Audiencia general del 11 de junio de 1980

Autor: Juan Pablo II

 

JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 11 de junio de 1980

1. Recuerdo constantemente la reciente visita a Francia: París y Lisieux, y hoy quiero manifestar, al menos en parte, lo que ha supuesto para mí.

Ante todo fue una invitación llegada mediante los hombres, pero sería difícil no entrever en ella la mano de la Providencia. Esta visita no estaba prevista. Desde hace tiempo había tomado en consideración el viaje al Congreso Eucarístico Internacional de Lourdes, que se celebrará en julio de 1981. En cambio, la invitación a París sólo surgió últimamente, con ocasión de una circunstancia particular, esto es, la sesión de la UNESCO.

Deseo agradecer aquí particularmente al Señor Amadou Mahtar M'Bow, Director General de esa Organización mundial, quien, desde hace ya tiempo, me había invitado a hacerles una visita.

La sigla UNESCO significa: Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura. Nos encontramos, pues, en el ámbito de la gran estructura de las Naciones Unidas que, desde el final de la terrible segunda guerra mundial, se ha convertido en una necesidad particular de nuestra época; ella —a pesar de las muchas dificultades de las que todos somos conscientes— no cesa de servir a la causa de la convivencia pacífica de las naciones de toda la tierra. En octubre del año pasado tuve el honor de participar en la reunión plenaria de la Organización de las Naciones Unidas en Nueva York, tras la invitación por parte del Secretario General, doctor Kurt Waldheim. Después, en noviembre del año pasado, por invitación del Director General, señor Edouard Saouma, estuve en la sede romana de la FAO, la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura, que se ocupa, en la dimensión de todo el globo, de los problemas ligados de manera más fundamental a la vida del hombre. De ello estamos convencidos, sobre todo nosotros que, según las palabras del mismo Jesús, pedimos constantemente al Padre: "El pan nuestro de cada día dánosle hoy". Y a través de estas palabras sentimos que problema es para los hombres contemporáneos, especialmente en algunas zonas de la tierra, el hambre, la falta de pan...

2. La UNESCO sirve, en la misma dimensión de toda la humanidad, a nivel internacional, a la causa de la cultura, de la ciencia y de la educación. Estos son los problemas en cuyo ámbito el hombre vive y se desarrolla como hombre, como persona, y como comunidad, como familia, como nación. Efectivamente, "no sólo de pan vive el hombre" (cf. Mt 4, 4)..., más aún, los problemas del pan están ligados al nivel de la cultura, de la ciencia y de la ética. La UNESCO no está directamente al servicio del problema del pan, sino de las cuestiones de la cultura, de la educación y de la ciencia, por lo tanto, del problema en cuyo ámbito se manifiesta más profundamente y se confirma lo que es el hombre, precisamente como hombre. Por esto, la Organización que dedica toda su actividad de modo directo a estos problemas, tiene una importancia del todo esencial para la consolidación en el mundo de los derechos del hombre, de la familia, de una nación, para asegurar la dignidad humana mediante la relación justa con la verdad y con la libertad.

Todos estos problemas, tan cercanos a las incumbencias de la Iglesia en todo tiempo, y en particular en nuestra época, han constituido una motivación amplia para mi visita a la sede de la UNESCO el día 2 de junio. Ella ha creado una ocasión particular para poner de relieve esa relación de la Iglesia con la cultura, que encontró su expresión en la enseñanza del Concilio Vaticano II, y especialmente en la Constitución Gaudium et spes. Esta visita ha sido también la ocasión para recordar, mediante una llamada particular a los científicos de todo el mundo, la gran causa de la paz.

3. París es la ciudad particularmente adecuada para albergar la sede de la Unesco. Gracias a la iniciativa del arzobispo de París, cardenal Marty, la visita a la sede de esa Organización ha tenido, al mismo tiempo, plenamente un carácter pastoral hacia la Iglesia que está en Francia. Hablo de ello con una especial gratitud, que dirijo tanto a los representantes de la Iglesia, como a los del pueblo y de cada una de las instancias del poder civil.

Juntamente con el Episcopado francés, he apreciado mucho la participación tan significativa del Presidente de la República Francesa, sus palabras de saludo, como también la participación de todo el Gobierno con el Primer Ministro a la cabeza, y del Cuerpo Diplomático. Por lo que se refiere a la ciudad de París, sería difícil no expresar gratitud al alcalde y a la junta municipal, así como a toda la población. Lo mismo debo decir respecto a la visita realizada en Lisieux.

Séame permitido hacer extensivas estas expresiones de agradecimiento a todas las personas y a las instituciones que han contribuido a la organización de esta visita, y han asegurado su desarrollo. De modo especial pienso en aquellos a quienes no he podido expresar personalmente esta gratitud, y hacia quienes me siento tan deudor y obligado. Les agradezco el haberme hecho posible, en todas las etapas y en cada una en particular, el servicio para el que iba a Francia. Gracias por haberlo hecho con tanta delicadeza, comprensión, benevolencia, con tanta maestría y cordial hospitalidad.

