Audiencia general del 2 de marzo de 1988

Autor: Juan Pablo II

 

JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 2 de marzo de 198

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La formulación de la fe de la Iglesia en Cristo Jesús: los comienzos

1. La fe es la respuesta por parte del hombre a la palabra de la Revelación divina. Las catequesis sobre Jesucristo, que estamos desarrollando en el ámbito del presente ciclo, hacen referencia a los símbolos de la fe, especialmente, al Símbolo apostólico y al nicenoconstantinopolitano. Con su ayuda, la Iglesia expresa y profesa la fe que se formó en su seno desde el principio, como respuesta a la palabra de la Revelación de Dios en Jesucristo. A lo largo de todo el ciclo de estas catequesis hemos recurrido a esta palabra para extraer la verdad en ella revelada sobre Cristo mismo. Jesús de Nazaret es el Mesías anunciado en la Antigua Alianza. El Mesías (es decir, el Cristo) -verdadero hombre (el "Hijo del hombre")- es, en su misma persona Hijo de Dios, verdadero Dios. Esta verdad sobre Él emerge del conjunto de las obras y palabras que culminan definitivamente en el acontecimiento pascual de la muerte en cruz y de la resurrección.

2. Este conjunto vivo de datos de la Revelación (la autorrevelación de Dios en Jesucristo) se encuentra con la respuesta de la fe, en primer lugar, en la persona de los que han sido testigos directos de la vida y magisterio del Mesías, en la persona de los que "han visto y oído"... y cuyas manos "tocaron" la realidad corpórea del Verbo de la vida (cf. 1 Jn 1, 1); y, más tarde, en las generaciones de creyentes en Cristo que se han ido sucediendo en el seno de la comunidad de la Iglesia ¿Cómo se ha formado la fe de la Iglesia en Jesucristo? A este problema dedicaremos las próximas catequesis. Intentaremos ver especialmente cómo se ha formado y expresado esta fe en los comienzos mismos de la Iglesia, a lo largo de los primeros siglos, que tuvieron una importancia particular para la formación de la fe de la Iglesia, porque representan el primer desarrollo de la Tradición viva que proviene de los Apóstoles.

3. Antes, es necesario hacer notar que todos lostestimonios escritos sobre este tema provienen del período que siguió a la salida de Cristo de esta tierra. Ciertamente se ve reflejado e impreso en estos documentos el conocimiento directo de los acontecimientos definitivos: la muerte en la cruz y la resurrección de Cristo. Al mismo tiempo, sin embargo, estos testimonios escritos hablan también de toda la actividad de Jesús, es más, de toda su vida, comenzando por su nacimiento e infancia. Vemos, además, que estos documentos testimonian un hecho: que la fe de los Apóstoles y, por consiguiente, la fe de la primerísima comunidad de la Iglesia, se formó ya en la etapa prepascual de la vida y ministerio de Cristo, para manifestarse con potencia definitiva después de Pentecostés.

4. Una expresión particularmente significativa de este hecho la encontramos en la respuesta de Pedro a la pregunta que Jesús hizo un día a los Apóstoles en los alrededores de Cesarea de Filipo: "¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?". Y a continuación: "Y vosotros ¿quién decís que soy yo?" (Mt 16, 13. 15). Y he aquí la respuesta: "Tú eres el Cristo ( = el Mesías), el Hijo de Dios vivo" (Mt 16, 16). Así suena la respuesta que registra Mateo. En

el texto de los otros dos sinópticos se habla del Cristo (Mc 8, 29) o del Cristo de Dios (Lc 9, 20), expresiones a las que corresponde también el "Tú eres el Santo de Dios", como nos dice Juan (Jn 6, 69). En Mateo encontramos la respuesta más completa: Jesús de Nazaret es el Cristo, es decir, el Mesías, el Hijo de Dios.

5. La misma expresión de esta fe originaria de la Iglesia la hallamos en las primeras palabras del Evangelio según Marcos: "Comienzo del Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios" (Mc 1, 1). Se sabe que el Evangelista estaba estrechamente vinculado a Pedro. La misma fe se encuentra a continuación a lo largo de toda la enseñanza del Apóstol Pablo, el cual, desde el tiempo de su conversión, "se puso a predicar a Jesús en las sinagogas", anunciando "que él era el Hijo de Dios" (Act 9, 20). Y después, en muchas de sus Cartas expresaba la misma fe de distintos modos (cf. Gál 4, 4; Rom 1, 3-4; Col 1, 15-18; Fil 2, 6-11; también Heb 1, 14). Se puede decir que en el origen de esta fe de la Iglesia están los príncipes de los Apóstoles, Pedro y Pablo.

6. También el Apóstol Juan, autor del último Evangelio, escrito después de los demás, lo cierra con las famosas palabras, con las que da testimonio de que esto se ha escrito "para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre" (Jn 20, 31). Porque "quien confiese que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él y él en Dios" (1Jn 4, 15). Así, pues, también la autorizada voz de este Evangelista nos da a conocer lo que se profesaba sobre Jesucristo en la Iglesia primitiva.

7. Jesús de Nazaret es el Hijo de Dios. Esta es la verdad fundamental de la fe en Cristo (Mesías), que se formó entre los Apóstoles a partir de las obras y palabras de su Maestro en el período prepascual. Después de la resurrección, la fe se consolidó aún más profundamente y encontró expresión en los testimonios escritos.

