Audiencia del 17 de marzo
JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 17 de marzo de 1993
La asistencia divina en el magisterio del sucesor de Pedro
(Lectura:
capítulo 16 de san Mateo, versículos 15-19)
1. El magisterio del Romano Pontífice, que hemos explicado en la catequesis precedente, entra en el ámbito y marca el culmen de la misión de predicar el Evangelio, confiada por Jesús a los Apóstoles y a sus sucesores. Leemos en la constitución Lumen gentium del concilio Vaticano II: «Entre los principales oficios de los obispos se destaca la predicación del Evangelio. Porque los obispos son los pregoneros de la fe que ganan nuevos discípulos para Cristo y son los maestros auténticos, o sea los que están dotados de la autoridad de Cristo, que predican al pueblo que les ha sido encomendado la fe que ha de ser creída y ha de ser aplicada a la vida... Cuando enseñan en comunión con el Romano Pontífice, deben ser respetados por todos como testigos de la verdad divina y católica; los fieles, por su parte, en materia de fe y costumbres, deben aceptar el juicio de su obispo, dado en nombre de Cristo, y deben adherirse a él con religioso respeto» (n. 25).
La función magisterial de los obispos está, pues, estrechamente vinculada con la del Romano Pontífice. Por eso, con razón, el texto conciliar prosigue afirmando: «Este obsequio religioso de la voluntad y del entendimiento de modo particular ha de ser prestado al magisterio auténtico del Romano Pontífice aun cuando no hable ex cathedra; de tal manera que se reconozca con reverencia su magisterio supremo y con sinceridad se preste adhesión al parecer expresado por él, según su manifiesta mente y voluntad, que se colige principalmente ya sea por la índole de los documentos, ya sea por la frecuente proposición de la misma doctrina, ya sea por la forma de decirlo» (ib.).
2. Esta autoridad suprema del magisterio papal, que tradicionalmente se suele definir apostólico, también en su ejercicio ordinario, deriva del hecho institucional por el que el Romano Pontífice es el sucesor de Pedro en la misión de enseñar, confirmar a sus hermanos y garantizar la conformidad de la predicación de la Iglesia con el depósito de la fe de los Apóstoles y con la doctrina de Cristo. Pero deriva también de la convicción, madurada en la tradición cristiana, de que el obispo de Roma es el heredero de Pedro también en los carismas de asistencia especial que Jesús le aseguró cuando le dijo: «Yo he rogado por ti» (Lc 22, 32). Eso significa una ayuda continua del Espíritu Santo en todo el ejercicio de la misión doctrinal, orientada a hacer comprender la verdad revelada y sus consecuencias en la vida humana.
Por esto, el concilio Vaticano II afirma que toda la enseñanza del Papa merece ser escuchada y aceptada, incluso cuando no la expone ex cathedra, sino que la presenta en el ejercicio ordinario del magisterio con clara intención de enunciar, recordar o reafirmar la doctrina de fe. Es una consecuencia del hecho institucional y de la herencia espiritual que dan las dimensiones completas de la sucesión de Pedro.
3. Como es bien sabido, existen casos en los que el magisterio pontificio se ejerce solemnemente acerca de algunos puntos particulares de la doctrina, pertenecientes al depósito de la revelación o estrechamente vinculados a ella. Es el caso de las definiciones ex cathedra, como las de la Inmaculada Concepción de María, hecha por Pío IX en 1854, y de la Asunción al cielo, hecha por Pío XII en 1950. Como sabemos, estas definiciones han proporcionado a todos los católicos la certeza en la afirmación de estas verdades y la exclusión de toda duda al respecto.
Casi siempre la razón de las definiciones ex cathedra es esta certificación de las verdades que es preciso creer porque pertenecen al depósito de la fe, y la exclusión de toda duda, o también la condena del error acerca de su autenticidad y su significado. Así se produce el momento de máxima concentración, incluso formal, de la misión doctrinal conferida por Jesús a los Apóstoles y, en ellos, a sus sucesores.
4. Dada la extraordinaria grandeza e importancia de ese magisterio para la fe, la tradición cristiana ha reconocido al sucesor de Pedro, que lo ejerce solo o en comunión con los obispos reunidos en concilio, un carisma de asistencia del Espíritu Santo, que se suele llamar infalibilidad.
