Audiencia general del 18 de julio de 1979

Autor: Juan Pablo II

 

JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 18 de julio de 1979

1. Se ha publicado recientemente un importante documento de la Sede Apostólica: la Constitución Sapientia christiana, dedicada al problema de los estudios académicos y a las instituciones que la Iglesia crea con el fin de que sirvan para dichos estudios. Se trata de un sector que tiene tras de sí un largo y glorioso pasado. La Iglesia, enviada por Cristo a enseñar a "todas las naciones" (Mt 28, 19), entró ya desde sus comienzos, en vivo contacto con la ciencia.

Lo confirma la tradición de las más antiguas escuelas cristianas, especialmente algunas muy famosas de la antigüedad, como la escuela de Alejandría y la de Antioquía. Luego, lo testimonia todo el esfuerzo secular de las Órdenes monásticas que, gracias a su incansable trabajo, contribuyeron a conservar los textos de los clásicos, es decir, de los antiguos autores paganos. Y, por último, lo confirma la estrecha colaboración de la Iglesia con las escuelas de diversos grados, que han propagado la instrucción y, sobre todo, con las universidades cuyas estructuras se perfilaron en la Edad Media.

A ese tiempo se remontan muchos de los más antiguos y célebres ateneos de los diversos países de Europa (esparcidos luego, también, a otros continentes), que existen todavía hoy. Durante siglos han sido centros de estudio y enseñanza, a los que debe muchísimo la cultura de las diferentes naciones y países europeos (y también de los otros continentes).

En relación con este amplio problema de alcance histórico, que ha dado ocasión a muchos estudios y monografías, me limitaré solamente a un breve recuerdo. No se puede, en efecto, ignorarlo, tratándose de una cuestión tan importante para la misión de la Iglesia también en nuestros tiempos.

Merecen una rápida alusión los antiguos centros universitarios y culturales como Bolonia, Roma, Padua, Pisa y Florencia, en Italia; París, Toulouse y Grenoble en Francia; Oxford y Cambridge, en Gran Bretaña; Salamanca y Valladolid, en España; Colonia, Heidelberg y Leipzig, en Alemania; Viena y Graz, en Austria; Lisboa y Coimbra, en Portugal; Praga, en Checoslovaquia; Cracovia, en Polonia; Lovaina, en Bélgica; México en México; Córdoba y Santa Fe, en Argentina; Lima, en Perú; Quito, en Ecuador; Manila, en Filipinas.

2. La mencionada Constitución Apostólica Sapientia christiana se refiere precisamente a esto. Ha surgido como fruto de la resolución del Concilio Vaticano II, que se pronunció por la elaboración de un nuevo documento sobre el tema de las relaciones de la Iglesia con los estudios académicos. El documento precedente, la Constitución Deus scientiarum Dominus había sido promulgada por el Papa Pío XI el 24 de marzo de 1931 (AAS 23, 1931, págs. 241-262). El rápido, casi diríamos avasallador, desarrollo de la ciencia en sus diversas corrientes contemporáneas y, en relación con tal fenómeno, la necesidad de adaptar las instituciones académicas, llamadas a cumplir en la vida de la Iglesia sus finalidades específicas, contribuyeron a someter también a renovación aquel insigne documento de 1931, que durante decenas de años prestó grandes servicios a la Iglesia y a la sociedad.

La nueva Constitución es fruto de muchos años de trabajo. La Congregación para la Educación Católica, bajo la guía del cardenal Gabriel-Marie Garrone, ha dirigido ese trabajo de acuerdo con cada una de las Conferencias Episcopales y también con los ambientes más interesados en ese tema, así como con los mismos ateneos católicos de carácter académico.

Hoy, existen en todo el mundo 125 centros académicos de estudios eclesiásticos. De esos centros académicos, 16 se encuentran en Roma y se llaman también "Pontificios Ateneos Romanos". Hay, además, en diversas partes del mundo, 47 Universidades Católicos erigidas por la Santa Sede y 34 facultades teológicas en universidades estatales.

Estos ateneos han tomado parte en los trabajos de preparación de la Constitución Apostólica Sapientia christiana.