Es, con todo, muy significativo que la confesión "verdaderamente éste era Hijo de Dios" (Mt 27, 54), la oímos, también a los pies de la cruz, de labios del centurión romano, es decir, de labios de pagano (cf. Mc 15, 39). En aquella hora suprema, ¡qué misterio de gracia y de inspiración divina actuaba en los ánimos tanto de israelitas como de paganos, en una palabra, de los hombres!

8. Después de la resurrección, uno de los Apóstoles, Tomás, hace una confesión que se refiere aún más directamente a la divinidad de Cristo. Él, que no había querido creer en la resurrección, viendo ante sí al Resucitado, exclama: "¡Señor mio y Dios mio!" (Jn 20, 28). Significativo en esta expresión no es solamente el "Dios mío", sino también el "Señor mio". Puesto que "Señor" ( = Kyrios) significaba ya en la tradición veterotestamentaria también "Dios". En efecto, cada vez que se leía en la Biblia el "inefable" nombre propio de Dios, Yahweh, se pronunciaba en su lugar "Adonai", equivalente a "Señor mío". Por tanto, también para Tomás, Cristo es "Señor", es decir, Dios.

A la luz de esta multiplicidad de testimonios apostólicos, cobran su sentido pleno aquellas palabras pronunciadas por Pedro el día de Pentecostés, en el primer discurso que dirige a la muchedumbre reunida en torno a los Apóstoles: "Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado" (Act 2, 36). En otros términos: Jesús de Nazaret, verdadero hombre, que como tal ha sufrido la muerte de cruz, no sólo es el Mesías esperado, sino que es también "el Señor" (Kyrios); es, por tanto, verdadero Dios.

9. "Jesús es Señor... el Señor... el Señor Jesús": esta confesión resuena en los labios del primer mártir, Esteban, mientras es lapidado (cf. Act 7, 59-60). Es la confesión que resuena también frecuentemente en el anuncio de Pablo, como podemos ver en muchos pasajes de sus Cartas (cf. 1 Cor 12, 3; Rom 10, 9; 1 Cor 16, 22-23; 1 Cor 8, 6; 1Cor 10, 21; 1Tes 1, 8; 1Tes 4, 15; 2Cor 3, 18).

En la primera Carta a los Corintios (12, 3), el Apóstol afirma: "nadie puede decir: '¡Jesús es Señor!' sino con el Espiritu Santo". Ya Pedro, después de su confesión de fe en Cesarea, había podido escuchar de labios de Jesús: "...porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre" (Mt 16, 17). Jesús había advertido: "sólo el Padre conoce al Hijo..." (cf. Mt 11, 27). Y solamente el Espíritu de Verdad puede dar de Él testimonio adecuado (cf. Jn 15, 26).

10. Podemos decir, pues, que la fe en Cristo, en los comienzos de la Iglesia, se expresa en estas dos palabras: "Hijo de Dios" y "Señor" (es decir, Kyrios-Adonai). Esta es fe en la divinidad del Hijo del hombre. En este sentido pleno, Él y sólo Él, es el "Salvador", es decir, el Artífice y Dador de la salvación que sólo Dios puede conceder al hombre. Esta salvación consiste no sólo en la liberación del mal y del pecado, sino también en el don de una nueva vida: una participación en la vida de Dios mismo. En este sentido "en ningún otro hay salvación" (cf. Act 4, 12), según las palabras del Apóstol Pedro en su primera evangelización.

La misma fe halla expresión en otros numerosos textos de los tiempos apostólicos, como en los Hechos (por ej., Act 5, 31; 13, 23), en las Cartas Paulinas (Rom 10, 9-13; Ef 5, 23; Fil 3, 20 s.; 1 Tim 1, 1; 2, 3-4; 4, 10; 2 Tim 1, 10; Tit 1, 3 s.; 2, 13; 3, 6) en las Cartas de Pedro (1 Pe 1, 11; 2 Pe 2, 20; 3, 18), de Juan (1 Jn 4, 14) y también de Judas (v. 25). Se encuentra igualmente en el Evangelio de la infancia (cf. Mt 1, 21; Lc 2, 11).

11. Podemos concluir: el Jesús de Nazaret que habitualmente se llamaba a Sí mismo "el Hijo del hombre", es el Cristo (es decir, el Mesías), es el Hijo de Dios, es el Señor (Kyrios), es el Salvador: tal es la fe de los Apóstoles, que está en la base de la Iglesia desde el comienzo.

La Iglesia ha custodiado esta fe con sumo amor y veneración, transmitiéndola a las nuevas generaciones de discípulos y seguidores de Cristo bajo la guía del Espíritu de Verdad. La Iglesia ha enseñado y defendido esta fe, procurando a lo largo de los siglos no sólo custodiar íntegramente su contenido esencial revelado, sino profundizar en él constantemente y explicarlo según las necesidades y posibilidades de los hombres. Esta es la tarea que la Iglesia está llamada a realizar hasta el momento de la venida definitiva de su Salvador y Señor.

Saludos

Saludo ahora con afecto a los peregrinos de lengua española, venidos de España y de América Latina.

De modo especial me complace saludar a las Religiosas Franciscanas de la Madre del Divino Pastor, procedentes de varios países, las cuales, con un curso de renovación espiritual, celebran el 25° aniversario de su profesión religiosa. Que el Señor os ayude a ser fieles a su llamada al servicio de la Iglesia y de los hermanos, especialmente los más necesitados.

Saludo igualmente al grupo de muchachas “quinceañeras” de Panamá. Que vuestra celebración juvenil signifique un mayor empeño en vuestra vida cristiana y en prepararos responsablemente para el día de mañana.

A todos agradezco vuestra presencia aquí y os imparto de corazón mi bendición apostólica.

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