Audiencia general del 10 de abril de 1991
JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 10 de abril de 199
1
El Espíritu Santo, raíz de la vida interior
1. San Pablo nos ha hablado en la catequesis anterior de la «ley del espíritu que da la vida en Cristo Jesús» (Rm 8, 2): una ley según la cual hay que vivir, si se quiere «caminar según el Espíritu» (cf. Ga 5, 25), realizando las obras del Espíritu, no las de la «carne».
El Apóstol pone de relieve la contraposición entre «carne» y «Espíritu», y entre los dos tipos de obras, de pensamientos y de vida que dependen de ella: «Los que viven según la carne, desean lo carnal; mas los que viven según el Espíritu, lo espiritual. Pues las tendencias de la carne son muerte; mas las del Espíritu, vida y paz» (Rm 8, 5-6).
El espectáculo de las «obras de la carne» y de las condiciones de decadencia espiritual y cultural a la que llega el homo animalis es desolador. Sin embargo ello no debe hacer olvidar la realidad de la vida «según el Espíritu», que es muy diversa y que también está presente en el mundo y se opone a la expansión de las fuerzas del mal. San Pablo habla de ello en la carta a los Gálatas poniendo de relieve el «fruto del Espíritu», que es «amor, gozo, paz, paciencia, benevolencia, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí» (cf. 5, 19-22), en contraposición a las «obras de la carne», que excluyen del «reino de Dios». Estas cosas ―también según san Pablo― se le dictan al creyente desde el interior, es decir, desde la «ley del Espíritu» (Rm 8, 2), que está en él y lo guía en la vida interior (cf. Ga 5, 18. 25).
2. Por tanto, se trata de un principio de la vida espiritual y de la conducta cristiana, que es interior y al mismo tiempo transcendente, como se deduce ya de las palabras de Jesús a los discípulos: «el Espíritu de la verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no le ve ni le conoce... en vosotros está» (Jn 14, 17). El Espíritu Santo viene de lo alto, pero penetra y reside en nosotros para animar nuestra vida interior. Jesús no dice sólo: «él permanece junto a vosotros», lo cual puede sugerir la idea de una presencia que es solamente cercana, sino que añade que se trata de una presencia dentro de nosotros (cf. Jn 14, 17). San Pablo, a su vez, desea a los efesios que el Padre les conceda que sean «fortalecidos por la acción de su Espíritu en el hombre interior» (Ef 3, 16): es decir, en el hombre que no se contenta con una vida externa, a menudo superficial, sino que trata de vivir en las «profundidades de Dios», escrutadas por el Espíritu Santo (cf. 1 Co 2, 10).
La distinción que hace Pablo entre el hombre «psíquico» y el hombre «espiritual» (cf. 1 Co 2, 13-14) nos ayuda a comprender la diferencia y la distancia que existe entre la madurez connatural a las capacidades del alma humana y la madurez propiamente cristiana, que implica el desarrollo de la vida del Espíritu, la madurez de la fe, de la esperanza y de la caridad. La conciencia de esta raíz divina de la vida espiritual, que se expande desde lo íntimo del alma a todos los sectores de la existencia, incluso los externos y sociales, es un aspecto fundamental y sublime de la antropología cristiana. Fundamento de esa conciencia es la verdad de fe por la que creo que el Espíritu Santo habita en mí (cf. 1 Co 3, 16), ora en mí (cf. Rm 8, 26; Ga 4, 6), me guía (cf. Rm 8, 14) y hace que Cristo viva en mí (cf. Ga 2, 20).
3. También la comparación que Jesús utiliza en el coloquio con la samaritana junto al «pozo de Jacob» sobre el «agua viva» que él dará a quien crea, agua que «se convertirá en él en fuente de agua que brota para vida eterna, (Jn 4, 14), simboliza el manantial interior de la vida espiritual. Lo aclara Jesús mismo con ocasión de la «fiesta de las Tiendas» (cf. Jn 7, 2), cuando, «puesto en pie, gritó: si alguno tiene sed, venga a mí, y beba el que crea en mí; como dice la Escritura (cf. Is 55, 1): de su seno correrán ríos de agua viva». Y el evangelista Juan comenta: «esto lo decía refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él» (Jn 7, 37-39).
El Espíritu Santo desarrolla en el creyente todo el dinamismo de la gracia que da la vida nueva, y de las virtudes que traducen esta vitalidad en frutos de bondad. El Espíritu Santo actúa también desde el «seno» del creyente como fuego, según otra semejanza que utiliza el Bautista a propósito del bautismo: «él os bautizará en Espíritu Santo y fuego» (Mt 3, 11); y Jesús mismo sobre su misión mesiánica: «He venido a arrojar un fuego sobre la tierra» (Lc 12, 49). Por ello, el Espíritu suscita una vida animada por aquel fervor que san Pablo recomendaba en la carta a los Romanos: «sed fervorosos en el Espíritu» (12, 11). Es la «llama viva de amor» que pacífica, ilumina, abrasa y consuma, como tan bien explicó san Juan de la Cruz.