He aquí lo que dice a este respecto el concilio Vaticano I: «El Romano Pontífice, cuando habla ex cathedra, esto es, cuando, cumpliendo su cargo de pastor y doctor de todos los cristianos, define por su suprema autoridad apostólica que una doctrina sobre la fe y costumbres debe ser sostenida por la Iglesia universal, por la asistencia divina que le fue prometida en la persona del bienaventurado Pedro, goza de aquella infalibilidad de que el Redentor divino quiso que estuviera provista su Iglesia en la definición de la doctrina sobre la fe y las costumbres; y, por tanto, las definiciones del Romano Pontífice son irreformables por sí mismas y no por el consentimiento de la Iglesia» (DS 3074).
Esta doctrina ha sido resumida, confirmada y explicada también por el concilio Vaticano II, que afirma: «El Romano Pontífice, cabeza del colegio episcopal, goza de esta misma infalibilidad en razón de su oficio cuando, como supremo pastor y doctor de todos los fieles, que confirma en la fe a sus hermanos (cf. Lc 22, 32), proclama de una forma definitiva la doctrina de fe y costumbres. Por esto se afirma, con razón, que sus definiciones son irreformables por sí mismas y no por el consentimiento de la Iglesia, por haber sido proclamadas bajo la asistencia del Espíritu Santo... y no necesitar de ninguna aprobación de otros ni admitir tampoco apelación a otro tribunal. Porque en esos casos, el Romano Pontífice no da una sentencia como persona privada, sino que, en calidad de maestro supremo de la Iglesia universal, en quien singularmente reside el carisma de la infalibilidad de la Iglesia misma, expone o defiende la doctrina de la fe católica» (Lumen gentium, 25).
5. Conviene notar que el concilio Vaticano II pone de relieve el magisterio de los obispos unidos con el Romano Pontífice, subrayando que también ellos gozan de la asistencia del Espíritu Santo cuando definen juntamente con el sucesor de Pedro un punto de fe: «La infalibilidad prometida a la Iglesia reside también en el cuerpo de los obispos cuando ejerce el supremo magisterio en unión con el sucesor de Pedro... Mas cuando el Romano Pontífice o el cuerpo de los obispos juntamente con él definen una doctrina, lo hacen siempre de acuerdo con la misma Revelación..., la cual es íntegramente transmitida por escrito o por tradición a través de la sucesión legitima de los obispos... y, bajo la luz del Espíritu de verdad, es santamente conservada y fielmente expuesta en la Iglesia» (ib.).
Y prosigue: «Aunque cada uno de los prelados no goce por sí de la prerrogativa de la infalibilidad, sin embargo, cuando, aún estando dispersos por el orbe, pero manteniendo el vínculo de comunión entre sí y con el sucesor de Pedro, enseñando auténticamente en materia de fe y costumbres, convienen en que una doctrina ha de ser tenida como definitiva, en ese caso proponen infaliblemente la doctrina de Cristo. Pero todo esto se realiza con mayor claridad cuando, reunidos en concilio ecuménico, son para la Iglesia universal los maestros y jueces de la fe y costumbres, a cuyas definiciones hay que adherirse con la sumisión de la fe". "Esta infalibilidad que el divino Redentor quiso que tuviese su Iglesia cuando define la doctrina de fe y costumbres, se extiende tanto cuanto abarca el depósito de la Revelación» (ib.).
6. En estos textos conciliares se realiza una especie de codificación de la conciencia existente ya en los Apóstoles reunidos en el concilio de Jerusalén: «Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros...» (Hch 15 28). Esa conciencia confirmaba la promesa de Jesús de mandar el Espíritu de verdad a los Apóstoles y a la Iglesia, después de haber vuelto al Padre, una vez realizado el sacrificio de la cruz: «El Espíritu Santo... os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho» (Jn 14, 26). Esa promesa se había cumplido en Pentecostés, y los Apóstoles se sentían aún vivificados por ella. La Iglesia ha heredado de ellos esa conciencia y ese recuerdo.
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Saludos
Amadísimos hermanos y hermanas:
Saludo ahora muy cordialmente a todos los peregrinos y visitantes procedentes de los diversos países de América Latina y de España. En particular, a la peregrinación procedente de El Salvador, a las Comunidades Neocatecumenales de España, a los miembros de la federación provincial de Agrupaciones de Empresarios de la Construcción, de Cádiz, así como a los alumnos y profesores del Instituto Nervión de Sevilla, y a la peregrinación de la parroquia de San Cipriano de Toledo. A todos imparto con afecto la Bendición Apostólica.