Audiencia general del 14 de febrero de 1979
JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 14 de febrero de 1979
Queridos hermanos y hermanas:
1. “La evangelización en el presente y en el futuro de América Latina”. Sobre este tema ha trabajado la III Conferencia General del Episcopado de aquel continente desde el 27 de enero al 13 del corriente mes de febrero. Ayer la Conferencia terminó sus trabajos. Hoy quiero, en unión con mis hermanos en el Episcopado participantes en esa Conferencia, en unión de los Episcopados de todo el continente latinoamericano, dar gracias al Espíritu Santo por el conjunto de estos trabajos. Quiero dar gracias al Espíritu de nuestro Señor Jesucristo y a su Madre, Esposa del Espíritu Santo. Precisamente a sus pies en el santuario de Guadalupe iniciamos juntos la III Conferencia.
Cuando oímos la palabra “evangelización”, nos viene a la mente la frase de San Pablo: “Porque si evangelizo, no es para mí motivo de gloria, sino que se me impone como necesidad. ¡Ay de mí si no evangelizara!” (1 Cor 9, 16). Estas palabras que brotan de lo más profundo del alma del Apóstol son el grito de la Iglesia de nuestros tiempos. Han venido a ser el testamento de Pablo VI, que encontró su expresión en la Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi. Ahora vienen a ser las palabras de fe, esperanza y caridad del Episcopado latinoamericano. Porque la fe, esperanza y caridad deben ser traducidas a lenguaje de responsabilidad por el Evangelio, por su anunció tal como lo formuló San Pablo Apóstol.
2. La evangelización en el continente americano es ante todo herencia de siglos. Si hablamos del presente y del futuro de esta evangelización, no podemos olvidar su “ayer”, su pasado. De esto hablé, durante el reciente viaje, en la primera homilía que pronuncié en la Misa concelebrada en Santo Domingo. “Desde los primeros momentos del descubrimiento –decía—, la preocupación de la Iglesia se pone de manifiesto para hacer presente el Reino de Dios en el corazón de los nuevos pueblos, razas y culturas... El suelo de América estaba preparado por corrientes de espiritualidad propia para recibir la nueva sementera cristiana”.
Aquel “ayer” de la evangelización de los hombres y de los pueblos del continente latinoamericano se ha notado constantemente durante mi visita a México, y ha creado lo específico de todo el viaje. En todas partes encontré templos espléndidos que recordaban las primeras generaciones de la Iglesia y del cristianismo en aquella tierra. Pero sobre todo encontré hombres vivos que han aceptado como propio el Evangelio que les anunciaron en el Nuevo Mundo los misioneros provenientes del Viejo Mundo, e hicieron de él la sustancia de su propia vida. Ciertamente aquel encuentro de los recién llegados de Europa con los indígenas no fue fácil. Se tiene la impresión de que estos últimos no hayan aceptado del todo lo que es europeo; que, de alguna manera, trataron de esconderse en sus propias tradiciones y en la cultura nativa. Pero al mismo tiempo se tiene la impresión de que hayan aceptado a Jesucristo y a su Evangelio; que en aquella comunidad de fe se haya realizado un encuentro de lo “viejo” con lo “nuevo”, y esto se halla en la base no sólo de la vida de la Iglesia, sino de la misma sociedad mexicana. La continuidad de la fe ha pasado —como todos sabemos— pruebas graves y oposiciones duras. Es difícil resistir a la impresión, que se impone con insistencia, de que en el crisol de esas pruebas y oposiciones la comunidad se ha robustecido y ha profundizado. Lleva consigo las señales de una gran sencillez y de la victoria espiritual de la fe, a pesar de las circunstancias que podrían testificar en contra y que, considerando las cosas desde el punto de vista humano, podrían entristecer.
3. “Jesucristo es el mismo ayer y hoy y por los siglos” (Heb 13, 8).
Los representantes del Episcopado reunidos en Puebla, reflexionando sobre la evangelización en el presente y en el futuro de América Latina, eran conscientes del hecho que la Iglesia como Cuerpo de Cristo y fiel Esposa suya, la Iglesia como Pueblo de Dios, no puede romper jamás con el pasado, con la tradición, pero tampoco puede contentarse con mirar sólo al pasado: la Iglesia (“retrooculata: mirando atrás”), debe ser al mismo tiempo siempre la Iglesia que mira al futuro (Ecclesia “anteoculata: Iglesia mirando adelante”). A este futuro, a los hombres que ya existen y a los que vendrán, la Iglesia debe revelar siempre a Jesucristo, misterio de salvación pleno y no mermado. Este misterio es un misterio eterno en Dios, que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. El misterio que en el tiempo ha venido a ser una Realidad Divino-Humana, que se llama Jesucristo.
