Audiencia general del 11 de diciembre de 1985
JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 11 de diciembre de 1985
Dios tres veces santo
1 "Santo, Santo, Santo es el Señor, / Dios del universo. / Llenos están el cielo y la tierra de tu gloria" (Liturgia de la Misa).
Cada día la Iglesia confiesa la santidad de Dios. Lo hace especialmente en la liturgia de la Misa, después del prefacio, cuando comienza la plegaria eucarística. Repitiendo tres veces la palabra "santo", el Pueblo de Dios dirige su alabanza al Dios uno y trino, cuya suprema transcendencia e inasequible perfección confiesa.
Las palabras de la liturgia eucarística provienen del libro de Isaías, donde se describe la teofanía, en la que el Profeta fue admitido a contemplar la majestad de la gloria de Dios, para anunciarla al pueblo:
"...Vi al Señor sentado sobre su trono alto y sublime... Había ante Él Serafines... / Los unos a los otros se gritaban y respondían: / Santo, Santo, Santo es el Señor de los ejércitos. / Está llena la tierra de su gloria" (Is 6, 1-3).
La santidad de Dios connota también su gloria (kabod Jahve) que habita el misterio íntimo de su divinidad y, al mismo tiempo, se irradia sobre toda la creación.
2. El Apocalipsis, el último libro del Nuevo Testamento, que recoge muchos elementos del Antiguo, propone de nuevo el "Trisagio" de Isaías, completado con los elementos de otra teofanía, tomados del Profeta Ezequiel (Ez 1, 26). En este contexto, pues, oímos proclamar de nuevo:
"Santo, Santo, Santo es el Señor Dios todopoderoso, el que era, el que es y el que viene" (Ap 4, 8).
3. En el Antiguo Testamento a la expresión "santo" corresponde la palabra hebrea "gados", en cuya etimología se contiene, por un lado, la idea de "separación" y, por otro, la idea de "luz": "estar encendido, ser luminoso". Por esto, las teofanías del Antiguo Testamento llevan consigo el elemento del fuego, como la teofanía de Moisés (Ex 3, 2), y la del Sinaí (Dt 4, 12), y también del resplandor, como la visión de Ezequiel (Ez 1, 27-28), la citada visión de Isaías (Is 6, 1-3) y la de Habacuc (Hab 3, 4). En los libros griegos del Nuevo Testamento a la expresión "santo" corresponde la palabra "hagios".
A la luz de la etimología veterotestamentaria se hace clara la siguiente frase de la Carta a los Hebreos: "...nuestro Dios es un fuego devorador" (Heb 12, 29. Cf. Dt 4, 24), así como la palabra de San Juan en el Jordán, respecto al Mesías: "...Él os bautizará en el Espíritu Santo y en el fuego" (Mt 3, 11). Se sabe también que en la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles, que tuvo lugar en el Cenáculo de Jerusalén, aparecieron "lenguas como de fuego" (Act 2, 3).
4. Si los cultivadores modernos de la filosofía de la religión (por ejemplo Rudolph Otto) ven en la experiencia que el hombre tiene de la santidad de Dios los componentes del "fascinosum" y del "tremendum", esto encuentra comprobación tanto en la etimología, que acabamos de recordar, del término veterotestamentario, como en las teofanías bíblicas, en las cuales aparece el elemento del fuego. El fuego simboliza, por un lado, el esplendor, la irradiación de la gloria de Dios (fascinosum), por otro, el calor que abrasa y aleja, en cierto sentido, el terror que suscita su santidad (tremendum). El "gados" del Antiguo Testamento incluye tanto el "fascinosum" que atrae, como el "tremendum" que rechaza, indicando "la separación" y, por lo mismo, la inaccesibilidad.
5. Ya otras veces, en las catequesis anteriores de este ciclo, hemos hecho referencia a la teofanía del libro del Éxodo. Moisés en el desierto, a los pies del Monte Horeb, vio una "zarza que ardía sin consumirse" (Cf. Ex 3, 2), y cuando se acerca a esa zarza, oye la voz: "No te acerques. Quita las sandalias de tus pies, que el lugar en que estás es tierra santa" (Ex 3, 5). Estas palabras ponen de relieve la santidad de Dios, que desde la zarza ardiente revela a Moisés su Nombre ("Yo soy el que soy"), y con este Nombre lo envía a liberar a Israel de la tierra egipcia. Hay en esta manifestación el elemento del "tremendum": la santidad de Dios permanece inaccesible para el hombre ("no te acerques"). Características semejantes tiene también toda la descripción de la Alianza hecha en el monte Sinaí (Ex 19-20).
6. Luego, sobre todo en la enseñanza de los Profetas, este rasgo de la santidad de Dios, inaccesible para el hombre, cede en favor de su cercanía, de su accesibilidad, de su condescendencia.
Leemos en Isaías:
"Porque así dice el Altísimo, / cuya morada y cuyo nombre es santo: / Yo habito en un lugar elevado y santo, / pero también con el contrito y humillado, / para hacer revivir el espíritu de los humillados / y reanimar los corazones contritos" (Is 57, 15).
De modo parecido en Oseas:
"...soy Dios y no hombre, / soy santo en medio de ti / y no llevaré a efecto el ardor de mi cólera." (Os 11, 9).
7. El testimonio máximo de su cercanía, Dios lo ha dado, enviando a la tierra a su Verbo, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, el cual tomó un cuerpo como el nuestro y vino a habitar entre nosotros.
Agradecidos por esta condescendencia de Dios, que ha querido acercarse a nosotros, no limitándose a hablarnos por medio de los Profetas, sino dirigiéndose a nosotros en la persona misma de su Hijo unigénito, repitamos con fe humilde y gozosa: "Tu solus Sanctus...". "Sólo Tú eres Santo, sólo Tú Señor, sólo Tú Altísimo, Jesucristo, con el Espíritu Santo en la gloria de Dios Padre. Amén".
Saludos
Ahora deseo presentar mi más cordial saludo a todos los peregrinos y visitantes de lengua española presentes en esta Audiencia.
Me es grato saludar en primer lugar al grupo de sacerdotes procedentes de Nicaragua. Os aliento a ser siempre fieles a vuestra vocación y a renovar ilusionadamente vuestro empeño de servicio a Dios y a los hermanos.
Saludo igualmente a la Delegación del Ecuador, así como a los peregrinos provenientes de Guatemala. Que vuestra visita a Roma confirme la catolicidad de vuestra fe cristiana.
A todas las personas y grupos procedentes de los diversos Países de América Latina y de España, en este tiempo de Adviento en que esperamos la venida del Señor, imparto con afecto la bendición apostólica.
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