Audiencia general del 15 de junio de 1994
JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERALMiércoles 15 de junio de 1994
Eficacia apostólica de la enfermedad en la perspectiva de la fe y de la salvación
1. En la catequesis anterior hablamos de la dignidad de los que sufren y del apostolado que pueden realizar en la Iglesia. Hoy reflexionaremos, más en particular, sobre los enfermos, porque las pruebas a las que está sometida la salud son hoy, como en el pasado, de notable importancia en la vida humana. La Iglesia no puede menos de sentir en su corazón la necesidad de la cercanía y la participación en este misterio doloroso que asocia a tantos hombres de todo tiempo al estado de Jesucristo durante su pasión.
En el mundo todos padecen algún quebranto en su salud, pero algunos más que otros, como los que sufren una enfermedad permanente, o se hallan sometidos, por alguna irregularidad o debilidad corporal, a muchas molestias. Basta entrar en los hospitales para descubrir el mundo de la enfermedad, el rostro de una humanidad que gime y sufre. La Iglesia no puede por menos de ver y ayudar a ver en este rostro los rasgos del Christus patiens; no puede por menos de recordar el designio divino que guía esas vidas, en una salud precaria, hacia una fecundidad de orden superior. No puede por menos de ser una Ecclesia compatiens: con Cristo y con todos los que sufren.
2. Jesús manifestó su compasión para con los enfermo, revelando la gran bondad y ternura de su corazón, que le llevó a socorrer a las personas que sufrían en su alma y en su cuerpo, también con su poder de hacer milagros. Por eso, realizaba numerosas curaciones, hasta el punto de que los enfermo acudían a Él para obtener los beneficios de su poder taumatúrgico. Como dice el evangelista Lucas, grandes muchedumbres iban no sólo para oírlo, sino también para «ser curados de sus enfermedades» (Lc 5, 15). Con su empeño por librar del peso de la enfermedad a los que se acercaban a Él, Jesús nos deja vislumbrar la especial intención de la misericordia divina con respecto a ellos: Dios no es indiferente ante los sufrimientos de la enfermedad y da su ayuda a los enfermos, en el plan salvífico que el Verbo encarnado revela y lleva a cabo en el mundo.
3. En efecto, Jesús considera y trata a los enfermos en la perspectiva de la obra de salvación que el Padre le mandó realizar. Las curaciones corporales forman parte de esa obra de salvación y, al mismo tiempo, son signos de la gran curación espiritual que brinda a la humanidad. Unos manifiesta de forma muy clara esa intención superior cuando a un paralítico, presentado ante Él para obtener la curación, le otorga ante todo el perdón de sus pecados; luego, conociendo las objeciones interiores de algunos escribas y fariseos presentes acerca del poder exclusivo de Dios al respecto, declara: «Para que sepáis que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder de perdonar pecados; ―dice al paralítico―: "A ti te digo, levántate, toma tu camilla y vete a tu casa"» (Mc 2, 10-11).
En este; como en otros muchos casos, Jesús con el milagro quiere demostrar su poder de librar al alma humana de sus culpas, purificándola. Cura a los enfermos con miras a ese don superior, que ofrece a todos los hombres, es decir: la salvación espiritual (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 549). Los sufrimientos la enfermedad no pueden hacernos olvidar que para toda persona tiene mucha más importancia la salvación espiritual.
4. En esta perspectiva de salvación, Jesús pide, por tanto, la fe en su poder de Salvador. En el caso del paralítico, que acabamos de recordar, Jesús responde a la fe de las cuatro personas que le llevaron al enfermo: «Viendo la fe de ellos», dice san Marcos (Mc 2, 5).
Al padre fiel epiléptico le exige la fe, diciendo «Todo es posible para quien cree» (Mt 9, 23). Admira la fe del centurión: «Anda, que te suceda cono has creído» (Mt 8, 13), y la de la cananea: «Mujer, grande es tu fe; que te suceda como deseas» (Mt 15, 28). El milagro hecho e favor del ciego Bartimeo lo atribuye a la fe «Tu fe te ha salvado» (Mc 10, 52) Palabras semejantes dirige a la hemorroísa: «Hija, tu fe te ha salvado» (Mc 5, 34).
