Al Sr. Dr. Javier Pérez de Cuéllar, Secretario General de la Organización de las Naciones Unidas
CARTA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL SECRETARIO GENERAL DE LA ONU
CON OCASIÓN DEL XXV ANIVERSARIO DE LA CONSTITUCIÓN
DE LA MISIÓN DE LA SANTA SEDE
Al Excmo. Sr. Dr. Javier Pérez de Cuéllar,
Secretario General de la Organización de las Naciones Unidas.
Este año marca el XXV aniversario de la fundación de la Misión Permanente de la Santa Sede ante la Organización de las Naciones Unidas. Al escribirle a usted, señor Secretario General, deseo no sólo conmemorar aquella fecha importante, sino también reafirmar la importancia que la Santa Sede y la Iglesia católica atribuyen a la Organización de las Naciones Unidas.
Fue en 1964 cuando mi predecesor Pablo VI, decidió establecer una Misión ad hoc ante las Naciones Unidas. Lo hizo a la luz de las nuevas orientaciones surgidas dentro de la Iglesia, y como respuesta al aprecio que la comunidad internacional había manifestado largamente respecto a los esfuerzos de la Santa Sede a favor de la paz y la solidaridad entre las naciones. Al enviar un Observador a su Organización, quiso mostrar el interés de la Santa Sede por toda iniciativa orientada a la promoción del crecimiento humano, social, cultural, político y moral de la comunidad de las naciones. Asimismo, quiso hacer más eficaz la aportación de la Iglesia dentro de las deliberaciones de las Naciones Unidas sobre asuntos de interés mundial.
Desde luego, la Santa Sede con frecuencia había contribuido a discusiones encaminadas hacia una mayor profundización de los problemas relacionados con el orden moral, tal como la asistencia a los necesitados y los asuntos de paz. Pero lo había hecho sólo a través de intervenciones extraordinarias, mientras que la fundación de una Oficina permanente obviamente tuvo como resultado una presencia más significativa.
Las convicciones del Papa Pablo VI serían confirmadas rápidamente por el Concilio Vaticano II que invitó a la Iglesia entera a cooperar en la construcción de la comunidad internacional: “De acuerdo con su misión divina, la Iglesia predica el Evangelio a todos los hambres y entrega los tesoros de gracia. Así, impartiendo el conocimiento de la ley divina y natural, ella contribuye en todas partes al fortalecimiento de la paz y la promoción de relaciones fraternales entre individuos y pueblos sobre terreno seguro” (Gaudium et spes, 89). El mismo Concilio también afirmó que: “para promover y estimular la cooperación entre los hombres, la Iglesia debe de estar presente en la comunidad de las naciones” (Gaudium et spes, 89).
Como sabe, Sr. Secretario General, la Misión Permanente de la Santa Sede ha participado en la vida de la comunidad internacional a lo largo de estos últimos veinticinco años. Lo ha hecho manteniendo su “status” de Observador. Este “status” le permite una presencia activa, conservando la posibilidad de mantener una posición de universalidad que su misma naturaleza exige. Como resultado, ha llegado a ser un punto de referencia tanto en la esfera espiritual como en la temporal, dado que cada una de ellas persigue los mismos fines de una manera específica (cf. Discurso a la Asamblea General de las Naciones Unidas, 2 de octubre, 1979).
Durante el último cuarto de siglo, la Santa Sede ha seguido de cerca la difícil trayectoria que ha recorrido la Organización de las Naciones Unidas. Ha compartido el gozo de sus numerosos y notables éxitos así como el dolor y la angustia causados por las numerosas rupturas de la paz y los obstáculos al progreso que se han tenido que afrontar a lo largo de este período.
Las Naciones Unidas han asumido con pleno derecho la tarea de llamar la atención del mundo hacia los urgentes problemas y asuntos que afronta la humanidad, particularmente aquellos que se refieren a los conflictos regionales, el medio ambiente, la droga, y los derechos de la mujer, los niños, los que carecen de casa y los minusválidos. Mediante sus esfuerzos coordinados, la Organización frecuentemente ha iluminado los horizontes más amenazadores con una nueva esperanza y seguridad. Este papel cada vez más extendido fue reconocido recientemente con la entrega del Premio Nóbel de la Paz a las Fuerzas de Paz de las Naciones Unidas.
Con esta ocasión permítame repetir, Sr. Secretario General, lo que decía en mi carta dirigida a usted el 6 de abril de 1982, sobre la disponibilidad de la Santa Sede a ofrecer su total cooperación de la Organización de las Naciones Unidas en aquellas áreas que se encuentran en armonía con la misión específica de la Iglesia, y en particular en los asuntos relacionados con la paz y la justicia, los derechos humanos y la lucha contra la pobreza.
Dado el compromiso indiscutible de las Naciones Unidas en estas áreas, y consciente de la preocupación de la Iglesia por el bien de todos, recuerdo con gusto las palabras anunciadas por el Papa Pablo VI en su memorable discurso del 4 de octubre de 1965, en el cual se refería a las Naciones Unidas como “el sendero obligado de la civilización moderna y de la paz mundial”. Reiterando esta convicción, y con renovados buenos deseos por el éxito de sus esfuerzos en favor de los pueblos del mundo, invoco sobre usted, Sr. Secretario General, y sobre todos los que se esfuerzan por lograr aquella paz que es fruto de la justicia, las bendiciones del Todopoderoso.
Vaticano, 15 de mayo, 1989.
IOANNES PAULUS PP. II
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