Audiencia general del 14 de febrero de 1996
JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERALMiércoles 14 de febrero de 1996
Amadísimos hermanos y hermanas:
1. He vuelto hace dos días de un importante e intenso viaje apostólico a América central y Venezuela adonde he ido para responder a la invitación de los Episcopados y de las autoridades civiles de los países visitados.
Doy gracias, ante todo, al Señor, que me ha permitido visitar nuevamente esas tierras como apóstol del Evangelio y peregrino de esperanza. También doy las gracias de corazón a todos los que han hecho posible el viaje: a los pastores, a las autoridades civiles y a quienes han colaborado de diversos modos, en su feliz desarrollo. A todos los que, a costa de sacrificios, han contribuido con su presencia y su oración, ¡gracias de corazón!
Se puede decir que este viaje-peregrinación, considerado desde el punto de vista espiritual, ha tenido dos puntos focales: el Crucificado y la Virgen María. El primero, representado por las veneradas imágenes del Santo Cristo de Esquipulas, en Guatemala, y de la "Sangre de Cristo", en la catedral de Managua, el segundo, sobre todo, por el santuario de Nuestra Señora de Coromoto, en Venezuela. Estas metas han impreso un carácter profundamente religioso a todo el itinerario.
2. Sin embargo, no cabe duda de que la visita ha tenido también un fuerte significado social. En Guatemala, Nicaragua y El Salvador había gran expectativa de un encuentro nuevo, más auténtico y más libre con el Papa, después del de 1983, tan marcado, sobre todo en Nicaragua, por un clima de aguda tensión ideológica. La actual visita se efectuó de modo muy diferente: plena libertad de contacto y gran cordialidad. Este cambio de clima se realizó, en gran medida, teniendo como telón de fondo los acontecimientos de 1989. América central ha dejado de ser un "polígono" de las influencias y del conflicto entre las dos "superpotencias", y vive con mayor autonomía su propia historia. En esta nueva situación, cada uno de esos países está llamado a afrontar urgentes problemas, como la relación capital-trabajo y la gestión equitativa de los bienes. La comunidad eclesial participa plenamente en el compromiso de reconstrucción, que requiere un esfuerzo solidario de mayor justicia social.
3. A mi llegada a Guatemala, volví a encontrar enseguida el inconfundible clima de calor humano típico de América Latina, clima que me acompañó en todas las etapas del viaje: muchedumbres jubilosas, entre las que destacaban muchísimos jóvenes, transformaron cada desplazamiento en un encuentro, en una fiesta de familia.
Al día siguiente fui a la pequeña localidad de Esquipulas, donde desde hace cuatro siglos se venera el estupendo crucifijo llamado "Cristo Negro", a causa del color oscuro que el tiempo y el humo de las velas le han dado. Celebrar la Eucaristía en ese lugar, tan marcado por el misterio de la pasión de Cristo, fue un momento de gran intensidad espiritual. Recogiéndome en oración a los pies del Crucifijo, pude hacer mía la invocación de millones de pobres de América Latina, crucificados a causa de la injusticia humana. Pude compartir la especial devoción de esas poblaciones por la pasión de Cristo y su inquebrantable esperanza.
Al volver a la capital, presidí una solemne celebración de la Palabra, durante la cual coroné la imagen de la Virgen de la Asunción, patrona de la ciudad. Numerosas personas, sobre todo catequistas, sostenidos por su intercesión materna, en tiempos difíciles, no dudaron en dar la vida para difundir el Evangelio entre sus hermanos. He indicado su ejemplo a los catequistas de hoy, invitándolos a un testimonio igualmente generoso e incisivo.
4. La etapa sucesiva de la peregrinación fue Nicaragua. Como es sabido, con ocasión de mi primera visita, hace trece años, la situación política había impedido un verdadero encuentro con la gente, dejando una sensación de insatisfacción. Por eso, como subrayé a mi llegada a Managua, mi regreso era particularmente deseado. Lo demostró el gran entusiasmo del pueblo nicaragüense, testimoniando al mismo tiempo su voluntad de fundar la renovación social en valores religiosos y morales, en los que es rico. Entre éstos, destaca el valor de la familia.
Por este motivo, en el parque Malecón de Managua celebré la misa por la familia, durante la cual invité a los esposos a renovar la gracia del sacramento del matrimonio y a fundar siempre la vida conyugal y familiar en la fidelidad a la palabra de Dios. En un clima de alegría y fe, con esa misma celebración clausuré también el Congreso eucarístico-mariano nacional.
