Audiencia general 4 de abril de 1979
JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 4 de abril de 1979
Solidaridad universal y fraternidad cristiana
Hermanas y hermanos queridísimos:
1. Deseo volver una vez más a los temas de nuestras tres meditaciones cuaresmales: oración, ayuno y limosna, y sobre todo a esta última. Si la oración, el ayuno y la limosna forman nuestra conversión a Dios, conversión que se expresa de modo más exacto con el término griego metánoia, si constituyen el tema principal de la liturgia cuaresmal, un estudio penetrante de esta liturgia nos persuade que la limosna ocupa en ella un puesto particular. Tratamos de explicarlo brevemente el miércoles pasado, recurriendo a la enseñanza de Cristo y de los Profetas del Antiguo Testamento, que tiene resonancias frecuentes en la liturgia cuaresmal.
Pero es necesario actualizar este tema, traducirlo, por así decir, no sólo a un lenguaje de términos modernos, sino también al lenguaje de la actual realidad humana: interior y social a la vez. ¿Cómo se refieren a la realidad actual las palabras pronunciadas hace miles de años, en un contexto histórico-social completamente diverso, palabras dirigidas a hombres de una mentalidad tan distinta de la de hoy? ¿Cómo es posible, pues, aplicarlas a nosotros mismos? ¿A qué puntos neurálgicos de nuestra injusticia actual, de las iniquidades humanas, de las muchas desigualdades que no han desaparecido ciertamente de la vida de la humanidad aunque tantas veces la palabra de orden igualdad se haya escoto en varias banderas deben afectar estas palabras?
Resuenan con fuerza insólita las palabras discretas de Cristo dirigidas un día al apóstol traidor: Pobres siempre los tenéis con vosotros, pero a mí no me tenéis siempre (Jn 12, 8).
Siempre tendréis pobres entre vosotros. Después del abismo de esta palabra, ningún hombre ha podido decir jamás qué es la pobreza. (...). Cuando se pregunta a Dios, responde que precisamente Él es el Pobre: Ego sum pauper (Léon Bloy, La femme pauvre, II, 1, Mercure de France, 1948).
2. La llamada a la penitencia, a la conversión significa llamada a la apertura interior hacia los otros. Nada puede sustituir a esta llamada ni en la historia de la Iglesia, ni en la del hombre. Esta llamada tiene destinos infinitos. Se dirige a cada uno de los hombres y se dirige a cada uno por motivos propios. Cada uno, pues, debe mirarse en los dos aspectos del destino de esta llamada. Cristo exige de mí una apertura hacia el otro. Pero, ¿hacia qué otro? ¡Hacia el que está aquí, en este momento! No se puede aplazar esta llamada de Cristo a un momento indefinido, en el que aparecerá el mendigo calificado y tenderá la mano.
Debo estar abierto a cada uno de los hombres, pronto a ofrecerme. A ofrecerme, ¿con qué? Es sabido que a veces con una sola palabra podemos hacer un don a otro, pero también podemos con una sola palabra atacarlo dolorosamente, injuriarlo, herirlo, podemos incluso matarlo moralmente. Es necesario, pues, acoger esta llamada de Cristo cada día en las situaciones ordinarias de convivencia y de contacto, donde cada uno de nosotros es siempre el que puede dar a los otros y, al mismo tiempo, el que sabe aceptar lo que los otros pueden ofrecerle.
Realizar la llamada de Cristo para abrirse interiormente a los otros, significa vivir siempre con la prontitud de encontrarse en la otra parte del destino de esta llamada. Yo soy el que da a los otros, también cuando sé aceptar, cuando soy agradecido por todo bien que me viene de los otros. No puedo ser cerrado y desagradecido. No puedo aislarme. Aceptar la llamada de Cristo a la apertura hacia los otros exige, como se ve, una reelaboración de todo el estilo de nuestra vida cotidiana. Es necesario aceptar esta llamada en las dimensiones reales de la vida. No aplazarla para condiciones y circunstancias distintas, para cuando se presente su necesidad. Es necesario perseverar continuamente en tal actitud interior. De otro modo, cuando se presente la ocasión extraordinaria podrá ocurrirnos que no tengamos una disposición adecuada.
