Audiencia general del 17 de abril de 1991
JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 17 de abril de 199
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El Espíritu Santo, autor de nuestra oración
1. La oración es la primera forma de vida interior y la más excelente. Los doctores y maestros del espíritu están tan convencidos de esta verdad, que con frecuencia presentan la vida interior como vida de oración. El autor principal de esta vida es el Espíritu Santo, que fue también el autor principal de la de Cristo. En efecto, leemos en el evangelio de Lucas: «En aquel momento, se llenó de gozo Jesús en el Espíritu Santo, y dijo: Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra» (Lc 10, 21). Es una oración de alabanza y de acción de gracias que, según el evangelista, brota del gozo interior de Jesús «en el Espíritu Santo».
Sabemos que, durante su actividad mesiánica, el Maestro se retiraba frecuentemente a lugares solitarios para orar y que pasaba en oración noches enteras (cf. Lc 6, 12). Para esta oración prefería los lugares desiertos, que se prestan mejor para la conversación con Dios, una conversación que responde tan bien a la necesidad y a la inclinación de todo espíritu sensible al misterio de la trascendencia divina (cf. Mc 1, 35; Lc 5, 16). De forma análoga actuaban Moisés y Elías, tal como nos lo refiere el Antiguo Testamento (cf. Ex 34, 28; 1 R 19, 8). El libro del profeta Oseas nos aclara que existe una inspiración particular a la oración en los lugares desiertos: Dios lleva al hombre al desierto para «hablar a su corazón» (cf. Os 2, 16).
2. En nuestra vida, al igual que en la de Jesús, el Espíritu Santo se manifiesta como Espíritu de oración. Nos lo dice, de modo elocuente, el apóstol Pablo en un pasaje de la carta a los Gálatas que ya hemos citado en otra ocasión: «La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre!» (Ga 4, 6). Por consiguiente, de algún modo, el Espíritu Santo traslada a nuestros corazones la oración del Hijo, que dirige ese grito al Padre. Así, pues, también en nuestra oración podemos expresar la «adopción de hijos» que se nos ha concedido en Cristo y por Cristo (cf. Rm 8, 15). Por medio de la oración profesamos nuestra fe, conscientes de la verdad de que «somos hijos», «herederos de Dios» y «coherederos de Cristo». La oración nos permite vivir de esta realidad sobrenatural gracias a la acción del Espíritu Santo que «se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios» (Rm 8, 16).
3. Los seguidores de Cristo han vivido desde el inicio de la Iglesia esta misma fe, manifestada a la hora de la muerte. Conocemos la oración del protomártir Esteban, un hombre «lleno del Espíritu Santo», que durante la lapidación demostró su unión particular con Cristo al exclamar, con su Maestro crucificado, aludiendo a sus asesinos: «Señor, no les tengas en cuenta este pecado». Y luego, siempre en oración, contemplando la gloria de Cristo elevado «a la diestra de Dios», gritó: «Señor Jesús, recibe mi espíritu» (cf. Hch 7, 55-60). Esta oración era fruto de la acción del Espíritu Santo en el corazón del mártir.
También en las Actas del martirio de otros confesores de Cristo se halla la misma inspiración interior de la oración. En aquellas páginas se manifiesta la conciencia cristiana formada en la escuela del Evangelio y de las cartas de los Apóstoles, que luego se convirtió en conciencia de la Iglesia misma.
4. En realidad, sobre todo en la enseñanza de san Pablo, el Espíritu Santo se presenta como el autor de la oración cristiana. En primer lugar, porque estimula a la oración. Es él quien engendra la necesidad y el deseo de obedecer el consejo de Cristo, especialmente para la hora de la tentación: «Velad y orad...; que el espíritu está pronto, pero la carne es débil» (Mt 26, 41). Un eco de esa exhortación resuena en aquella recomendación de la carta a los Efesios que dice: «orad en toda ocasión en el Espíritu, velando juntos con perseverancia (...) para que me sea dada la Palabra al abrir mi boca y pueda dar a conocer con valentía el misterio del Evangelio» (Ef 6, 18-19). Pablo se reconoce en la condición de los hombres que tienen necesidad de orar para resistir a la tentación y no caer víctimas de su debilidad humana, y para llevar a cabo la misión a la que son llamados. En efecto, siempre tiene presente, y a veces siente de modo casi dramático, la consigna que recibió de ser en el mundo, especialmente en medio de los paganos, el testigo de Cristo y del Evangelio. Pablo sabe que lo que está llamado a hacer y a decir es también, y sobre todo, obra del Espíritu de verdad, del que Jesús dijo: «Recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros» (Jn 16, 14).
Dado que se trata de una «cosa de Cristo», que el Espíritu toma para «glorificarlo» mediante el anuncio misionero, sólo entrando en el circuito de esa relación entre Cristo y su Espíritu, en el misterio de la unidad con el Padre, el hombre puede llevar a cabo esa misión: el camino de ingreso en dicha comunión es la oración, inspirada en nosotros por el Espíritu.
5. En la carta a los Romanos el Apóstol muestra, con palabras sumamente penetrantes, que «el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos cómo pedir para orar como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables» (Rm 8, 26). Pablo nota que, de algún modo, unos gemidos semejantes brotan también de lo más íntimo de la creación, que «deseando vivamente la revelación de los hijos de Dios (...) gime hasta el presente y sufre dolores de parto con la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción» (Rm 8, 19, 21-22). En este escenario, histórico y espiritual, actúa el Espíritu Santo: «El que escruta los corazones conoce cuál es la aspiración del Espíritu, y que su intercesión a favor de los santos es según Dios» (Rm 8, 27).