El es una realidad histórica y al mismo tiempo está sobre la historia, “es el mismo ayer y hoy y por los siglos” (Heb 13, 8).
Es una realidad que no queda fuera del hombre; la razón de su existir, ser y obrar en el hombre; construir la fuente y el fermento de la vida nueva en cada hombre.
Evangelizar significa actuar en esta dirección para que la fuente y el fermento de vida nueva brillen en los hombres y en las generaciones siempre nuevas.
Evangelizar no quiere decir sólo hablar “de Cristo”. Anunciar a Cristo significa obrar de tal manera que el hombre —a quien se dirige este anunció— “crea”, es decir, se vea a sí mismo en Cristo, encuentre en Él la dimensión adecuada de su propia vida; sencillamente, que se encuentre a sí mismo en Cristo.
El hombre que evangeliza, que anuncia a Cristo es el ejecutor de esta obra, pero sobre todo lo es el Espíritu Santo, el Espíritu de Jesucristo. La Iglesia que evangeliza permanece sierva e instrumento del Espíritu.
El hecho de encontrarse a sí mismo en Cristo, que es precisamente el fruto de la evangelización, viene a ser la liberación sustancial del hombre. El servicio al Evangelio es servicio a la libertad en el Espíritu. El hombre que se ha encontrado a sí mismo en Cristo, ha encontrado el camino de la consiguiente liberación de la propia humanidad a través de la superación de sus limitaciones y debilidades; a través de la liberación de la propia situación de pecado y de las múltiples estructuras de pecado que pesan sobre la vida de la sociedad y de los individuos.
Con no menor claridad debemos referirnos a esta verdad tan fuertemente expresada por San Pablo, en la misión evangelizadora en el continente americano y en todas partes.
4. El futuro de la evangelización se identifica con la realización del programa grande y múltiple delineado por el Concilio Vaticano II.
La Iglesia, para que pueda cumplir su misión con relación al “mundo”, debe reforzarse profundamente en el propio misterio, debe construir a fondo la propia comunidad, la comunidad del Pueblo de Dios, basada en la sucesión apostólica, en el ministerio jerárquico, en la vocación al servicio exclusivo a Dios en el sacerdocio y en la vida religiosa, en el laicado consciente de sus propios deberes apostólicos.
El mundo latinoamericano espera que la Iglesia cumpla su misión propia en sus confrontaciones. Lo espera también cuando en la confrontación de la Iglesia y el Evangelio, manifiesta contestación e indiferencia.
Todo esto no debe desalentar en su amor a los apóstoles de Cristo y a los servidores del Evangelio.
Mis queridos hermanos en el Episcopado del continente latinoamericano dan testimonio de que “el amor de Cristo los urge” (cf. 2 Cor 5, 14), de que están prontos a “predicar la palabra, a insistir a tiempo y a destiempo, a reprender, a vituperar y exhortar con toda longanimidad y doctrina” (cf. 2 Tim 4, 2), como dice San Pablo, para que las comunidades confiadas a su cuidado de pastores y maestros “no aparten los oídos de la verdad para volverlos a las fábulas” (cf. 2 Tim 4, 4).
Mis hermanos en el Episcopado del continente latinoamericano están prontos, en unión con sus sacerdotes, religiosos y religiosas, con todo el laicado celoso, a interpretar los “signos de los tiempos” para formar a todo el Pueblo de Dios en la justicia, en la verdad y en el amor.
El Señor los bendiga en todo este trabajo.
Permítales ver los frutos de este celo y de esta cooperación, cuya prueba es la III Conferencia General de Puebla.
Que la Iglesia en el continente latinoamericano, fuerte por la tradición de la primera evangelización, se fortalezca de nuevo con la conciencia de todo el Pueblo de Dios, con la fuerza de las propias vocaciones sacerdotales y religiosas, con sentido profundo de responsabilidad por un orden social fundado en la justicia, en la paz, en el respeto a los derechos del hombre; en la adecuada distribución de los bienes, en el progreso de la instrucción pública y de la cultura.
Les deseamos todo esto.
Sigamos rogando sin cesar por tal intención de América Latina todos nosotros aquí reunidos y toda la Iglesia, invocando la intercesión de la Madre de Dios de Guadalupe, a cuyos pies dimos comienzo a nuestros trabajos.
Amén.
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