3. El nuevo documento pontificio define claramente lo que se entiende por "Facultad eclesiástica", que es la que se ocupa especialmente de la Revelación cristiana y de las disciplinas relacionadas con ella y que, por tanto, están ligadas con su misión evangelizadora.

Así, pues, los fines específicos de las Facultades eclesiásticas, definidos en el documento son: profundizar el conocimiento de la Revelación cristiana; formar, a un nivel altamente cualificado, a los estudiantes de las diversas disciplinas; ayudar activamente, tanto a la Iglesia universal como a las particulares, en toda la obra de evangelización.

Se delinean claramente en el documento los criterios de gobierno de cada uno de los centros, de modo que todos sean responsables en garantizar un efectivo y colegial funcionamiento de cada uno de ellos. Se precisa la función del Magisterio eclesiástico en relación con la iusta libertas in docendo et in investigando.

Se delinean las dotes requeridas en los profesores, bajo el aspecto de la preparación científica y del testimonio de vida.

Se introduce una nueva estructura de los cursos de facultad.

Se exhorta a las facultades teológicas a una función investigadora especialmente importante, como es la de traducir el mensaje evangélico a las legítimas expresiones culturales de las diversas naciones.

Se acentúa el aspecto ecuménico, misionero y de promoción humana, que deben tener los estudios de las Facultades eclesiásticas.

4. La Constitución sobre los estudios académicos servirá para los mismos fines a los que hasta ahora ha servido el documento Deus scientiarum Dominus (completado, poco después de la conclusión del Concilio, con las prescripciones emanadas por la Sagrada Congregación bajo el título Normae quaedam del 20 de mayo de 1968). Y aquí debemos expresar nuestra gratitud a cuantos han contribuido a elaborar tan importante documento. Para terminar mi discurso, necesariamente muy breve y conciso respecto a este tema, conviene que una vez más nos demos cuenta para qué fines servirá la Constitución Apostólica Sapientia christiana, como antes sirvió la Constitución Deus scientiarum Dominus.

Para responder a esta cuestión, conviene tener ante nuestros ojos la misión de la Iglesia. Misión definida por Cristo cuando dijo a los Apóstoles: "Id, pues; enseñad a todas las gentes" (Mt 28, 19), "predicad el Evangelio a toda criatura" (Mc 16, 15).

Anunciar el Evangelio, enseñar, significa encontrarse con el hombre vivo, con el pensamiento humano, que continuamente, y siempre de modo diverso y en campos nuevos, busca la verdad. El hombre pregunta y espera la respuesta. Para encontrar la auténtica respuesta conforme a la realidad, y que sea exacta y persuasiva, se realizan investigaciones a veces difíciles e ingratas. La sed de verdad es una de las expresiones innegables del espíritu humano.

Anunciar el Evangelio, enseñar, significa encontrarse con esta voz del espíritu humano a distintos niveles, pero sobre todo al más alto nivel, allí donde la búsqueda de la verdad se realiza de modo metódico, en los institutos especializados que sirven para el estudio y transmisión de los resultados de las investigaciones, es decir, para la enseñanza.

Los ateneos católicos deben ser lugares en los que la evangelización de la Iglesia se encuentra con el grande y universal "proceso académico" que fructifica en todas las conquistas de la ciencia moderna.

Al mismo tiempo, en estos ateneos, la Iglesia profundiza continuamente, consolida y renueva su propia ciencia: la que debe transmitir al hombre de nuestro tiempo como mensaje de salvación. Y esta ciencia la transmite, en primer lugar, a quienes deben a su vez transmitirla a los demás de modo fiel y auténtico e igualmente adaptado a las necesidades e interrogantes de las generaciones de nuestro tiempo.

Es éste un trabajo inmenso, un trabajo orgánico, un trabajo indispensable. Que la nueva Constitución Apostólica Sapientia christiana haga conscientes de su propia misión, en la comunidad del Pueblo de Dios, a cuantos se dediquen a esas tareas. Que les haga conscientes de la responsabilidad respecto a la Palabra de Dios y al fruto de la verdad humana. Que sea un acicate para el servicio perseverante de esa verdad.

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