Nos encontramos en la raíz más íntima y profunda de la oración. Pablo nos lo asegura y, por tanto, nos ayuda a entender que además de impulsarnos el Espíritu Santo a la oración, él mismo ora en nosotros.
6. El Espíritu Santo está en el origen de la oración que refleja del modo más perfecto la relación existente entre las Personas divinas de la Trinidad: la oración de glorificación y de acción de gracias, con que se honra al Padre y, con él, al Hijo y al Espíritu Santo. Esta oración estaba en boca de los Apóstoles el día de Pentecostés, cuando anunciaban «las maravillas de Dios» (Hch 2, 11). Lo mismo acaeció en la casa del centurión Cornelio cuando, durante el discurso de Pedro, los presentes recibieron «el don del Espíritu Santo» y «glorificaban a Dios» (cf. Hch 10, 45-47).
San Pablo interpreta esta primera experiencia cristiana, que se convirtió en patrimonio común de la Iglesia de los orígenes, cuando en la carta a los Colosenses, tras haberles deseado: «La palabra de Cristo habite en vosotros con toda su riqueza» (Col 3, 16), exhorta a los cristianos a permanecer en la oración, cantando a Dios de corazón y con gratitud himnos y cánticos inspirados, instruyéndose y amonestándose con toda sabiduría, y les pide que este estilo de vida de oración sea aplicado a todo lo que hagan: «Todo cuanto hagáis, de palabra y de obra, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias por su medio a Dios Padre» (Col 3, 17). La misma recomendación aparece en la carta a los Efesios: «Llenaos más bien del Espíritu. Recitad entre vosotros salmos, himnos y cánticos inspirados; cantad y salmodiad en vuestro corazón al Señor, dando gracias continuamente y por todo a Dios Padre, en nombre de nuestro Señor Jesucristo» (Ef 5, 18-20)
Aquí resalta la dimensión trinitaria de la oración cristiana, según la enseñanza y la exhortación del Apóstol. Se ve asimismo que, según el Apóstol, es el Espíritu Santo quien impulsa a esa oración y la forma en el corazón del hombre. La «vida de oración» de los santos, de los místicos, de las escuelas y corrientes de espiritualidad, que se desarrolló en el cristianismo durante los siglos siguientes, sigue la línea de la experiencia de las comunidades primitivas. Y en esa misma línea se mantiene la liturgia de la Iglesia, como se manifiesta, por ejemplo, en el Gloria in excelsis Deo, cuando decimos; «Por tu inmensa gloria..., te damos gracias»; de igual forma, en el Te Deum, alabamos a Dios y lo proclamamos Señor. En los Prefacios también vuelve la invitación invariable: «Demos gracias al Señor, nuestro Dios», y a los fieles se les invita a dar su respuesta de asentimiento y participación: «Es justo y necesario». Es hermoso repetir con la Iglesia orante, al final de cada salmo y en muchas otras ocasiones, la breve, densa y espléndida doxología del Gloria Patri: «Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo...».
7. La glorificación de Dios, Uno y Trino, bajo la acción del Espíritu Santo que ora en nosotros y por nosotros, tiene lugar principalmente en el corazón, pero se traduce también en las alabanzas orales por una necesidad de expresión personal y de asociación comunitaria en la celebración de las maravillas de Dios. El alma que ama a Dios se expresa a sí misma en las palabras y, fácilmente, también en el canto, como ha sucedido siempre en la Iglesia, desde las primeras comunidades cristianas. San Agustín nos informa de que «san Ambrosio introdujo el canto en la Iglesia de Milán» (cf. Confesiones, 9, c. 7: PL 32, 770) y recuerda que lloró escuchando «los himnos y cánticos que se elevaban en tu Iglesia, lleno de una profunda emoción» (cf. Confesiones, 9, c. 6: PL 32, 769). También el sonido puede ayudar en la alabanza a Dios, cuando los instrumentos sirven para «transportar a las alturas (rapere in celsitudinem) los afectos humanos» (Santo Tomás de Aquino, Expositio in psalmos, 32, 2). Así se explica el valor de los cantos y de los sonidos en la liturgia de la Iglesia, pues «sirven para excitar el afecto con relación a Dios... (también) con las diversas modulaciones de los sonidos» (Santo Tomás, Summa Theologica, II-II, q. 92, a. 2; cf. San Agustín, Confesiones, 10, c. 22: PL 32, 800). Si se observan las normas litúrgicas, se puede experimentar también hoy lo que san Agustín recordaba en aquel otro pasaje de sus Confesiones (9, c. 4, n. 8): «¡Qué voces elevé, Dios mío, hasta ti al leer los salmos de David, cánticos de fe, música de piedad! (...) ¡Qué voces elevaba hasta ti al leer aquellos salmos! ¡Cómo me inflamaba de amor a ti y de deseo de recitarlos, si hubiera podido, delante de toda la tierra...!». Eso acontece cuando, tanto los individuos como las comunidades, secundan la acción íntima del Espíritu Santo.
Saludos
Amadísimos hermanos y hermanas:
Saludo ahora muy cordialmente a todos los peregrinos y visitantes de lengua española.
En particular, a las Religiosas Adoratrices y a las Hermanas Mercedarias de la Caridad a quienes aliento vivamente a una entrega generosa a Dios y a la Iglesia. Igualmente saludo a la peregrinación de la Villa de Santoña (Cantabria), portadores de una imagen de Santa María del Puerto, con ocasión del Quinto Centenario del Descubrimiento de América. Por último, mi afectuosa bienvenida a los jóvenes integrantes de la Coral Santa Teresa, del Colegio El Carmelo, de Zaragoza.
A todas las personas, familias y grupos provenientes de los diversos países de América Latina y de España imparto de corazón la bendición apostólica.
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