Audiencia general del 16 de junio de 1982
JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 16 de junio de 1982
1. Ayer, cumpliendo un compromiso que había contraído desde el año pasado, con ocasión del 90 aniversario de la Rerum novarum, fui a la ciudad de Ginebra, Suiza, para hacer una visita a la Conferencia Internacional del Trabajo, que celebra en estos días su 68 sesión. Visité, además, otros importantes Organismos internacionales, que tienen su sede en esa ciudad y, al finalizar la jornada, me encontré con la población de Ginebra y sus alrededores, reunida en Palexpo, para participar en la Santa Misa.
Así he podido realizar una parte del programa que hasta ahora había quedado suspendido con motivo de todo lo que sucedió el 13 de mayo del año pasado. A su debido tiempo, con la ayuda de Dios, pretendo realizar también el resto del programa, con una visita pastoral a la Iglesia que cree, ora y trabaja en Suiza, y un encuentro con los representantes de las otras Confesiones cristianas, visitando, además, el Consejo Ecuménico de las Iglesias.
Mientras tanto, ahora doy gracias a Dios por el deber pastoral que he podido cumplir en línea con la misión que la Iglesia está llamada a desarrollar en el mundo de hoy. Esta misión se refiere no sólo a los bienes eternos, sino que se dirige también con particular solicitud a las "realidades terrenas", esto es, a los bienes de la cultura, de la economía, de las artes, de las profesiones, de las instituciones políticas y sociales, en los que se compendia la vida del hombre sobre la tierra. El Concilio Vaticano II ha tratado de ellos con luminosa claridad, reconociendo, ante todo, que estos valores temporales tienen su legítima autonomía, pero afirmando, además, con fuerza que están destinados a armonizarse con los valores de la fe y a ponerse al servicio del hombre para la realización de su "vocación integral". (cf. Gaudium et spes, 34-36; Apostolicam actuositatem, 7).
Misión de la Iglesia es recordar a los hombres este horizonte más amplio, dentro del cual se mueve su actividad, poniéndoles en guardia contra las posibles desviaciones a que está expuesto continuamente su esfuerzo, y sosteniéndoles en el compromiso de generosa dedicación a la causa del auténtico progreso, de la paz y de la dignidad de la persona humana. creada a imagen y semejanza de Dios (cf. Gaudium et spes, 37-39).
2. Consciente de esto, he querido, ante todo, ir a rendir homenaje a los representantes de la Organización Internacional del Trabajo, para tributar un justo agradecimiento a todo lo que dicha Organización ha hecho estos años en tutela del hombre que trabaja, de la dignidad que le es propia y de los derechos inalienables que lógicamente se derivan de ella. Ha sido un encuentro con el mundo del trabajo en su centro histórico y jurídico, rico de tanta significación asociativa y humana.
Entre las muchas cosas que hubiera querido decir sobre un tema tan importante, he elegido una que considero particularmente urgente en la presente situación internacional: he insistido sobre el deber de la solidaridad, ya que me parece que esta dimensión está impresa en la naturaleza misma del trabajo y hoy todo impulsa hacia su realización cada vez más plena. El trabajo une porque es idéntica su realidad profunda en todas las partes del mundo y porque es idéntica su relación con el sentido de la vida humana, dondequiera que se desarrolle.
Esta realidad profunda y esta relación esencial pueden expresarse en palabras sencillas y breves: el trabajo debe estar en función del hombre, y no el hombre en función del trabajo. Afirmación aparentemente clara y que se da por supuesta. Sin embargo, la desmiente con frecuencia la realidad concreta cuando surgen situaciones en las que se valora al hombre a base de la utilidad que está en disposición de ofrecer a las estructuras productivas, y, en cambio, no se valoran estas últimas basándose en la utilidad que pueden ofrecer a la plena realización de cada uno de los hombres.
Es necesaria una humanización cada vez mayor del trabajo, que tiene un vínculo tan profundo con el problema del sentido de la vida humana.
