Ángelus del domingo 2 de agosto de 1987
JUAN PABLO II
ÁNGELUS
Domingo 2 de agosto de 1987
¡Queridos hermanos y hermanas!
1. Se acerca el Sínodo de los Obispos que, durante el próximo mes de octubre, se reunirá para tratar de la vocación y de la misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo.
En la perspectiva de este gran acontecimiento eclesial, y como preparación a él, es oportuno que todos los fieles reflexionen sobre los temas relacionados con el apostolado laical.
Todo cristiano, en efecto, ―como ya he subrayado en estos coloquios dominicales― es esencialmente un apóstol. Este noble privilegio lo compromete a cumplir personal y comunitariamente todo esfuerzo para que se realice lo que invoca cuando reza: "Venga a nosotros tu reino". El ser humano está dotado de un carácter sociable. Luego, con el bautismo entra a formar parte del Pueblo de Dios y se convierte en miembro del Cuerpo místico de Cristo, de tal manera que su natural sociabilidad queda reforzada por un vínculo comunitario de naturaleza superior.
Este es el motivo por el cual el Vaticano II ha puesto claramente de relieve el valor del apostolado asociado, subrayando que "responde adecuadamente a las exigencias humanas y cristianas de los fieles y es al mismo tiempo signo de la comunión y de la unidad de la Iglesia" (Apostolicam actuositatem, 18).
2. Visto desde esta óptica, la asociación de los fieles laicos con finalidad apostólica no tiene nada que ver con una táctica pasajera, sino que constituye fundamentalmente la respuesta obligada, personal y comunitaria, a la vocación cristiana.
Se impone, por tanto, como principio elemental, una estrechísima relación entre madurez cristiana individual y vitalidad del apostolado asociado. Esta madurez constituye la base indispensable para iniciativas genuinamente apostólicas, animadas por ese espíritu y por esos carismas, que, como dice San Pablo, están dados "para edificar, no para destruir" (2Cor 13, 10).
3. Por ello el Concilio ha tratado ampliamente sobre la necesidad y sobre las características de la formación para el apostolado, que "exige no sólo el continuo progreso espiritual y doctrinal del mismo seglar, sino también las diversas circunstancias, personas y deberes a los que tiene que acomodar su actividad" (Apostolicam actuositatem, 28).
Es necesaria una formación permanente, unida al crecimiento interior, que abrace la estructura interna de la personalidad forjada sobre el modelo de Cristo. Las asociaciones y los movimientos de apostolado son por sí mismos fraguas de formación, particularmente en orden al carácter específico de los fines que se proponen. Pero tiene siempre un influjo primordial la acción de los Pastores, los cuales han de sentir una apremiante preocupación por la madurez apostólica del laicado, como uno de los aspectos más cualificativos de su ministerio.
Sobre esta amplia temática tendrá ocasión de reflexionar en el próximo Sínodo de forma corroborante.
La Virgen María nos sea propicia con su materna intercesión.
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