Regina Caeli del domingo 22 de abril de 1979
JUAN PABLO II
REGINA CAELI
Domingo 22 de abril de 1979
1. "No seas incrédulo, sino fiel" (Jn 20, 27).
Hoy, domingo de la octava de Pascua, volvemos a leer estás palabras que dijo el Resucitado al Apóstol Tomás. Estas palabras son, en cierto sentido, el programa de Cristo en relación al hombre.
He aquí el programa de la fe.
"Dichosos los que sin ver creyeron" (Jn 20, 29).
Se sabe por qué Tomás se opuso. Por qué no quiso aceptar la verdad de la resurrección. En esto no era diferente de los otros Apóstoles. Tenían dificultades análogas. Tanto superaba el hecho de la resurrección a la conciencia de la necesidad de la muerte y de sus consecuencias irreversibles. Este hecho era muy difícil de imaginárselo. El hombre, una vez muerto, no vive ya entre los hombres, no encuentra su puesto entre los vivos en la tierra.
Los Apóstoles aceptaron la realidad de la resurrección, basándose en la experiencia de Cristo resucitado. Lo han visto, después de la muerte, entre los que viven en la tierra, en Jerusalén, en el Cenáculo, en el lago de Galilea. Y debían llegar a la conclusión que "Cristo, resucitado de entre los muertos, ya no muere", que "la muerte ya no tiene dominio sobre Él" (Rom 6, 9), que Él se ha convertido en el Señor de la muerte.
Tomás no estaba con ellos cuando vino Cristo por vez primera al Cenáculo. De ahí su reserva. Su "incredulidad". Pidió una prueba. La misiva prueba que ya habían tenido los otros. No le bastaban sus palabras e informaciones. Quería convencerse personalmente. Quería ver con los propios ojos. Quería tocar. Y obtuvo lo que pidió. Su "incredulidad" vino a ser en cierto sentido una prueba suplementaria.
Sobre este hecho se ha llamado la atención más de una vez. Precisamente porque se oponía a la noticia de la resurrección, ha contribuido indirectamente a hacer que la noticia adquiriese todavía mayor certeza. Tomás "incrédulo" se hace, en cierto modo, portavoz singular de la certeza de la resurrección. Como afirma San Gregorio Magno, "la incredulidad de Tomás nos ha sido mucho más útil respecto a la fe, que la fe de los otros discípulos. En efecto, mientras Tomás es llevado de nuevo a la fe mediante el tacto, nuestra mente se consolida en la fe con la superación de toda duda. Así el discípulo que dudó y tocó, se convierte en testigo de la realidad de la resurrección" (XL Homiliarum in Evangelia, lib. II, Homil. 26, 7; PL 76, 1201).
2. Vivimos en una época en la que se tiene muy en cuenta el entendimiento humano y sus conquistas; y por lo mismo también los métodos científico-consultivos; su actitud critica. Y es también la época en la que el principio de la libertad define el derecho fundamental de la persona humana a comportarse según sus convicciones fundadas. De aquí la libertad de conciencia y la libertad religiosa.
La figura de Tomás está, de algún modo, particularmente cercana al hombre contemporáneo.
La Declaración del Concilio Vaticano II sobre la libertad religiosa subraya con toda firmeza que ni la fe ni la no-fe pueden ser impuestas al hombre con la prepotencia; que esto debe ser un acto consciente y voluntario.
Es uno de los capítulos principales de la doctrina católica, contenido en la Palabra de Dios y predicado constantemente por los Padres, que el hombre, al creer, debe responder voluntariamente a Dios y que, por tanto, nadie debe ser forzado a abrazar la fe contra su voluntad. Porque el acto de fe es voluntario por su propia naturaleza, ya que el hombre, redimido por Cristo Salvador y llamado por Jesucristo a la filiación divina, no puede adherirse a Dios, que se revela a Sí mismo, a no ser que, atraído por el Padre, rinda a Dios el obsequio racional y libre de la fe. Está, por consiguiente, en total acuerdo con la índole de la fe el excluir cualquier género de coacción por parte de los hombres en materia religiosa. Y por ello, el régimen de libertad religiosa contribuye no poco a fomentar aquel estado de cosas en el que los hombres puedan fácilmente ser invitados a la fe cristiana, abrazarla por su propia determinación y profesarla activamente en toda la ordenación de la vida (Dignitatis humanae, 10).
Pero todo esto no anula en modo alguno el programa de Cristo. No es igual a la indiferencia. No significa indiferentismo. Todo esto demuestra sólo que la religión saca su importancia, su propia grandeza, tanto de la realidad objetiva a la que se refiere, esto es, de Dios que revela la verdad y el amor, como también del sujeto, del hombre, que la confiesa de manera digna de sí mismo: de modo racional, consciente u libre.
Hoy es el día en que la Iglesia acentúa de modo particular esta madurez de la fe.
Cristo dice a Tomás: "No seas incrédulo, sino fiel".
La fe es ―y jamás deja de ser― el programa de Cristo en relación con el hombre.
"Dichosos los que sin ver (como Tomás) creyeron" (Jn 20, 29).
La fe es la finalidad de la resurrección. Es su fruto.
© Copyright 1979 - Libreria Editrice Vaticana