Audiencia general del 19 de junio de 1991

Autor: Juan Pablo II

 

JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 19 de junio de 199

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El Espíritu Santo, fuente de la verdadera alegría

1. San Pablo afirma en diversas ocasiones que “el fruto del Espíritu es alegría” (Ga 5, 22), como lo son el amor y la paz, de los que hemos tratado en las catequesis anteriores. Está claro que el Apóstol habla de la alegría verdadera, esa que colma el corazón humano, no de una alegría superficial y transitoria, como es a menudo la alegría mundana.

No es difícil, incluso para un observador que se mueva sólo en la línea de la psicología y la experiencia, descubrir que la degradación en el campo del placer y del amor es proporcional al vacío que dejan en el hombre las alegrías que engañan y defraudan, buscadas en lo que san Pablo llamaba “las obras de la carne”: “Fornicación, impureza, libertinaje (...), embriagueces, orgías y cosas semejantes” (Ga 5, 19. 21). A estas alegrías falsas se pueden agregar, y a veces van unidas, las que se buscan en la posesión y en el uso desenfrenado de la riqueza, el lujo y la ambición del poder, en suma, en esa pasión y casi frenesí hacia los bienes terrenos que fácilmente produce ceguera de mente, como advierte san Pablo (cf. Ef 4, 18-19), y que Jesús lamenta (cf. Mc 4, 19).

2. Pablo, para exhortar a los convertidos a guardarse de las maldades, se refería a la situación del mundo pagano: “Pero no es éste el Cristo que vosotros habéis aprendido, si es que habéis oído hablar de él y en él habéis sido enseñados conforme a la verdad de Jesús a despojaros, en cuanto a vuestra vida anterior, del hombre viejo que se corrompe siguiendo la seducción de las concupiscencias, a renovar el espíritu de vuestra mente, y a revestiros del hombre nuevo, creado según Dios, en la justicia y santidad de la verdad” (Ef 4, 20-24). Es la “nueva criatura” (cf. 2 Co 5, 17), obra del Espíritu Santo, presente en el alma y en la Iglesia. Por eso, el Apóstol concluye así su exhortación a la buena conducta y a la paz: “No entristezcáis al Espíritu Santo de Dios, con el que fuisteis sellados para el día de la redención” (Ef 4, 30).

Si el cristiano “entristece” al Espíritu santo, que vive en el alma, ciertamente no puede esperar poseer la alegría verdadera, que proviene de él: “Fruto del Espíritu es amor, alegría, paz...” (Ga 5, 22). Sólo el Espíritu Santo da la alegría profunda, plena, duradera, a la que aspira todo corazón humano. El hombre es un ser hecho para la alegría, no para la tristeza. Pablo VI recordó esto a los cristianos y a todos los hombres de nuestro tiempo en la Exhortación Apostólica Gaudete in Domino. Y la alegría verdadera es don del Espíritu Santo.

3. En el texto de la Carta a los Gálatas, Pablo nos ha dicho que la alegría está vinculada a la caridad (cf. Ga 5, 22). No puede ser, por tanto, una experiencia egoísta, fruto de un amor desordenado. La alegría verdadera incluye la justicia del reino de Dios, del que san Pablo dice que es “justicia y paz y gozo en el Espíritu Santo” (Rm 14, 17).

Se trata de la justicia evangélica, que consiste en la conformidad con la voluntad de Dios, en la obediencia a sus leyes y en la amistad personal con él. Fuera de esta amistad, no hay alegría verdadera. Es más, “la tristeza como mal y vicio ―explica santo Tomás― es causada por el amor desordenado hacia sí mismo, que (...) es la raíz general de los vicios” (II-II, q. 28, a. 4, ad 1; cf. I-II, q. 72, a. 4). El pecado es fuente de tristeza, sobre todo porque es una desviación y casi una separación del alma del justo en orden a Dios, que da consistencia a la vida. El Espíritu Santo, que obra en el hombre la nueva justicia en la caridad, elimina la tristeza y da la alegría: esa alegría, que vemos florecer en el Evangelio.

4. El Evangelio es una invitación a la alegría y una experiencia de alegría verdadera y profunda. Así, en la Anunciación, María es invitada a la alegría: “Alégrate (Xaire), llena de gracia” (Lc 1, 28). Es el coronamiento de toda una serie de invitaciones formuladas por los profetas en el Antiguo Testamento (cf. Za 9, 9; So 3, 14-17; Jl 2, 21-27; Is 54, 1). La alegría de María se realizará con la venida del Espíritu Santo, que le fue anunciada como motivo del “alégrate”.

En la Visitación, Isabel se llena del Espíritu Santo y de alegría, con una participación natural y sobrenatural en el regocijo del hijo que aún está en su seno: “Saltó de gozo el niño en mi seno” (Lc 1, 44). Isabel percibe la alegría de su hijo y la exterioriza, pero es el Espíritu Santo el que, según el evangelista, llena de tal alegría a ambas mujeres. María, a su vez, siente brotar del corazón el canto de alegría precisamente en ese momento; canto que expresa la alegría humilde, límpida y profunda que la llena como si fuera la realización del “alégrate” del ángel: “Mi espíritu se alegra en Dios, mi salvador” (Lc 1, 47). También en estas palabras de María resuena la voz de la alegría de los profetas, así como resuena en el libro de Habacuc: “¡Yo en el Señor exultaré, jubilaré en el Dios de mi salvación!” (3, 18). Una prolongación de este regocijo se produce durante la presentación del niño Jesús en el Templo, cuando Simeón, al encontrarse con él, se alegra bajo la moción del Espíritu Santo, que le había inspirado el deseo de ver al Mesías y que lo había impulsado a ir al templo (cf. Lc 2, 26-32). A su vez, la profetisa Ana, así llamada por el evangelista que, por tanto, la presenta como mujer entregada a Dios e intérprete de sus pensamientos y mandamientos, según la tradición de Israel (cf. Ex 15, 20: Jc 4, 9; 2 R 22, 14), expresa mediante la alabanza a Dios la alegría íntima que también en ella tiene origen en el Espíritu Santo (cf. Lc 2, 36-38).