3. En Ginebra está el "Centro Europeo de Investigaciones Nucleares", que reúne estudiosos de diversas nacionalidades y coordina sus esfuerzos al servicio de una causa nobilísima: la de la investigación pura. ¿No es ésta también una "realidad terrena" de importancia fundamental para la vida y para el futuro del hombre? No podía menos de visitar una asamblea tan calificada de personas, que trabajan en las fronteras más avanzadas de la ciencia, para expresarles, en nombre de la Iglesia y de la misma humanidad, el sincero aprecio por los progresos que, gracias a su esfuerzo y al de sus colegas de todo el mundo, se han podido llevar a cabo en el conocimiento del misterio del universo.
Al mismo tiempo, he sentido el deber de recordar que la investigación científica no agota todos los aspectos de la realidad, sino que más bien exige, para no quedar reducida a una visión reductora y deformante, ser integrada con las aportaciones que provienen del conocimiento filosófico y, en particular, con las verdades superiores de la Revelación divina, acogida en la fe.
Precisamente, gracias a las más amplias perspectivas que ofrecen estas diversas formas de conocimiento, pueden evitarse los riesgos de desarrollos de la investigación científica y de la utilización de los resultados que alcanza, en sentido contrario al verdadero bien del hombre. ¿Quién no está preocupado hoy por las consecuencias nocivas, más aún, catastróficas, que una aplicación de los frutos de la investigación científica, una aplicación llevada de modo irresponsable, podría provocar?
Creo que el gran reto impuesto al hombre de hoy por el grado avanzado de desarrollo de sus conocimientos, es precisamente éste: armonizar los valores de la ciencia y de la tecnología con los valores de la conciencia.
4. En este sentido pueden ofrecer una aportación pacífica las Organizaciones Internacionales Católicas, a las que corresponde un papel de mediación entre el Evangelio y la sociedad contemporánea, planteándose como tema de reflexión profunda, por ejemplo, los elementos fundamentales de una antropología cristiana a la luz de los datos de las ciencias modernas, las exigencias de la moral aplicada al orden económico internacional, la incidencia que la ley de la caridad tiene en materia de relaciones internacionales, etc.
Considerando estas importantes funciones suyas, he querido llevar a los representantes de estas Organizaciones con sede en Ginebra, el testimonio de mi estima, mi estimulo y la seguridad de mi apoyo.
5. No se puede hablar de Suiza y, en particular, de Ginebra, sin que el pensamiento vaya también a la benéfica institución, conocida en todo el mundo, que tuvo su origen en esa querida nación y que tiene en esta ciudad su sede central: la Cruz Roja. No hay calamidad natural, no hay desgracia de alguna dimensión, no hay conflicto doloroso entre las naciones, que no estimule inmediatamente a los representantes de este organismo para llevar socorro a las víctimas, para aliviar los sufrimientos, favorecer la reconciliación y la paz. También en los recientes, tristes acontecimientos bélicos del Atlántico Austral y del Líbano, la Cruz Roja no ha dejado de intervenir oportunamente con su obra humanitaria.
Con gran alegría, pues, e incluso con emoción, he llevado mi saludo al Presidente del Comité Internacional de la Cruz Roja y a sus colaboradores, juntamente con la expresión de mi cordial apoyo a la acción que desarrollan con encomiable solicitud y generosidad para tutelar a toda persona humana, socorrer a quien tiene necesidad, promover la amistad, la cooperación y la paz duradera entre los pueblos. Se trata de ideales que deben interesar profundamente a todo cristiano.
Al llevar este testimonio de solidaridad, estaba seguro de interpretar el pensamiento de todos los hijos de la Iglesia, los cuales, en la escuela de Cristo, como vértice y coronamiento de todos los valores que se pueden alcanzar aquí abajo, han aprendido a apreciar el del amor. ¡Que esta lección evangélica pueda penetrar cada vez más profundamente en los corazones de los hombres y convencerlos a comprometerse generosamente en la construcción de la que mi predecesor Pablo VI calificó, con expresión inolvidable, como "la civilización del amor"!
En la construcción de esta civilización del amor en favor del hombre, la cual se rige por los valores del trabajo, de la ciencia, de la solidaridad en las necesidades y de la fraternidad, corresponde a los Organismos Internacionales una misión particular, que merece un aprecio profundo, así como estímulo y apoyo. Aquí está precisamente la razón de mi visita de ayer.
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