Ángelus del domingo 18 de febrero de 1979
JUAN PABLO II
ÁNGELUS
Domingo 18 de febrero de 1979
Queridísimos:
Todavía otra vez quiero dedicar hoy mi pensamiento al reciente viaje pastoral realizado en América Latina, y lo hago no sólo con el recuerdo de la mente, sino también con el afecto del corazón. En particular deseo abrazar con el espíritu a todos los que no me ha sido posible visitar personalmente, aunque se hallaban en las cercanías inmediatas a los lugares en que me he detenido.
Ante todo quiero recordar y saludar a los fieles queridísimos de la isla de Puerto Rico, tan cercana a Santo Domingo, donde hice la primera etapa en tierra americana. Allí vinieron ellos enseguida con una delegación numerosa de la que formaban parte el cardenal Luis Aponte Martínez, representantes del Episcopado, clero, laicado y autoridades locales. Sepan todos los portorriqueños el afecto y estima grande que tengo por su país.
Quiero recordar también a los obispos y fieles de la vecina República de Haití. Porque no fue posible mi presencia en su territorio, con una carta larga y cordial me apresuré a manifestarlos mi solicitud pastoral hacia ellos y mis mejores sentimientos de consideración y parabién, que ahora me complazco en renovar.
Mi pensamiento se dirige también a la delegación procedente de Cuba, a la que recibí con gran afecto y que me confirmó los sentimientos de absoluta fidelidad de aquellos católicos.
En la ciudad de México también tuve oportunidad de encontrarme con altas personalidades de varios países de América Central. Me duele no haber podido aceptar todas las invitaciones que las autoridades civiles y religiosas me han dirigido gentilmente y que de todas formas he apreciado con sinceridad.
A todos los obispos de América Central y de Antillas, a quienes dirigí un mensaje antes de dejar México; a todos los que tuve la feliz oportunidad de dirigir la palabra, tanto en diversas cartas como en muchos encuentros, me complazco en reiterarles hoy mis deseos vivísimos de prosperidad humana y cristiana, y asegurarles que a ninguno olvido.
El objeto del viaje era ―además de participar en la inauguración de la Conferencia de Puebla― reforzar los vínculos espirituales que unen en la única Iglesia de Cristo a hombres de naciones, países, islas, razas y continentes diversos: vínculos que hacen de todos ellos no una simple suma, sino una comunidad que a pesar de ser tan extraordinariamente compleja, constituye una maravillosa unidad en Cristo Jesús (cf. Gál 3, 28).
Pienso que estos vínculos realmente se han profundizado y robustecido. Por eso doy gracias humildemente al Señor, sabiendo bien que este afianzamiento es misión y responsabilidad peculiar del Obispo de Roma como Sucesor de Pedro, cuyo deber, según la antigua definición de San Ignacio de Antioquía, es "presidir en la caridad" (ad Rom., pról.), es decir, en la comunión.
Estos sentimientos y estos deseos son los que quiero confiar a la oración común de todos vosotros, queridos hermanos y hermanas reunidos aquí en la plaza de San Pedro, mientras nos dirigimos juntos filialmente a la Madre de Cristo y Madre nuestra.
La atención de todo el mundo ha estado y continúa estando solicitada por los acontecimientos que se desarrollan en Irán: acontecimientos de alcance histórico para el presente y futuro de aquel país, con tantas implicaciones de carácter humano que afectan a aquel grande y querido pueblo y al bienestar y a la misma vida de sus numerosos hijos.
Mi deseo se eleva al Altísimo para que, tras los sucesos que todos conocemos, Irán pueda encontrar cuanto antes el camino de la paz interna y de un progreso sereno en el orden, la justicia y la concordia activa de sus ciudadanos.
Otras partes del mundo son teatro de sucesos, pequeños y grandes, que más allá de las consecuencias de orden político que puedan tener, comportan problemas y sufrimientos, a veces dramáticos, para un gran número de personas ―con frecuencia gente humilde, en particular, mujeres, muchachos y niños― que son víctimas de esos sucesos, más que protagonistas de ellos.
A este propósito, cómo no podría ir mi mente con sentimiento especial de afecto y participación hacia los pueblos ya tan probados de Asia y de la península de Indochina. Un nuevo acaecimiento inesperado domina desde esta mañana el pensamiento de todos: se ha entablado también una guerra en las fronteras entre Vietnam y China. Son pueblos que sufren, son hombres que mueren.
Por estos hermanos nuestros sea también nuestra cordial oración.
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