Audiencia de 11 de agosto de 1999
Papa Juan Pablo II: Audiencia general de los miércoles
Miércoles 11 de agosto de 1999
La vida cristiana como camino hacia la plena comunión con Dios
1. Después de haber meditado en la meta escatológica de nuestra existencia, es decir, en la vida eterna, queremos reflexionar ahora en el camino que conduce a ella. Por eso, desarrollamos la perspectiva presentada en la carta apostólica Tertio millennio adveniente: «Toda la vida cristiana es como una gran peregrinación hacia la casa del Padre, del cual se descubre cada día su amor incondicional por toda criatura humana, y en particular por el ilhijo pródigolh (cf. Lc 15, 11-32). Esta peregrinación afecta a lo íntimo de la persona, prolongándose después a la comunidad creyente para alcanzar a la humanidad entera» (n. 49).
En realidad, lo que el cristiano vivirá un día en plenitud, ya se ha anticipado en cierto modo ahora. En efecto, la Pascua del Señor es inauguración de la vida del mundo futuro.
2. El Antiguo Testamento prepara el anuncio de esta verdad a través de la compleja temática del Éxodo. El camino del pueblo elegido hacia la tierra prometida (cf. Ex 6, 6) es como un magnífico icono del camino del cristiano hacia la casa del Padre. Obviamente, la diferencia es fundamental: en el antiguo Éxodo la liberación estaba orientada a la posesión de la tierra, don provisional como todas las realidades humanas; en cambio, el nuevo «Éxodo» consiste en el itinerario hacia la casa del Padre, en una perspectiva de índole definitiva y de eternidad, que trasciende la historia humana y cósmica. La tierra prometida del Antiguo Testamento se perdió de hecho con la caída de los dos reinos y con el destierro de Babilonia, después del cual se desarrolló la idea de un regreso como nuevo Éxodo. Sin embargo, este camino no llevó únicamente a otro asentamiento de tipo geográfico o político, sino que se abrió a una visión «escatológica» que ya preludiaba la revelación plena en Cristo. En esta dirección se orientan precisamente las imágenes universalistas que, en el libro de Isaías, describen el camino de los pueblos y de la historia hacia una nueva Jerusalén, centro del mundo (cf. Is 56-66).
3. El Nuevo Testamento anuncia el cumplimiento de esta gran espera, señalando en Cristo al Salvador del mundo: «Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva» (Ga 4, 4-5). A la luz de este anuncio, la vida presente ya está bajo el signo de la salvación. Ésta se realiza en el acontecimiento de Jesús de Nazaret, que culmina en la Pascua, pero su realización plena tendrá lugar en la «parusía», en la última venida de Cristo.
Según el apóstol Pablo, este itinerario de salvación, que une el pasado con el presente, proyectándolo al futuro, es fruto de un designio de Dios, centrado totalmente en el misterio de Cristo. Se trata del «misterio de su voluntad según el benévolo designio que en él se propuso de antemano, para realizarlo en la plenitud de los tiempos: hacer que todo tenga a Cristo por cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra» (Ef 1, 9-10; cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 1042 ss).
En este designio divino, el presente es el tiempo del «ya, pero todavía no», tiempo de la salvación ya realizada y del camino hacia su actuación perfecta: «Hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo» (Ef 4, 13).
4. El crecimiento hacia esa perfección en Cristo y, por tanto, hacia la experiencia del misterio trinitario, implica que la Pascua sólo se ha de realizar y celebrar plenamente en el reino escatológico de Dios (cf. Lc 22, 16). Pero el acontecimiento de la encarnación, de la cruz y de la resurrección constituye ya la revelación definitiva de Dios. El ofrecimiento de redención que dicho acontecimiento entraña se inscribe en la historia de nuestra libertad humana, llamada a responder a la invitación de salvación.