Jesús quiere inculcar la idea de que la fe en él, suscitada por el deseo de la curación, está destinada a procurar la salvación que cuenta más: la salvación espiritual. De los episodios evangélicos citados se deduce que la enfermedad como un tiempo de fe más intensa y, por consiguiente, como un tiempo de santificación y de acogida más plena y más consciente de la salvación que viene de Cristo. Es una gran gracia recibir esa luz sobre la verdad profunda de la enfermedad.
5. El evangelio atestigua que Jesús asoció a sus Apóstoles, a su poder de curar a los enfermos (cf. Mt 10, 1); más aún, en su despedida antes de la Ascensión, les aseguró que en las curaciones realizarían uno de los signos de la verdad de la predicación evangélica (cf. Mc 16, 17-20). Se trataba de llevar el Evangelio a todas las gentes del mundo, entre dificultades humanamente insuperables. Por eso, se explica que en los primeros tiempos de la Iglesia se produjeran numerosas curaciones milagrosas, destacadas por los Hechos de los Apóstoles (cf. 3, 1-10; 8, 7; 9, 33-35; 14, 8-10; 28, 8-10). Tampoco en los tiempos sucesivos faltaron las curaciones consideradas milagrosas, como lo testimonien las fuentes históricas y biográficas autorizadas y la documentación de los procesos de canonización. Se sabe que la Iglesia es muy exigente al respecto. Eso responde a un deber de prudencia. Pero, a la luz de la historia, no se pueden negar muchos casos que en todo tiempo demuestran la intervención extraordinaria del Señor en favor de los enfermos. La Iglesia, sin embargo, a pesar de contar siempre con esas formas de intervención, no se siente dispensada del esfuerzo diario por socorrer y curar a los enfermos, tanto con las instituciones caritativas tradicionales, como con las modernas organizaciones de los servicios sanitarios.
6. En efecto, en la perspectiva de la fe, la enfermedad asume una nobleza superior y manifiesta una eficacia particular como ayuda al ministerio apostólico. En este sentido la Iglesia no duda en declarar que tiene necesidad de los enfermos y de su oblación al Señor para obtener gracias más abundantes para la humanidad entera. Si a la luz del Evangelio la enfermedad puede ser un tiempo de gracia, un tiempo en que el amor divino penetra más profundamente en los que sufren, no cabe duda que, con su ofrenda, los enfermos se santifican y contribuyen a la santificación de los demás.
Eso vale, en particular para los que se dedican al servicio de los enfermos. Dicho servicio, al igual que la enfermedad, es un camino de santificación. A lo largo de los siglos, ha sido una manifestación de la caridad de Cristo, que es precisamente la fuente de la santidad.
Es un servicio que requiere entrega, paciencia y delicadeza, así como una gran capacidad de compasión y comprensión, sobre todo porque, además de la curación bajo el aspecto estrictamente sanitario, hace falta llevar a los enfermos también el consuelo moral, como sugiere Jesús: «estuve enfermo y me visitasteis» (Mt 25, 36).
7. Todo ello contribuye a la edificación del cuerpo de Cristo en la caridad, tanto por la eficacia de la oblación de los enfermos, como por el ejercicio de las virtudes en los que los curan o visitan. Así se hace realidad el misterio de la Iglesia madre y ministra de la caridad. Así la han representado algunos pintores, como Piero della Francesca: en el Políptico de la misericordia, pintado en 1448 y conservado en Borgo San Sepolcro, representa a la Virgen María, imagen de la Iglesia, en el momento de extender su manto para proteger a los fieles, que son los débiles, los miserables, los desahuciados, el pueblo, el clero y las vírgenes consagradas, como los enumeraba el obispo Fulberto de Chartres en una homilía escrita en el año 1208.
Debemos esforzarnos por lograr que nuestro humilde y afectuoso servicio a los enfermos participe en el de la Iglesia, nuestra madre, cuyo modelo perfecto es María (cf. Lumen gentium, 64-65), para un ejercicio eficaz de la terapia del amor.
Saludos
Amadísimos hermanos y hermanas:
La Iglesia se acerca a los que sufren en el cuerpo o en el espíritu con la misma caridad y ternura que Cristo tuvo con ellos. Los enfermos que El sanó son signo de la gran curación espiritual que trajo a la humanidad, es decir, la liberación del pecado. Por eso, con su pasión, Cristo ayuda a cada enfermo a aceptar los propios dolores y molestias y a ofrecerlos por la salvación de los demás.
Con todo afecto saludo a los peregrinos de lengua española y les imparto mi bendición, extensiva especialmente a sus familiares enfermos.
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