Ese clima se prolongó por la tarde, cuando visité la nueva catedral de Managua, dedicada a la Inmaculada Concepción, patrona del país. En ese moderno templo hablé a los sacerdotes, a los religiosos, a las religiosas y a los laicos comprometidos, exhortándolos a trabajar generosamente por la Iglesia, esposa de Cristo sin mancha ni arruga. Después, me recogí en adoración ante el Santísimo Sacramento en la hermosa capilla "de la Sangre de Cristo", llamada así por el crucifijo que se venera allí. En ese momento pensé de nuevo en el "Cristo Negro" de Esquipulas, y uní idealmente en la oración a los pueblos latinoamericanos, encomendándolos a todos a los brazos abiertos del Salvador.
5. Con gran entusiasmo me acogió el país que lleva precisamente por nombre: El Salvador, tierra desgarrada en su pasado reciente por violentos conflictos entre grupos ideológicos opuestos. Allí la Iglesia ha desempeñado un papel decisivo para la reanudación del diálogo y la pacificación, pagando un altísimo precio de sangre, sobre todo con sus pastores, entre los cuales es muy venerado el arzobispo Oscar Arnulfo Romero, asesinado en 1980.
La auténtica paz es inseparable de la justicia. Por eso quise celebrar en San Salvador la santa misa por la justicia y la paz, haciendo mías, como expresión de buenos deseos para el pueblo salvadoreño, las palabras del salmista: "Que florezca la justicia y la paz hasta que falte la luna" (cf. Sal 71, 7). Cuando se leyó el evangelio de las bienaventuranzas delante de la catedral donde se custodian los restos mortales de los arzobispos monseñor Chávez, monseñor Romero y monseñor Rivera Damas, el recuerdo conmovido de los tres amados pastores y de su testimonio reavivó en todos la voluntad de trabajar unidos por la construcción de un mundo más humano.
6. La segunda parte del viaje me llevó, como sabéis, a Venezuela, país que ya había visitado en 1985 y que, por desgracia, sufre actualmente una grave crisis económico-social. En el trayecto desde el aeropuerto hacia la capital, Caracas, quise detenerme delante de una gran cárcel para bendecir a los reclusos y dejarles un mensaje de esperanza, basado en el amor vale de Dios a cada persona humana.
Me trasladé luego al santuario nacional de Coromoto, antiguo centro de la devoción mariana del pueblo venezolano. En el lugar de la aparición de 1652 se construyó durante los últimos años un santuario moderno e imponente, que tuve la alegría de inaugurar oficialmente. Durante la celebración eucarística en ese lugar tan sugestivo, meditamos en la presencia de María santísima en medio del pueblo de Dios, presencia que es una invitación constante a la fe, al amor a los hermanos, a la evangelización, al compromiso social; en una palabra, una invitación a la santidad.
En Caracas, durante el último día de mi peregrinación, celebré la santa misa por la evangelización de los pueblos, recordando el V centenario de la llegada de la fe cristiana a Venezuela, donde ha hecho brotar frutos maravillosos de vida evangélica, entre los cuales está el testimonio ejemplar de la madre María de San José, a la que el año pasado tuve la alegría de inscribir en el catálogo de los beatos.
En la perspectiva de la nueva evangelización, fueron muy significativos otros dos encuentros: uno con los llamados "constructores de la sociedad", y otro con los jóvenes. El primero me brindó la ocasión de dirigirme a una numerosa y cualificada asamblea de protagonistas de la vida económica, política y cultural, que habían acudido de toda Venezuela, para exhortarlos a fundar la renovación social en la cultura de la vida y de la solidaridad. El último encuentro fue con los jóvenes. A ellos, promesa del futuro en el "continente de la esperanza", les dejé la consigna final, expresada, una vez más, en una bienaventuranza: "¡Dichosos vosotros, si abrís las puertas de vuestro corazón a Cristo Salvador!". A pesar de las graves dificultades, se nota que es muy intenso en esas tierras el entusiasmo de la fe, así como la conciencia de que el futuro de la Iglesia depende en gran medida del compromiso de las nuevas generaciones. Ojalá que la palabra de Dios, sembrada durante esta peregrinación, brote y dé frutos abundantes.
Amadísimos hermanos y hermanas, os invito a orar conmigo al Señor por esta intención, invocando la intercesión constante de la Virgen santísima, Madre de los pueblos de América Latina y Estrella de la nueva evangelización.
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