Audiencia general del 12 de julio de 1989

Autor: Juan Pablo II

 

JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 12 de julio de 1989

 

Pentecostés como teofanía

1. Nuestro conocimiento del Espíritu Santo se basa en los anuncios que de Él nos da Jesús, sobre todo cuando habla de su partida y de su vuelta al Padre. “Si me voy,... vendrá a vosotros el Paráclito” (Jn 16, 7). Esta “partida” pascual de Cristo, que se realiza mediante la cruz, la resurrección y la ascensión, halla su “coronamiento” en Pentecostés, es decir, en la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles, “que perseveraban en la oración" en el Cenáculo “en compañía de la Madre de Jesús” (cf. Hch 1, 14), y del grupo de personas que formaban el núcleo de la Iglesia originaria.

En aquel acontecimiento el Espíritu Santo permanece el Dios “misterioso” (cf. Is 45, 15), y como tal permanecerá durante toda la historia de la Iglesia y del mundo. Se podría decir que Él está “escondido” en la sombra de Cristo, el Hijo-Verbo consubstancial con el Padre, que de forma visible “se hizo carne y puso su morada entre nosotros” (Jn 1, 14).

2. En el acontecimiento de la Encarnación el Espíritu Santo no se manifiesta visiblemente ―permanece el “Dios escondido”―, y envuelve a María en su misterio. A la Virgen, mujer elegida para el decisivo acercamiento de Dios al hombre, dice el Ángel: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra” (Lc 1, 35).

De la misma manera en Pentecostés el Espíritu Santo “extiende su sombra” sobre la Iglesia naciente, a fin de que bajo su soplo reciba la fuerza para anunciar “las maravillas de Dios” (cf. Hch 2, 11). Lo que había sucedido en el seno de María en la Encarnación, encuentra ahora una nueva realización. El Espíritu obra como el “Dios escondido”, invisible en su persona.

3. Sin embargo, Pentecostés es una teofanía, es decir, una poderosa manifestación divina, que completa la teofanía del Sinaí cuando salió Israel de la esclavitud de Egipto bajo la guía de Moisés. Según las tradiciones rabínicas, la teofanía del Sinaí tuvo lugar cincuenta días después de la Pascua del éxodo, el día de Pentecostés.

“Todo el monte Sinaí humeaba, porque Yahveh había descendido sobre Él en el fuego. Subía el humo como de un horno, y todo el monte retemblaba con violencia” (Ex 19, 18). Esa había sido una manifestación de la majestad de Dios, de la absoluta trascendencia de “Aquel que es” (cf. Ex 3, 14). Y a los pies del monte Horeb Moisés había escuchado aquellas palabras que salían de la zarza que ardía y no se consumía: “No te acerques aquí; quita las sandalias de tus pies, porque el lugar en que estás es tierra sagrada” (Ex 3, 5). Y a los pies del Sinaí el Señor ordena: “Baja y conjura al pueblo que no traspase las lindes para ver a Yahveh, porque morirían muchos de ellos” (Ex 19, 21).

4. La teofanía de Pentecostés es el punto de llegada de la serie de manifestaciones con que Dios se ha dado a conocer progresivamente al hombre. Con ella alcanza su culmen aquella autorrevelación de Dios mediante la que Él ha querido infundir a su pueblo la fe en su majestad y trascendencia, y al mismo tiempo en su presencia inmanente de “Emmanuel”, de “Dios con nosotros”.

En Pentecostés se realiza una teofanía que, con María, toca directamente a toda la Iglesia en su núcleo inicial, completándose así el largo proceso iniciado en la antigua Alianza. Si analizamos los detalles del acontecimiento del Cenáculo, como los presentan los Hechos de los Apóstoles (2, 1-13), encontramos en ellos diversos elementos que nos recuerdan las teofanías precedentes, sobre todo la del Sinaí, que Lucas parece tener presente al describir la venida del Espíritu Santo. La teofanía del Cenáculo, según la descripción de Lucas, se realiza mediante fenómenos semejantes a los del Sinaí: “Al llegar el día de Pentecostés estaban todos reunidos en un mismo lugar. De repente vino del cielo un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso, que llenó toda la casa en la que se encontraban. Se les aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos; quedaron todos llenos del Espíritu Santo, y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse” (Hch 2, 1-4).

Se trata de tres elementos ―el ruido del viento, las lenguas de fuego, el carisma del lenguaje―, ricos por su valor simbólico, que conviene tener presente. A la luz de estos elementos se comprende mejor qué pretende decir el autor de los Hechos cuando afirma que los presentes en el Cenáculo “quedaron todos llenos del Espíritu Santo”.

5. “Un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso”. Desde el punto de vista lingüístico aflora aquí la afinidad entre el viento (el soplo) y el “espíritu”. En hebreo, así como en griego, para decir “viento” se usa la misma palabra que para “espíritu”: “ruah”-“pneuma”. Leemos en el Libro del Génesis (1, 2): “Un viento de Dios aleteaba por encima de las aguas”, y, en el Evangelio de Juan: “El viento (pneuma) sopla donde quiere” (Jn 3, 8).

El viento fuerte en la Biblia “anuncia” la presencia de Dios. Es la señal de una teofanía. “Sobre las alas de los vientos planeó” leemos en el segundo Libro de Samuel (22, 11). “Vi un viento huracanado que venía del Norte, una gran nube con fuego fulgurante”: es la teofanía descrita al comienzo del Libro del Profeta Ezequiel (1, 4). En particular, el soplo del viento es la expresión del poder divino que saca del caos el orden de la creación (cf. Gn 1, 2). Y es también la expresión de la libertad del Espíritu: “EI viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va” (Jn 3, 8).

