Audiencia general del 16 de mayo de 1990
JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 16 de mayo de 1990
1. Una vez más, el Señor me ha permitido realizar un viaje pastoral a América Latina, a la que se llama "el continente de la esperanza". He podido constatar nuevamente la vitalidad de aquellas comunidades eclesiales, que, a pesar de los no leves problemas que deben afrontar, demuestran que han asimilado los valores cristianos hasta hacer de ellos parte integrante de su misma identidad nacional.
El servicio papal en México constituye sin duda una experiencia particular. Me fue dado hacerla ya la primera vez al comienzo de mi pontificado, en enero del año 1979, con ocasión de la Asamblea General del Episcopado de América Latina en Puebla. Ahora he podido volver a aquella tierra, gracias a la invitación que me dirigieron los obispos mexicanos y el mismo Presidente de la República. La visita ha durado del 6 al 13 de mayo y ha tenido el carácter pastoral que se previó. Por eso, deseo dar gracias no sólo a la Iglesia en México, sino también a toda la nación y a las autoridades tanto centrales como locales.
En el curso de los últimos años han tenido lugar cambios positivos por lo que respecta a las relaciones entre la Iglesia y el Estado, como lo demuestra el intercambio de Enviados por parte del Presidente de la República Mexicana y de la Santa Sede. El Presidente de la República dio a este acontecimiento relieve especial en su saludo en el aeropuerto el día de mi llegada, y también ―indirectamente― en el día de despedida de ese país extraordinariamente acogedor.
Es una verdadera necesidad, por mi parte, responder con el corazón a tantos corazones entusiastas, que en la capital y durante todo el itinerario han manifestado su fe y su amor a Cristo y a la Iglesia.
2. Este amor parece que es un carisma especial del alma mexicana. Ciertamente es también el fruto de tantos sufrimientos y renuncias por las que ha pasado la Iglesia en México en los decenios transcurridos. Este carisma se concentra en torno a la tradición de Nuestra Señora de Guadalupe. Para remontarse a los orígenes de la fe en ese amado país hay que ir al lugar en el que se celebró por primera vez, junto a la cruz de las misiones, el sacrificio incruento de Cristo, y visitar, luego, el santuario de la Madre de Dios en Guadalupe.
Motivo de gran alegría para la Iglesia en México ha sido el hecho de que con la visita del Papa ha venido el reconocimiento de culto del indio Juan Diego, estrechamente vinculado a los orígenes de la devoción a la Madre de Dios en aquel santuario. A ello se añade el gozo por la beatificación de tres jóvenes mártires de Tlaxcala: Cristóbal, Antonio y Juan ―también ellos indígenas― y del sacerdote José María de Yermo y Parres, fundador de la congregación de las Siervas del Sagrado Corazón de Jesús y de los Pobres.
Todos estos beatos han demostrado, a su modo, las huellas de santidad que la Iglesia ha dejado en México durante los siglos transcurridos desde la primera evangelización.
3. La historia de esta evangelización se inscribe en la misma geografía de ese gran país que es México.
Los obispos mexicanos lo tuvieron presente cuando se trató de preparar el programa de la visita. Recuerdo aquí sólo los nombres de los lugares en los que se organizaron los encuentros litúrgicos: Ciudad de México, Veracruz, Aguascalientes, San Juan de los Lagos, Durango, Chihuahua, Monterrey, Tuxtla Gutiérrez, Villahermosa y Zacatecas.
En cada uno de estos lugares la Iglesia mexicana de las respectivas regiones se ha recogido en oración y en la escucha de la Palabra de Dios. Por desgracia, no ha sido posible ir a todos los lugares de los cuales ya desde hacía tiempo habían llegado invitaciones con insistencia. ¡Quién sabe si el Señor no permitirá satisfacer un día también estas peticiones! De todas formas, la visita ha delineado un surco muy claro de la geografía de la Iglesia en tierra mexicana, y sobre todo ha permitido una gran experiencia de participación por parte de multitudes verdaderamente innumerables.
4. En la geografía de la visita ha estado también enmarcado el programa de las materias que se han tratado en los diversos encuentros. Los diferentes temas reflejaban las tareas que se imponen a la Iglesia en México bajo la guía de los legítimos pastores. Dicha temática ha permitido, al mismo tiempo, tomar nueva conciencia de la dirección hacia la que camina la realización del Concilio Vaticano II. Efectivamente, con su magisterio el Concilio ha trazado también la orientación pastoral para la Iglesia de todas las partes del mundo.
