Angelus del 15 de agosto de 1998

Autor: Juan Pablo II

JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Sábado 15 de agosto de 1998
Fiesta de la Asunción

Amadísimos hermanos y hermanas:

1. «María ha sido llevada al cielo: se alegra el ejército de los ángeles». La liturgia de hoy nos invita a dirigir nuestra mirada hacia la Virgen, a la que todas las generaciones llaman bienaventurada, porque el Poderoso hizo obras grandes por ella (cf. Lc 1, 48). Esta antiquísima y querida solemnidad de la Virgen, que año tras año vuelve a alegrar el corazón de los creyentes, es una invitación a mirar hacia lo alto, a mirar a María glorificada también en su cuerpo, para que recuperemos el auténtico sentido de la existencia y nos animemos nuevamente a caminar con confianza por los caminos de la vida.

2. Hoy todo nos habla del extraordinario privilegio que Dios concedió a María, elegida para ser asociada generosamente a la misión del Redentor (cf. Lumen gentium, 61). María, llena de gracia, preservada del pecado original, no conoció las consecuencias de la culpa original y, al término de su vida terrena, fue elevada en cuerpo y alma al cielo, donde la contemplamos como Señora de los ángeles y Reina del universo.

El mensaje que nos transmite la fiesta de hoy es muy actual, porque nos invita a considerar el valor y el significado más profundo de nuestra existencia en la tierra: es un camino que no está orientado hacia la nada, sino que se dirige hacia una meta de gloria eterna. Así, el destino de toda persona humana se presenta luminoso y abierto a la esperanza. María, al habernos precedido, como Madre solícita y amorosa, en la peregrinación terrena, nos espera y nos anima ahora desde el Paraíso a caminar sin vacilaciones hacia el reino de Dios. Cuando contemplamos a la Virgen elevada al cielo, el presente, en el que se realiza para nosotros la historia de la salvación, es iluminado por el futuro de gloria, que vemos resplandecer en ella.

3. Hoy sentimos a María más cercana a nosotros: nos mira y nos protege desde el cielo. La contemplación del Paraíso no nos aleja de la tierra; por el contrario, nos anima a trabajar con todas nuestras fuerzas para transformar nuestro mundo en la perspectiva de la eternidad. Resuena en nuestro corazón la invitación del Apóstol a buscar las «cosas de arriba» (Col 3, 1), donde tenemos preparada una morada eterna en la casa común del Padre.

Amadísimos hermanos y hermanas, que María nos ayude a vivir intensamente esta solemnidad y a aprovechar toda su riqueza espiritual. Que la luz de su fe disipe las tinieblas de nuestro espíritu; que su visión de Dios nos recuerde la presencia constante del Señor; y que el esplendor de su belleza nos prepare y acompañe al encuentro con el Padre.

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