viaje pastoral a América Latina, me puso en contacto de modo inmediato con una realidad humana y social muy rica y llena de grandes valores, pero que a veces manifiesta también dificultades serias y angustias para tantos hombres y mujeres, cuya problemática siente profundamente la Iglesia. Pues los discípulos de Cristo no pueden menos de vivir como propios los gozos y esperanzas, tristezas y desamparo de los demás (Cf. Gaudium et Spes, 1). A esta temática han dedicado por ello particular atención las Conferencias Generales del Episcopado Latinoamericano en Medellín y más recientemente en Puebla.
La Iglesia en Latinoamérica quiere continuar anunciando a los hombres la plena vigencia del mensaje evangélico, siguiendo las huellas de los primeros misioneros y evangelizadores; proclamar y promover la dignidad de la persona humana, con sus derechos y deberes, trabajando en favor de su formación integral y alentando hacia esa transformación que se basa en el hecho de ser todos los hombres hermanos e hijos de Dios.
En un País como la República Dominicana, donde más del cincuenta por ciento de la población activa se dedica a la agricultura, merece particular atención ese sector social, poniendo en primer plano la persona del trabajador, al que ha de estar supeditado todo el proceso productivo. Su labor debe ser vista siempre en una perspectiva verdaderamente humana, “porque mediante el trabajo el hombre no sólo transforma la naturaleza adaptándola a las propias necesidades, sino que se realiza a sí mismo como hombre, es más, en un cierto sentido se hace más hombre” (Laborem Exercens, 9). Ello podrá lograrse si, entre otras cosas, no hay jóvenes sin la preparación conveniente; si se respetan siempre los derechos de los trabajadores; si no hay campesinos sin tierra para vivir y desenvolverse dignamente; si se procura la formación integral de las personas, haciendo prevalecer las exigencias de una amplia justicia en las relaciones humanas y laborales.
En el diálogo que esta Sede Apostólica mantiene con los responsables de tantas naciones, no puede faltar la reiterada consideración de las condiciones en las que viven a veces amplios sectores de la población, o la marginación, especialmente entre la clase campesina, por lo que se refiere a una eficaz participación en la vida nacional y un mayor acceso a la cultura. Ese camino de elevación humana será el medio más eficaz, por otra parte, para formar ciudadanos capaces de engrandecer un país.
Al renovarle las seguridades de mi benevolencia para el cumplimiento de su misión, invoco sobre Vuestra Excelencia, sobre las Autoridades que han tenido a bien confiársela y sobre todos los amadísimos hijos de la República Dominicana abundantes y escogidas gracias del Altísimo.
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