Ángelus del domingo 9 de marzo de 1980

Autor: Juan Pablo II

JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Domingo 9 de marzo de 1980

1. "Convertimini ad me... et Ego convertar ad vos" (Zac 1, 3).

"Convertíos a mí... y yo me volveré a vosotros".

He aquí otra invocación de la liturgia cuaresmal, que nos introduce en toda la realidad de la conversión. Nosotros nos convertimos a Dios, que nos espera. Espera para volverse, para "convertirse" a nosotros. Caminamos hacia Dios, que desea venir a nuestro encuentro.

Abrámonos a Dios, que quiere abrirse a nosotros.

La conversión no es un proceso en sentido unilateral. Es una expresión de reciprocidad. Convertirse quiere decir creer en Dios que nos ha amado primero, que nos ha amado eternamente en su Hijo, y que, mediante su Hijo, nos da la gracia y la verdad en el Espíritu Santo. Por esto ese Hijo fue crucificado para hablarnos con sus brazos abiertos tan ampliamente cuanto Dios está abierto a nosotros. ¡Con cuánta frecuencia, a través de la cruz de su Hijo, Dios "se convierte" a nosotros!

De este modo nuestra conversión no es de ninguna manera una aspiración unilateral. No es sólo un esfuerzo de la voluntad humana, del entendimiento y del corazón. No es sólo compromiso de orientar hacia lo alto nuestra humanidad, que tiende pesadamente hacia lo bajo. La conversión es ante todo aceptación. Es el esfuerzo de aceptar a Dios en toda la riqueza de su "conversión" ("convertar") al hombre. Esta conversión es una gracia. El esfuerzo del entendimiento, del corazón y de la voluntad también es indispensable para la aceptación de la gracia. Es indispensable para no perder la dimensión divina de la vida en la dimensión humana; para perseverar en ella.

2. "Convertimini ad me... et Ego convertar ad vos". La Iglesia se convierte a Cristo para renovar la conciencia y la certeza de todos sus dones, de esos dones de que la ha dotado Él, mediante la cruz y la resurrección.

Efectivamente, Cristo es, al mismo tiempo, el Redentor y el Esposo de la Iglesia. Cristo, como Redentor y Esposo, la ha instituido entre hombres débiles, entre hombres pecadores y falibles, pero, simultáneamente, la ha instituido fuerte, santa e infalible.

Ella es así no por obra de los hombres, sino por la fuerza del don de Cristo.

Creer en la fuerza de la Iglesia no quiere decir creer en la fuerza de los hombres que la constituyen, sino creer en el don de Cristo: en esa potencia que ―como dice San Pablo― "se manifiesta plenamente en la debilidad" (2 Cor 12, 9).

Creer en la santidad de la Iglesia no quiere decir creer en la perfección natural del hombre, sino creer en el don de Cristo: en ese don que a nosotros, herederos del pecado, nos hace herederos de la santidad divina.

Creer en la infalibilidad de la Iglesia no quiere decir ―de ningún modo― creer en la infalibilidad del hombre, sino creer en el don de Cristo: en ese don que permite a los hombres falibles proclamar infaliblemente y confesar infaliblemente la verdad revelada para nuestra salvación.

La Iglesia de nuestro tiempo ―de esta época difícil y peligrosa en la que vivimos, de esta época crítica― debe tener una certeza particular del don de Cristo, del don de la fuerza del don de la santidad, del don de la infalibilidad. Cuanto más consciente es de la debilidad, del estado pecaminoso, de la falibilidad del hombre, tanto más debe guardar la certeza de esos dones, que provienen de su Redentor y de su Esposo.

Y éste es también un camino esencial de la conversión cuaresmal de la Iglesia de Cristo.

"Convertimini ad me... et Ego convertar ad vos"

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