5. En las páginas evangélicas relacionadas con la vida pública de Jesús leemos que, en cierto momento, él mismo “se llenó de gozo en el Espíritu Santo” (Lc 10, 21). Jesús muestra alegría y gratitud en una oración que celebra la benevolencia del Padre: “Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito” (ib.). En Jesús, la alegría asume toda su fuerza en el impulso hacia el Padre. Así sucede con las alegrías estimuladas y sostenidas por el Espíritu Santo en la vida de los hombres: su carga de vitalidad secreta los orienta en el sentido de un amor pleno de gratitud hacia el Padre. Toda alegría verdadera tiene como fin último al Padre.

Jesús dirige a sus discípulos la invitación a alegrarse, a vencer la tentación de la tristeza por la partida del Maestro, porque esta partida es condición establecida en el designio divino para la venida del Espíritu Santo: “Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré” (Jn 16, 7). Será el don del Espíritu el que procurará a los discípulos una alegría inmensa, es más, la plenitud de la alegría según la intención expresada por Jesús. El Salvador, en efecto, después de haber invitado a los discípulos a permanecer en su amor, había dicho: “Os he dicho esto, para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea colmado” (Jn 15, 11; cf. 17, 13). Es el Espíritu Santo el que pone en el corazón de los discípulos la misma alegría de Jesús, alegría de la fidelidad al amor que viene del Padre.

San Lucas atestigua que los discípulos, que en el momento de la Ascensión habían recibido la promesa del don del Espíritu Santo, “se volvieron a Jerusalén con gran gozo, y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios” (Lc 24, 52-53). En los Hechos de los Apóstoles se narra que, después de Pentecostés, se había creado un clima de alegría profunda entre los Apóstoles, que se transmitía a la comunidad en forma de júbilo y entusiasmo al abrazar la fe, al recibir el bautismo y al vivir juntos, como lo demuestra el hecho de que “tomaban el alimento con alegría y sencillez de corazón. Alababan a Dios y gozaban de la simpatía de todo el pueblo” (2, 46-47). El libro de los Hechos anota: “Los discípulos quedaron llenos de gozo y del Espíritu Santo” (13, 52).

6. Muy pronto llegarían las tribulaciones y las persecuciones que Jesús había predicho precisamente al anunciar la venida del Paráclito-Consolador (cf. Jn 16, 1 ss.). Pero, según los Hechos, la alegría perdura incluso en la prueba. En efecto, se lee que los Apóstoles, llevados a la presencia del Sanedrín, azotados, amonestados y mandados a casa, se marcharon “contentos por haber sido considerados dignos de sufrir ultrajes por el nombre de Jesús. Y no cesaban de enseñar y de anunciar la Buena Nueva de Cristo Jesús cada día en el Templo y por las casas” (5, 41-42).

Por lo demás, ésta es la condición y el destino de los cristianos, como recuerda san Pablo a los Tesalonicenses: “Os hicisteis imitadores nuestros y del Señor, abrazando la Palabra con gozo del Espíritu Santo en medio de muchas tribulaciones” (1 Ts1, 6). Los cristianos, según san Pablo, repiten en sí mismos el misterio pascual del Cristo, cuyo gozne es la cruz. Pero su coronamiento es la “alegría en el Espíritu Santo para quienes perseveran en las pruebas. Es la alegría de las bienaventuranzas y, más particularmente, las bienaventuranzas de los afligidos y los perseguidos (cf. Mt5, 4. 10-12). ¿Acaso no afirmaba el apóstol Pablo, “me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros”? (Col 1, 24). Y Pedro, por su parte, exhortaba: “Alegraos en la medida en que participáis de los sufrimientos de Cristo, para que también os alegréis alborozados en la revelación de su gloria” (1 P 4, 13).

Pidamos al Espíritu Santo que encienda cada vez más en nosotros el deseo de los bienes celestiales y que un día gocemos de su plenitud: “Danos virtud y premio, danos una muerte santa, danos la alegría eterna”. Amén.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Presento ahora mi más cordial saludo de bienvenida a esta audiencia a todos los peregrinos y visitantes procedentes de los diversos países de América Latina y de España.

En particular, a los jóvenes aquí presentes, y les animo a hacer de las vacaciones de verano que ahora comienzan un tiempo de crecimiento en su vida cristiana y en sus conocimientos y madurez humana. A todos imparto con afecto la Bendición Apostólica.

A través del canal de televisión “Telemundo” deseo enviar también mi cordial saludo a los telespectadores de las Américas, cercanos ya a la conmemoración del V Centenario de la Evangelización del Nuevo Mundo.

 

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