4. El servicio pastoral del Obispo de Roma tiene relación sobre todo con la Iglesia, pero al mismo tiempo, con la sociedad, con todos los hombres, con el "mundo" en el que la Iglesia está presente, y al que ha sido enviada. En el curso de estos pocos días he podido participar, de modo especial, en la misión que la Iglesia realiza en París, y así, indirectamente, he podido participar en la misión que realiza en toda Francia. Una expresión particular de esta participación fue el encuentro con toda la Conferencia del Episcopado Francés, bajo la guía del cardenal Roger Etchegaray, y con la participación de los otros cardenales, de todos los arzobispos y obispos franceses. La mirada colegial sobre el rico y no fácil panorama de las tareas que se vinculan con la misión episcopal, en relación con el propio ambiente social, debe completarse con una mirada más amplia; aunque no fuese más que por el influjo que la Iglesia francesa, así como la cultura francesa, ejercen más allá de las fronteras de esa nación.

Se trata de una Iglesia que tiene grandes méritos, tanto por lo que se refiere al florecimiento de las formas del pensamiento y de la espiritualidad cristiana, como también por el desarrollo de la actividad misionera. Parecía, pues, muy justificada la visita a Lisieux para honrar a Santa Teresa, que desde el Carmelo de esa ciudad ha indicado a muchos contemporáneos un particular camino interior hacia Dios, y a la que, al mismo tiempo, la Iglesia ha reconocido como la patrona de las misiones en todo el mundo.

La conciencia de que toda la Iglesia es "misionera", que está siempre y en todas partes "in statu missionis" —conciencia a la que ha dado expresión tan plena el Concilio Vaticano II— parece ofrecer nuevo impulso de modo especial al catolicismo en París y en Francia. Sería difícil analizar aquí, por una parte, los motivos particulares que contribuyen a esto y, por otra, las varias formas de acción de esta Iglesia, que dan testimonio de ello.

En el curso de mi breve visita he podido encontrarme con los sacerdotes, con los seminaristas, con las religiosas de las congregaciones, tanto activas como contemplativas, con los diversos grupos del apostolado de los laicos, con las Organizaciones Católicas Internacionales, con el Instituto Católico de París, con el mundo del trabajo en Saint-Denis, y con los jóvenes.

Son recuerdos inolvidables. Particularmente los dos últimos encuentros "abiertos", con la participación de algunas decenas de millares de personas, y llevados —por lo que se refiere al encuentro con los jóvenes— con el método del "diálogo", han quedado profundamente grabados en mi corazón. No se puede olvidar que París y Francia albergan, desde hace algunas generaciones, una numerosa emigración polaca, con la que he podido encontrarme durante la visita, así como con los otros grupos, sobre todo el portugués y el español, que en los últimos tiempos se han incrementado notablemente. A esto es necesario añadir el encuentro, que en cierto sentido continúa perdurando, con la gente, primero en París, luego en Lisieux, en el ámbito de las grandes plazas, a lo largo de las calles, y sobre todo a lo largo del Sena, desde la primera tarde. Este encuentro ha tenido también su "programa" no previsto y su elocuencia.

Conservo con gratitud en la memoria todos los lugares en los que he podido celebrar la Eucaristía, en particular ante la catedral de Notre Dame, ante la basílica de Saint-Denis, donde reposan los Reyes de Francia, en Bourget, ante la basílica de Lisieux, y los lugares en los que he podido rezar junto con los habitantes y con los que habían llegado de fuera: particularmente en rue du Bac y en Montmartre.

Conservo en la memoria el encuentro ecuménico, lleno de contenido profundo y —pienso— de comprensión recíproca; como también el encuentro con los representantes de las comunidades religiosas judías, y con los representantes de las comunidades musulmanas que actualmente en Francia son más bien amplias (más o menos dos millones). Recuerdo, además, los distintos encuentros con los hombres de la ciencia y de la cultura, con los escritores y con los artistas. Todos los encuentros forman parte de un conjunto muy variado y complejo, quizá con un programa excesivamente denso, pero muy rico y auténtico, por lo que no ceso de dar gracias a Dios y a los hombres.

"¿Amas tú?", "¿Me amas tú?", preguntó Cristo a Pedro después de la resurrección. La misma pregunta he repetido ante la basílica de Notre Dame, mostrando su significado clave para el futuro del hombre y del mundo, de Francia y de la Iglesia. Espero que en esta pregunta hayamos podido encontrar juntos de nuevo a Aquel que es la piedra angular de la historia —yjuntamente con la hija primogénita de la Iglesia—, hacernos conscientes de cuán profundamente provenimos de Él, y de cuán intensamente debemos fijar la mirada en Él, en Cristo, por estos caminos que nos conducen —como Iglesia y como humanidad— hacia el futuro.

 

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