Ángelus del domingo 8 de enero de 1989
JUAN PABLO II
ÁNGELUS
Domingo 8 de enero de 1989
Queridísimos hermanos y hermanas:
1. En este domingo que sigue inmediatamente a la fiesta de la Epifanía, continúa la reflexión sobre la manifestación del Señor. En efecto, el bautismo de Jesús en las orillas del Jordán, que recordamos hoy en la liturgia, es una etapa decisiva en el camino de su manifestación al mundo como Hijo de Dios. Jesús transcurre cerca de treinta años en el silencio y en el escondimiento de la casa de Nazaret, durante los cuales se muestra hombre entre los hombres hasta someterse al bautismo penitencial entre los que iban al Bautista para reconocer sus pecados con arrepentimiento. ¡Y sin embargo Él, Cristo, no tenía pecado!
2. En el bautismo Jesús inaugura una nueva fase de su vida: es presentado oficialmente al mundo por el Padre como el Mesías, como el Hijo de Dios: inaugura la vida pública y el ministerio salvífico que culminará en la pasión, muerte y resurrección.
A tales acontecimientos se une el bautismo que Él mismo instituirá y confiará a su Iglesia para la regeneración de la humanidad (cf. Mt 28, 19). El bautismo cristiano, en efecto, es un misterio de muerte y resurrección: la inmersión en el agua bautismal simboliza y actualiza la sepultura de Jesús en la tierra y la muerte del hombre viejo, mientras que la emersión significa la resurrección de Cristo y el nacimiento del hombre nuevo.
El Apóstol Pablo nos habla precisamente de un segundo nacimiento y de una filiación adoptiva inefable mediante el "baño de la regeneración y de la renovación en el Espíritu Santo" (Tit 3, 5) y, dirigiéndose a cada bautizado no duda en pronunciar estas importantes palabras: "Ya no eres esclavo sino hijo: y si hijo también heredero" (Gál 4, 7).
La consecuencia de esta revelación está en las palabras del Padre: "Escuchadle". Debemos escuchar a Jesús que nos habla todavía hoy porque habla en nombre de Dios, habla como Dios.
En esta fiesta, en que he tenido la alegría de administrar el bautismo a numerosos niños, acogiéndolos de esta manera en la comunidad eclesial, se nos invita a todos a tomar renovada conciencia de los compromisos asumidos por nuestros padres, padrinos y madrinas, en nuestro nombre; a reafirmar nuestra ferviente adhesión a Cristo y a la voluntad de luchar contra el mal, ya que al recibir ese sacramento de la fe fuimos "lavados, santificados y justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios" (1Cor 6, 11).
Que María Santísima nos asista en nuestro camino de coherencia cristiana.
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