Audiencia general del 2 de noviembre de 1994
JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERALMiércoles 2 de noviembre de 1994
1. Hemos celebrado ayer la solemnidad de Todos los Santos, que, después de haber abandonado este mundo, viven en la comunión sin fin con Dios. Su suerte dichosa es también el destino de los que todavía vivimos en la tierra y estamos llamados a seguir sus huellas en la fiel imitación de Cristo, nuestro Salvador.
Hoy, 2 de noviembre, conmemoramos a los fieles difuntos, que terminada su peregrinación terrena, duermen el sueño de la paz. Es una celebración muy sentida en las familias. Es la fiesta humanísima de los afectos que sobrepasan la medida del tiempo y se insertan en la dimensión del misterio del amor de Dios, que restituye todo a vida nueva.
El hombre surge de la tierra y a la tierra torna (cf. Gn 3, 19): he aquí una realidad evidente que no hay que olvidar nunca. Pero experimenta también el insuprimible deseo de vida inmortal. Por esa razón los vínculos de amor que unen a padres e hijos, a los esposos, a hermanos y hermanas, como también los vínculos de verdadera amistad entre las personas, no se deshacen ni terminan con el inevitable acontecimiento de la muerte. Nuestros difuntos siguen viviendo entre nosotros, no sólo porque sus restos mortales descansan en el camposanto y su recuerdo forma parte de nuestra existencia, sino sobre todo porque sus almas interceden por nosotros ante Dios.
2. Queridísimos hermanos y hermanas: La conmemoración de hoy nos invita a reavivar la fe en la vida eterna. El hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, lleva inscrito en las profundidades de su ser el nombre mismo, primordial y eterno, de Dios, que es comunión perfecta del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Precisamente por esto su "yo" profundo no sucumbe a la muerte, sino que, superando los confines del tiempo, entra en la eternidad.
Los cristianos, reunidos en torno al recuerdo de sus queridos difuntos, proclaman hoy: Regem cui omnia vivunt, venite, adoremus, "Venid, adoremos al Señor, por el cual todos viven". En el amor de Cristo, que todo redime de las consecuencias del pecado y de la muerte, resplandece la santidad de Dios y se manifiesta su designio providencial de "formar familia" con el hombre. Dios quiere que nadie se pierda (cf. Jn 6, 39), sino que cada uno, transformado por su santidad, vivo para siempre en su presencia en compañía de todos los hermanos y hermanas que forman su casa (cf. 2 Co 4, 14).
Podemos decir que la memoria de hoy es prolongación natural de la solemnidad de ayer. Juntas, forman la gran fiesta de la comunión de la Iglesia constituida por los fieles que aún peregrinan en esta vida y los que ya han cruzado el umbral de la muerte.
3. La certeza de la vida, que continúa de un modo distinto del que nuestros ojos ven, lleva a los creyentes a los cementerios. Estar junto a las tumbas de los propios seres queridos se convierte para las familias en ocasión para reflexionar y para alimentar la esperanza en la eternidad. Cuantos están realizando todavía la peregrinación terrena de la vida, se reúnen silenciosos y en oración junto a los que ya se hallan en la patria eterna del cielo.
Es lo que acontece hoy en los cementerios de Roma y en todos los cementerios del mundo. En la cripta de la basílica vaticana hoy se ora, especialmente, por los Papas difuntos; no sólo por los recientes, sino también por todos los sucesores de Pedro. Y se ora también por los sucesores de los Apóstoles, por todos los obispos que, en el decurso de los siglos, han servido a la Iglesia en el nombre de Cristo.
De generación en generación, se han comprometido en guiar a los creyentes en la verdad y en el amor. Junto con los fieles bautizados, forman ahora el cortejo de los discípulos admitidos al gozo del Maestro divino.
Se hallan en las orillas del gran río de la Redención, y toman parte de la plenitud de vida y de amor del Hijo de Dios.
4. Mi pensamiento va ahora, en el contexto de esta catequesis sobre los difuntos, a algunos eventos dramáticos de nuestra historia. Se celebra este año el 50° aniversario de la batalla de Montecassino, de la insurrección de Varsovia y del desembarco en Normandía: han sido acontecimientos de gran importancia para la Europa de la segunda mitad del siglo XX (cf. Mensaje en el 50° aniversario de la insurrección de Varsovia, en L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 5 de agosto de 1994, p. 8).
El recuerdo de estos eventos heroicos, que han contribuido al triunfo de la causa de la libertad y de la dignidad del hombre en el espíritu de la Europa cristiana, debe impulsarnos al agradecimiento hacia cuantos sufrieron y cayeron en tan trágicas circunstancias. Su testimonio nos impulsa a todos a comprometernos a promover la paz, el respeto y la concordia entre las naciones. En este sentido "su gesto heroico compromete".
Estos aniversarios, todavía tan vivos en la mente de muchos, nos recuerdan, hoy sobre todo, el deber de la oración por los caídos de todas las guerras. Están sepultados en innumerables cementerios del mundo algunos de ellos incluso no han tenido la suerte de ser colocados en un lugar rodeado de piedad, sino que han quedado abandonados en localidades anónimas. También por ellos se eleva nuestra afectuosa plegaria, a fin de que el Dios de la vida les muestre su rostro y les dé su paz.
No podemos olvidar a las numerosas ―demasiadas― víctimas de toda clase de crímenes y de toda forma de violencia. A todos queremos abarcar en nuestra caridad, implorando de Dios para ellos el descanso eterno.
El recuerdo de nuestros seres queridos desaparecidos reavive en cada uno de nosotros el compromiso diario en las obras de la fe y nos haga vigilantes en la espera de la venida del Señor, cuando, enjugada toda lágrima, podremos contemplarlo tal cual es, en compañía de cuantos nos han precedido en la peregrinación de la fe. Que la intercesión de María, la Madre de los redimidos, nos guíe y nos sostenga en este arduo camino diario con esperanza sobrenatural.
Queridos hermanos y hermanas:
Con esta exhortación saludo muy cordialmente a los peregrinos y visitantes de los distintos países de América Latina y de España.
En particular, al grupo de peregrinos pertenecientes a Encuentros Matrimoniales, de la diócesis de Aguascalientes (México), y a la numerosa peregrinación proveniente de Guatemala.
A todos imparto con gran afecto la bendición apostólica.
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