3. Entendiendo así, de modo práctico, el significado de la llamada de Cristo a ofrecerse a los otros en la vida de cada día, no queramos restringir el sentido de esta donación sólo a los hechos cotidianos, de pequeñas dimensiones, por así decirlo. Nuestro prestarse debe mirar también a los hechos lejanos, a las necesidades del prójimo con quien no estamos en contacto cada día, pero de cuya existencia somos conscientes. Sí, hoy conocemos mucho mejor las necesidades, los sufrimientos, las injusticias de los hombres que viven en otros países, en otros continentes. Estamos lejos de ellos geográficamente, estamos separados por barreras lingüísticas, por fronteras puestas por cada Estado... No podemos meternos directamente en su hambre, en su indigencia, en los malos tratos, en las humillaciones, en las torturas, en la prisión, en las discriminaciones sociales, en su condena a un exilio exterior o a la proscripción, sin embargo, sabemos que sufren y sabemos que son hombres como nosotros, hermanos nuestros. La fraternidad no se ha escrito sólo sobre las banderas y estandartes de las revoluciones modernas. Hace ya mucho tiempo la ha proclamado Cristo: ...todos vosotros sois hermanos (Mt 23, 8). Y aún más: Él ha dado un punto de referencia indispensable a esta fraternidad: nos ha enseñado a decir: Padre nuestro. La fraternidad humana presupone la paternidad divina.
La llamada de Cristo a abrirse al otro, al hermano, precisamente al hermano, tiene un radio de extensión siempre concreto y siempre universal. Mira a cada uno por que se refiere a todos. La medida de este abrirse no es sólo y no es tanto la cercanía del otro, cuanto precisamente sus necesidades: tuve hambre, tuve sed, estaba desnudo, en la cárcel, enfermo... Respondamos a esta llamada buscando al hombre que sufre, siguiéndolo hasta más allá de las fronteras de los Estados y continentes. De este modo se crea a través del corazón de cada uno de nosotros esa dimensión universal de la solidaridad humana. La misión de la Iglesia es custodiar esta dimensión: no limitarse a algunas fronteras, a algunas orientaciones políticas, a algunos sistemas. Custodiar la solidaridad humana universal sobre todo con quienes sufren; conservarla mirando a Cristo que precisamente ha formado de una vez para siempre tales dimensiones de solidaridad con el hombre: La caridad de Cristo nos constriñe, persuadidos como estamos de que, si uno murió por todos, luego todos son muertos; y murió por todos para que los que viven no vivan ya para sí, sino para Aquel que por ellos murió y resucitó (2 Cor 5, 14 s.). Y nos la ha dado como tarea de una vez para siempre. La ha dado a todos. A cada uno. ¿Quién desfallece que no desfallezca yo? ¿Quién se escandaliza que yo no me abrase?. Son las palabras de San Pablo (2 Cor 11, 29).
Por lo tanto, en nuestra conciencia en la conciencia individual del cristiano, en la conciencia social de los diversos ambientes, en las naciones, deben formarse, diría, zonas particulares de solidaridad precisamente con quienes sufren más. Debemos trabajar sistemáticamente para que las zonas de las particulares necesidades humanas, de los grandes sufrimientos, de los agravios, de las injusticias, sean zonas de solidaridad cristiana de toda la Iglesia y, a través de la Iglesia, de cada una de las sociedades y de toda la humanidad.
4. Si vivimos en condiciones de prosperidad o de bienestar, debemos ser tanto más conscientes de toda la geografía del hambre sobre el globo terrestre; debemos dirigir tanto más nuestra atención a la miseria humana, como fenómeno de masa: debemos despertar nuestra responsabilidad y estimular la prontitud para una ayuda activa y eficaz. Si vivimos en condiciones de libertad, de respeto a los derechos humanos, debemos sufrir tanto más por las opresiones de las sociedades que están privadas de libertad, de los hombres que están privados de los fundamentales derechos humanos. Y esto se refiere también a la libertad religiosa. De modo particular allí donde existe el respeto a la libertad religiosa, debemos participar en los sufrimientos de los hombres, a veces de comunidades religiosas enteras y de Iglesias enteras, a quienes se niega el derecho a la vida religiosa según la propia confesión o el propio rito.
¿Debo llamar a tales situaciones por su nombre? Ciertamente. Este es mi deber. Pero no podemos quedarnos sólo en esto. Es necesario que todos nosotros y en todo lugar nos esforcemos por asumir una actitud de solidaridad cristiana con nuestros hermanos en la fe, que sufren discriminaciones y persecuciones. Es necesario además buscar formas en las que esta solidaridad pueda expresarse. Esta ha sido siempre, desde los tiempos más antiguos, la tradición de la Iglesia. De hecho, es bien conocido que la Iglesia de Jesucristo no entró en la historia de la humanidad en posición de fuerza, sino a través de siglos de sufrir persecuciones. Y precisamente estos siglos han creado la más profunda tradición de la solidaridad cristiana.
También hoy esta solidaridad es la fuerza de una auténtica renovación. Es el camino indispensable para la autorrealización de la Iglesia en el mundo contemporáneo. Es la prueba de nuestra fidelidad a Cristo que ha dicho: Pobres los tenéis siempre con vosotros (Jn 12, 8), y aún más: Cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis (Mt 25, 40). Nuestra conversión a Dios se realiza sólo por el camino de esta solidaridad.
Os bendigo con mucho afecto.
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