Ángelus del domingo 25 de febrero de 1979
JUAN PABLO II
ÁNGELUS
Domingo 25 de febrero de 1979
1. En estas últimas semanas, después del regreso de México, nuestros encuentros dominicales del Angelus se han inspirado más de una vez en los temas que nos ha ofrecido el reciente viaje y, de modo particular, la Conferencia del Episcopado Latinoamericano celebrada en Puebla.
2. En cambio hoy quiero hablar de Roma. Conservo vivo en la memoria mi primer encuentro con la Ciudad Eterna. Sucedió al final del otoño de 1946, cuando vine aquí después de la ordenación sacerdotal, para continuar los estudios. Al llegar, traía dentro de mi una imagen de Roma sacada de la historia, de la literatura y de toda la tradición cristiana. Durante bastantes días caminaba por la ciudad (que entonces no era todavía tan extensa como hoy, y contaba quizá con cerca de un millón de habitantes), pero no lograba encontrar plenamente la imagen de aquella Roma que desde hacía tiempo llevaba en mi mente.
Sin embargo, poco a poco la encontré. Esto ocurrió sobre todo cuando visité las basílicas más antiguas; y aún más cuando visité las catacumbas. ¡La Roma de los comienzos de la cristiandad! ¡La Roma de los Apóstoles! ¡La Roma de los mártires! Esta Roma que está en los orígenes de la Iglesia y, al mismo tiempo, en los orígenes de la gran cultura que hemos heredado.
Hoy deseo saludar a esta Roma con la veneración más profunda y con el amor más grande.
3. El período de Cuaresma, al que nos acercamos, nos introduce cada año en los secretos de esta Roma y nos manda seguir sus huellas. Este año lo haré por vez primera como Obispo de Roma. ¿Se podía pensar en esto cuando vine aquí por primera vez?
¡Verdaderamente los designios de la Providencia divina son inescrutables!
4. Quiero recordar también a cuantos se han reunido aquí, que en la segunda década de este mes se ha celebrado el primer centenario del nacimiento de la Iglesia católica en Uganda, en el continente africano. Efectivamente, como es sabido, se han desarrollado en aquel país numerosas manifestaciones destinadas a recordar el comienzo de la evangelización en aquella nación, y que han tenido su centro en la celebración del Congreso Eucarístico nacional en Kampala, en el que ha tomado parte el cardenal James Knox en calidad de Enviado Especial del Papa.
Esta Iglesia centenaria, surgida de la sangre de los mártires canonizados por el Papa Pablo VI en 1964, es una Iglesia joven. Sin embargo, la historia espiritual de Roma, la herencia de los Apóstoles, la tradición de las primeras basílicas cristianas y de las catacumbas se hacen sentir también con eco vivo en aquella joven Iglesia. Deseo de corazón que en ella puedan perseverar la fe, la esperanza y el amor que Jesucristo injertó de modo indestructible en el corazón del hombre.
5. En fin, en estos días tengo la mente puesta con profunda pena en el conflicto entre China y Vietnam que parece intensificarse.
Quien participe del amor de Cristo por el hombre, no puede menos de entristecerse y angustiarse por las vidas que se sacrifican o están en peligro, y por los sufrimientos y fatigas de los combatientes y de las poblaciones. Pienso especialmente en los niños, ancianos y enfermos.
Ninguna distancia geográfica ni siquiera diversidad alguna ideológica pueden debilitar el sentimiento de fraternidad que nos une a cualquier ser humano que vive en este mundo, aunque no esté bautizado; más aún si pensamos que entre los militares y civiles implicados en la guerra habrá hermanos nuestros en la fe.
A aquellas poblaciones, de una y otra parte, todas muy sinceramente queridas para mí, vaya nuestro afecto y se eleve por ellos la oración ferviente, vuestra y mía.
Roguemos también para que no se haga realidad el temor creciente y difundido de que la falta de soluciones rápidas y honrosas lleve a sufrimientos más graves y, Dios no lo quiera, a repercusiones más amplias y terribles. Es una hipótesis que no querría ni siquiera pensar. La Virgen Santa, Madre de Cristo y nuestra, proteja a aquellos pueblos, consiga para ellos propósitos de comprensión y disponibilidad a un entendimiento, tenga alejado de todos cualquier espectro de destrucción y de muerte.
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