Ángelus del domingo 30 de septiembre de 1990
JUAN PABLO II
ÁNGELUS
Domingo 30 de septiembre de 1990
Queridísimos hermanos y hermanas:
1. Con la solemne celebración eucarística de esta mañana en la basílica vaticana hemos abierto oficialmente los trabajos del Sínodo convocado para estudiar los problemas que plantea la formación sacerdotal. Durante los meses pasados, aprovechando la ocasión de los "Ángelus" dominicales, me he detenido a reflexionar sobre el sacerdocio ministerial en la Iglesia: sobre lo que es y lo que comporta según la intención de Cristo, que lo instituyó y sigue siendo su realización incomparable y perfecta. Así, he venido ilustrando la riqueza del misterio que se expresa en el sacerdote y he analizado las principales cualidades que debe poseer para cumplir bien su misión.
En esta perspectiva han surgido, por lo que se refiere más particularmente a la formación del sacerdote, algunas orientaciones que, aunque no pretenden ser exhaustivas, constituyen puntos de reflexión útiles.
2. Ahora que el sínodo ha comenzado, queridos hermanos y hermanas, es preciso que todos se empeñen con renovado impulso en la oración, sostenidos por la viva confianza en la acción iluminadora del Espíritu Santo.
El Espíritu Santo conoce las exigencias de la formación sacerdotal infinitamente más que todos nosotros. Él sabe en qué consiste el misterio del sacerdote y cómo se debe vivir concretamente este misterio.
¿No fue quizá el Espíritu quien, en el momento de la Encarnación, actuó de manera decisiva en la formación de la naturaleza humana del primer Sacerdote? ¿No fue a él a quien Jesús atribuyó una influencia especial sobre todo su ministerio terrestre, cuando en la sinagoga de Nazaret se aplicó a sí mismo el oráculo de Isaías: "El Espíritu del Señor sobre mí" (Lc 4, 18)? Este papel determinante del Espíritu en la formación del Sumo Sacerdote, nos muestra que es precisamente a él a quien debemos confiar todos nuestros esfuerzos para la formación de aquellos que deben reproducir hoy en sí mismos el modelo de Cristo, imitándolo en su vida y en su misión.
3. Toda la Iglesia cuenta, pues, con el Espíritu Santo: él será el que guiará de modo misterioso y soberano, en el respeto de las personas y de sus posibilidades de cooperación, los trabajos del sínodo. Nos confirma en esta confianza la experiencia inolvidable del Concilio Vaticano II, que constituyó un camino de Iglesia, trazado de manera sorprendente y magistral por el Espíritu Santo: él inspiró su convocación, él guió sus deliberaciones, llevándolas por caminos que a menudo nadie había previsto y que luego fueron cada vez más apreciados.
En el sínodo que está para comenzar el Espíritu Santo no dejará de estar presente y de actuar. Confiando en su asistencia, manifiesto la certeza de que este sínodo producirá frutos sustanciales y contribuirá al progreso de la formación sacerdotal.
Oremos a Aquella que fue la perfecta colaboradora del Espíritu Santo: que María santísima ayude a todos los miembros del sínodo a abrirse plenamente a su acción.
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