La vida cristiana es participación en el misterio pascual, como camino de cruz y resurrección. Camino de cruz, porque nuestra existencia pasa continuamente por la criba purificadora que lleva a superar el viejo mundo marcado por el pecado. Camino de resurrección, porque el Padre, al resucitar a Cristo, ha derrotado el pecado, por lo cual, en el creyente, el «juicio de la cruz» se convierte en «justicia de Dios», es decir, en triunfo de su verdad y de su amor sobre la perversidad del mundo.
5. La vida cristiana es, en definitiva, un crecimiento en el misterio de la Pascua eterna. Por tanto, exige tener la mirada fija en la meta, en las realidades últimas, y, al mismo tiempo, comprometerse en las realidades «penúltimas»: entre éstas y la meta escatológica no hay oposición, sino, al contrario, una relación de mutua fecundación. Aunque es preciso afirmar siempre el primado de lo eterno, eso no impide que vivamos rectamente, a la luz de Dios, las realidades históricas (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 1048 ss).
Se trata de purificar toda expresión de lo humano y toda actividad terrena, para que en ellas se refleje cada vez más el misterio de la Pascua del Señor. En efecto, como nos ha recordado el Concilio, la actividad humana, que lleva siempre consigo el signo del pecado, es purificada y elevada hasta la perfección por el misterio pascual, de modo que «los bienes de la dignidad humana, la comunión fraterna y la libertad, es decir, todos los frutos buenos de la naturaleza y de nuestra diligencia, tras haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y según su mandato, los encontramos después de nuevo, limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados, cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y universal» (Gaudium et spes, 39).
Esta luz de eternidad ilumina la vida y toda la historia del hombre sobre la tierra.
Saludos
Saludo cordialmente a los participantes en las «Jornadas de convivencia y cultura», organizadas este año en Roma por la Institución teresiana. Os animo a seguir profundizando en vuestra misión eclesial en medio del mundo, fieles al carisma del beato padre Poveda. Saludo también a los peregrinos venidos de España, México, Argentina y demás países latinoamericanos. Al encomendaros bajo la protección de la Virgen María, cuya fiesta de la Asunción celebraremos próximamente, os bendigo a todos de corazón.
Mi cordial pensamiento se dirige ahora a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados.
Celebramos hoy la memoria de santa Clara de Asís, luminoso modelo de joven, que supo vivir con valentía y generosidad su adhesión a Cristo.
Queridos jóvenes, vosotros en particular imitad su ejemplo, para poder responder fielmente como ella a la llamada del Señor. Os aliento a vosotros, queridos enfermos, a uniros diariamente a Jesús sufriente, a fin de llevar con fe vuestra cruz para la salvación de todos los hombres. Y vosotros, queridos recién casados, sed siempre en vuestra familia apóstoles del evangelio del amor.
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Antes de despedirse, el Santo Padre quiso recordar el quincuagésimo aniversario de las Convenciones de Ginebra, que se celebraba al día siguiente
No puedo por menos de recordar que precisamente mañana se celebra el quincuagésimo aniversario de las Convenciones de Ginebra, que se adoptaron al final de la segunda guerra mundial para asegurar la protección de los civiles, de los prisioneros y de todas las víctimas de los conflictos armados.
Este aniversario atrae nuevamente la atención de la comunidad internacional hacia la situación de las víctimas de las guerras que, aún hoy, ensangrientan a numerosos Estados.
Esa mínima protección de la dignidad de todo ser humano, garantizada por el derecho internacional humanitario, muy a menudo es violada en nombre de exigencias militares o políticas, que jamás deberían prevalecer sobre el valor de la persona humana.
Es necesario hoy lograr un nuevo consenso sobre los principios humanitarios y reforzar sus fundamentos, para impedir que se repitan atrocidades y abusos.
La Iglesia no se cansa de repetir que es indispensable la educación en el respeto de toda vida humana, colaborando activamente con cuantos trabajan a fin de asegurar el respeto de la dignidad y la asistencia a los que sufren, tanto civiles como militares.
Sobre cuantos se prodigan en favor de tantas víctimas inocentes de los conflictos, de los prisioneros y de los civiles a merced de la violencia, invoco la bendición del Señor.