Las celebraciones litúrgicas con los fieles de las diversas regiones pastorales del país se han centrado en temas fundamentales para la vida de la Iglesia. Con gran alegría, durante la celebración eucarística en Durango, he ordenado a cien nuevos sacerdotes. La problemática de la vida sacerdotal y religiosa en relación con la nueva realidad mexicana ha sido objeto de reflexión en un encuentro en Ciudad de México con los presbíteros y las personas de vida consagrada.
El deber de una nueva evangelización a la que he llamado a toda la Iglesia en América Latina con vistas al V Centenario de la llegada de la fe a las tierras americanas, ha constituido el centro de la celebración en Veracruz. Esta es una exigencia pastoral prioritaria, que debe proyectarse con renovada energía en toda la vida eclesial y social, como he indicado en el encuentro con el Episcopado mexicano, con las familias en Chihuahua, con los jóvenes en San Juan de los Lagos, con el mundo del trabajo y de la cultura en diversas ocasiones. La luz de Cristo Salvador debe volver a brillar con nuevo vigor en los corazones de los individuos y en los diversos ambientes de esa sociedad, como he subrayado en los encuentros con los campesinos, los mineros, los empresarios, los maestros y con las diversas comunidades indígenas del país. Los fieles laicos están llamados a renovar su dinamismo apostólico en la animación cristiana de las realidades temporales.
Como en ocasiones anteriores, me he reunido con los enfermos, con los presos, con los representantes de otras Confesiones cristianas y de las Comunidades judías, y con los miembros del Cuerpo Diplomático.
Un relieve especial ha tenido el encuentro fraterno con los obispos, y en esa ocasión he podido inaugurar la nueva sede de la Conferencia Episcopal en la periferia de Ciudad de México.
5. Al volver de México a Roma, el 13 de mayo, he podido visitar la Iglesia que está en las islas de Curaçao, y precisamente la diócesis de Willemstad, aprovechando la invitación que me hizo el obispo de aquella diócesis y las autoridades locales. Manifiesto mi agradecimiento por la invitación y por la cordial acogida que me ha tributado la población y el clero (los católicos son el 80 por ciento de la población). El momento central ha sido el de la santa misa: en la liturgia eucarística se ha manifestado la viva participación de los fieles no sólo mediante la oración y el canto, sino también mediante movimientos litúrgicos de danza. El mensaje a la juventud ha sido transmitido en forma de carta.
6. Volviendo de nuevo con el pensamiento a México, deseo recordar que la última misa fue celebrada en la diócesis de Zacatecas, en el santuario de san Juan Bautista, en la región en la que nació el sacerdote Miguel A. Pro, que fue testigo de Cristo en uno de los períodos más difíciles de la historia de la Iglesia en tierra mexicana. Murió mártir y fue elevado a la gloria de los altares en el otoño del año 1988.
Comenzando, pues, por Juan Diego y los jóvenes mártires de Tlaxcala, a través del beato José María de Yermo y Parres, hasta el beato Miguel Pro, la Iglesia escribe en tierra mexicana la historia de la llamada de aquellas poblaciones a la santidad. Esta es la parte más esencial de su historia.
A los pies de la Madre de Dios de Guadalupe he depositado la humilde súplica de que el ministerio del Papa ayude a los fieles de esa Iglesia a realizar la misión comenzada hace casi quinientos años. Es una súplica que renuevo también en este momento. ¡Nuestra Señora de Guadalupe, bendice a México y a todo el continente latinoamericano, que se encomienda a Ti con afecto filial!
Saludos
Deseo ahora dar mi más cordial bienvenida a esta Audiencia a todos los peregrinos y visitantes de lengua española.
En particular a las Comunidades Neocatecumenales de las parroquias de San Bartolomé, San Lorenzo y San Pedro Apóstol de la ciudad de Murcia, así como a los miembros de la Asociación Nacional San Vicente de Paúl de España. Igualmente saludo a todas las personas de los diversos países de América Latina, en especial al grupo procedente de Chile.
Con afecto imparto a todos la bendición apostólica.
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