4. De esta forma se desarrolla en el creyente, bajo la acción del Espíritu Santo, una santidad original, que asume, eleva y lleva a la perfección la personalidad de cada uno, sin destruirla. Así cada santo tiene su fisonomía propia. Stella differta stella, se puede decir con san Pablo: «una estrella difiere de otra en resplandor» (1 Co 15, 41): no sólo en la «resurrección futura» a la que se refiere el Apóstol, sino también en la condición actual del hombre, que no es ya sólo psíquico (dotado de vida natural), sino espiritual (animado por el Espíritu Santo) (cf. 1 Co 15, 44 ss.).
La santidad está en la perfección del amor. Y sin embargo varía según la multiplicidad de aspectos que el amor adquiere en las diversas condiciones de la vida personal. Bajo la acción del Espíritu Santo, cada uno vence en el amor el instinto del egoísmo, y desarrolla las mejores fuerzas en su modo original de darse. Cuando la fuerza expresiva y expansiva de la originalidad es muy poderosa, el Espíritu Santo hace que en torno a esas personas (aunque a veces permanezcan escondidas) se formen grupos de discípulos y seguidores. De este modo nacen corrientes de vida espiritual, escuelas de espiritualidad, institutos religiosos, cuya variedad en la unidad es, pues, efecto de esa divina intervención. El Espíritu Santo valora las capacidades de todos en las personas y en los grupos, en las comunidades y en las instituciones, entre los sacerdotes y entre los laicos.
5. De la fuente interior del Espíritu deriva también el nuevo valor de libertad, que caracteriza la vida cristiana. Como dice san Pablo: «donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad» (2 Co 3, 17). El Apóstol se refiere directamente a la libertad adquirida por los seguidores de Cristo respecto a la ley judaica, en sintonía con la enseñanza y la actitud de Jesús mismo. Pero el principio que él enuncia tiene un valor general. Efectivamente, él habla repetidas veces de la libertad como vocación del cristiano: «Hermanos, habéis sido llamados a la libertad» (Ga 5, 13). Y explica bien de qué se trata. Según el Apóstol, «el que camina según el Espíritu» (Ga 5, 13) vive en la libertad, porque no se halla ya bajo el yugo opresor de la carne: «Si vivís según el Espíritu, no daréis satisfacción a las apetencias de la carne» (Ga 5, 16). «Las tendencias de la carne son muerte; mas las del Espíritu, vida y paz» (Rm 8, 6).
Las «obras de la carne», de las que está libre el cristiano fiel al Espíritu, son las del egoísmo y las pasiones, que impiden el acceso al reino de Dios. En cambio, las obras del Espíritu son las del amor: «Contra tales cosas ―observa san Pablo― no hay ley» (Ga 5, 23).
Se deriva de aquí ―según el Apóstol― que «si sois conducidos por el Espíritu, no estáis bajo la ley» (Ga 5, 18). Al escribir a Timoteo, no duda en decir: «La ley no ha sido instituida para el justo» (1 Tm 1, 9). Y santo Tomás explica: «La ley no tiene fuerza coactiva sobre los justos, sino sobre los malos» (I-II, q. 96 a. 5, ad. 1), puesto que los justos no hacen nada contrario a la ley. Más aún guiados por el Espíritu Santo, hacen libremente más de lo que pide la ley (cf. Rm 8, 4; Ga 5, 13-16).
6. Ésta es la admirable conciliación de la libertad y de la ley, fruto del Espíritu Santo que actúa en el justo, como habían predicho Jeremías y Ezequiel al anunciar la interiorización de la ley en la Nueva Alianza (cf. Jr 31, 31-34; Ez 36, 26-27).
«Infundiré mi Espíritu en vosotros» (Ez 36, 27). Esta profecía se ha verificado y sigue realizándose siempre en los fieles de Cristo y en el conjunto de la Iglesia. El Espíritu Santo da la posibilidad de ser, no meros observantes de la ley, sino libres, fervientes y fieles realizadores del designio de Dios. Se realiza así cuanto dice el Apóstol: «Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un Espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre!» (Rm 8, 14-15). Es la libertad de hijos que anunció Jesús como la verdadera libertad (cf. Jn 8, 36). Se trata de una libertad interior, fundamental, pero orientada siempre hacia el amor, que hace posible y casi espontáneo el acceso al Padre en el único Espíritu (cf. Ef 2, 18). Es la libertad guiada que resplandece en la vida de los santos.
Saludos
Amadísimos hermanos y hermanas:
Deseo ahora dar mi más cordial bienvenida a este encuentro a todos los peregrinos y visitantes procedentes de los diversos Países de América Latina y de España.
Mi saludo afectuoso se dirige a los sacerdotes, religiosos y demás almas consagradas, así como a los grupos parroquiales y de colegios aquí presentes. En particular a la peregrinación proveniente de Monterrey (México) y a los ex-Alumnos de los Colegios de la Guardia Civil española.
A todos imparto de corazón la bendición apostólica.
© Copyright 1991 - Libreria Editrice Vaticana