“Un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso” es el primer elemento de la teofanía de Pentecostés, manifestación del poder divino operante en el Espíritu Santo.

6. El segundo elemento es el fuego: “Se les aparecieron unas lenguas como de fuego” (Hch 2, 3).

El fuego siempre está presente en las teofanías del Antiguo Testamento: por ejemplo, con ocasión de la alianza establecida por Dios con Abraham (cf. Gn 15, 17); también en la zarza que ardía sin consumirse cuando el Señor se manifestó a Moisés (Ex 3, 2); e igualmente en la columna de fuego que guiaba por la noche a Israel a lo largo del camino en el desierto (cf. Ex 13, 21-22). El fuego está presente, de manera especial, en la teofanía del monte Sinaí (cf. Ex 19, 18), y en las teofanías escatológicas descritas por los profetas (cf. Is 4, 5; 64, 1; Dn 7, 9, etc.). El fuego simboliza, por tanto, la presencia de Dios. La Sagrada Escritura afirma muchas veces que “nuestro Dios es fuego devorador” (Hb 12, 29; Dt 4, 24; 9, 3). En los ritos de holocausto lo que más importaba no era la destrucción del objeto ofrecido sino más bien el “suave perfume” que simbolizaba el “elevarse” de la ofrenda hacia Dios, mientras el fuego, llamado también “ministro de Dios” (cf. Sal 103/104, 4), simbolizaba la purificación del hombre del pecado, así como la plata es “purificada” y el oro es “probado” en el fuego (cf. Za 13, 8-9).

En la teofanía de Pentecostés está también el símbolo de las lenguas de fuego, que se posan sobre cada uno de los presentes en el Cenáculo. Si el fuego simboliza la presencia de Dios, las lenguas de fuego que se dividen sobre las cabezas, parecen indicar la “venida” de Dios-Espíritu Santo sobre los presentes, su donarse a cada uno de ellos para su misión.

7. El donarse del Espíritu, fuego de Dios, toma una forma especial, la de “lenguas”, cuyo significado queda explicado inmediatamente cuando el autor añade: “Se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse” (Hch 2, 4). Las palabras que provienen del Espíritu Santo son “como fuego” (cf. Jr 5, 14; 23, 29), tienen una eficacia que las simples palabras humanas no poseen. En este tercer elemento de la teofanía de Pentecostés, Dios-Espíritu Santo, donándose a los hombres, produce en ellos un efecto que es al mismo tiempo real y simbólico. Es real en cuanto fenómeno que se refiere a la lengua como facultad del lenguaje, propiedad natural del hombre. Pero también es simbólico porque las personas, que son “de Galilea” y por tanto capaces de servirse en la lengua o dialecto de su propia región, hablan “en otras lenguas” de manera que, en la muchedumbre reunida rápidamente en torno al Cenáculo, cada uno oye “la propia lengua”, aunque se encontraban representados en ella diferentes pueblos (cf. Hch 2, 6).

Este simbolismo de la “multiplicación de las lenguas” está lleno de significado. Según la Biblia, la diversidad de las lenguas era señal de la multiplicidad de los pueblos y de las naciones; más aún, de su dispersión tras la construcción de la torre de Babel (cf. Gen 11, 5-9), cuando la única lengua común y comprendida por todos se disgregó en muchas lenguas, recíprocamente incomprensibles. Ahora bien, al simbolismo de la torre de Babel sucede el de las lenguas de Pentecostés, que indica lo contrario de aquella “confusión de lenguas”. Se podría decir que las muchas lenguas incomprensibles han perdido su carácter específico, o por lo menos han dejado de ser símbolo de división, cediendo el lugar a la nueva obra del Espíritu Santo, que mediante los Apóstoles y la Iglesia lleva a la unidad espiritual pueblos de orígenes, lenguas y culturas diversas, para la perfecta comunión en Dios anunciada e invocada por Jesús (cf. Jn 17, 11. 21-22).

8. Concluyamos con las palabras del Concilio Vaticano II en la Constitución sobre la Divina Revelación: “Cristo... se manifestó a sí mismo y a su Padre con obras y palabras, llevó a cabo su obra muriendo, resucitando y enviando al Espíritu Santo. Levantado de la tierra, atrae a todos hacia sí (cf. Jn 12, 32), pues es el único que posee palabras de vida eterna (cf. Jn 6, 68). A otras edades no fue revelado este misterio como lo ha revelado ahora el Espíritu Santo a los Apóstoles y Profetas (cf. Ef 3, 4-6) para que prediquen el Evangelio, susciten la fe en Jesús Mesías y Señor, y congreguen la Iglesia” (Dei Verbum, 17). Esta es la gran obra del Espíritu Santo y de la Iglesia en los corazones y en la historia.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Deseo saludar a los numerosos peregrinos de España y de América Latina. En particular, saludo a las Hermanas Marianistas, Hijas de María Inmaculada; a las Misioneras de “Nuestra Señora del Pilar” y a las Religiosas de la “Sagrada Familia de Urgel”. A todas aliento a seguir con plena disponibilidad a Cristo, siendo testigos fieles de su mensaje salvífico en los diversos apostolados que lleváis a cabo.

Me es grato saludar igualmente a los diferentes grupos parroquiales de España; al Centro de rehabilitación “Villa San José” de Palencia; a la peregrinación de los Padres Franciscanos y a los alumnos y, profesores de las Escuelas profesionales de Valencia.

Saludo también a los jóvenes colombianos del “Equipo Calima” de balonvolea, así como a los peregrinos del Hogar Hispano de la diócesis de Arlington, Estados Unidos.

Al agradecer a todos vuestra presencia, os deseo unas felices vacaciones, a la vez que os imparto mi bendición apostólica.

 

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