Audiencia general del 2 de octubre de 1991
JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 2 de octubre de 199
1
El Espíritu Santo en el origen de la Iglesia
(Lectura:
Hechos de los Apóstoles, capítulo 2, versículos 1-4)
1. Hemos aludido varias veces, en las catequesis anteriores, a la intervención del Espíritu Santo en el origen de la Iglesia. Es conveniente, ahora, dedicar una catequesis especial a este tema tan hermoso e importante.
Jesús mismo, antes de subir a los cielos, dice a los Apóstoles: «Yo voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre. Por vuestra parte, permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto» (Lc 24, 49). Jesús quiere preparar directamente a los Apóstoles para el cumplimiento de la «promesa del Padre». El evangelista Lucas repite la misma recomendación final del Maestro también en los primeros versículos de los Hechos de los Apóstoles: «Mientras estaba comiendo con ellos, les mandó que no se ausentaran de Jerusalén, sino que aguardaran la promesa del Padre» (1, 4).
Durante toda su actividad mesiánica, Jesús, predicando sobre el reino de Dios, preparaba «el tiempo de la Iglesia», que debía comenzar después de su partida. Cuando ésta ya se hallaba próxima, les anunció que estaba para llegar el día que iba a comenzar ese tiempo (cf. Hch 1, 5), a saber, el día de la venida del Espíritu Santo. Y mirando hacia el futuro, agregó: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra» (Hch 1, 8).
2. Cuando llegó el día de Pentecostés, los Apóstoles, que estaban reunidos en oración en compañía de la Madre del Señor, tuvieron la demostración de que Jesucristo obraba de acuerdo con lo que había anunciado, es decir: se estaba cumpliendo «la promesa del Padre». Lo proclamó Simón Pedro, el primero de entre los Apóstoles, hablando a la asamblea. Pedro habló recordando en primer lugar la muerte en la cruz y, luego, el testimonio de la resurrección y la efusión del Espíritu Santo: «A este Jesús Dios lo resucitó; de lo cual todos nosotros somos testigos. Y exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo prometido y ha derramado lo que vosotros veis y oís» (Hch 2, 32-33).
Pedro afirma ya desde el primer día que la «promesa del Padre» se cumple como fruto de la redención porque Cristo, el Hijo exaltado «a la diestra de Dios», en virtud de su cruz y resurrección manda al Espíritu, como había anunciado ya antes de su pasión, en el momento de la despedida en el Cenáculo.
3. El Espíritu Santo comenzaba así la misión de la Iglesia instituida para todos los hombres. Pero no podemos olvidar que el Espíritu Santo obraba como «Dios desconocido» (Hch 17, 23) ya antes de Pentecostés. Obraba de modo particular en la Antigua Alianza, iluminando y guiando al pueblo elegido por el camino que llevaba la historia antigua hacia el Mesías. Obraba en los mensajes de los profetas y en los escritos de todos los autores inspirados. Obró, sobre todo, en la encarnación del Hijo, como testimonian el Evangelio de la anunciación y la historia de los acontecimientos sucesivos relacionados con la venida al mundo del Verbo eterno que asumió la naturaleza humana. El Espíritu Santo obró en el Mesías y alrededor del Mesías desde el momento mismo en que Jesús empezó su misión mesiánica en Israel, como atestiguan los textos evangélicos acerca de la teofanía durante el bautismo en el Jordán y sus declaraciones en la sinagoga de Nazaret. Pero desde aquel momento, y a lo largo de toda la vida de Jesús, iban acentuándose y renovándose las promesas de una venida futura y definitiva del Espíritu Santo. Juan Bautista relacionaba la misión del Mesías con un nuevo bautismo «en el Espíritu Santo», Jesús prometía «ríos de agua viva» a quienes creyeran en él, tal como narra el evangelio de Juan, que explica así esta promesa: «Esto lo decía refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él. Porque aún no había Espíritu, pues todavía Jesús no había sido glorificado» (Jn 7, 39). El día de Pentecostés, Cristo, habiendo sido ya glorificado tras el cumplimiento final de su misión, hizo brotar de su seno «ríos de agua viva» e infundió el Espíritu para llenar de vida divina a los Apóstoles y todos los creyentes. Así, pudieron ser «bautizados en un solo Espíritu» (cf. 1 Cor 12, 13). Éste fue el comienzo del crecimiento de la Iglesia.
4. Como escribió el concilio Vaticano II, «Cristo envió de parte del Padre al Espíritu Santo, para que llevara a cabo interiormente su obra salvífica e impulsara a la Iglesia a extenderse a sí misma. El Espíritu Santo obraba ya, sin duda, en el mundo antes de que Cristo fuera glorificado. Sin embargo, el día de Pentecostés descendió sobre los discípulos para permanecer con ellos para siempre; la Iglesia se manifestó públicamente ante la multitud; comenzó la difusión del Evangelio por la predicación y fue, por fin, prefigurada la unión de los pueblos en la catolicidad de la fe por medio de la Iglesia de la Nueva Alianza, que habla en todas las lenguas, comprende y abraza en la caridad todas las lenguas y supera así la dispersión de Babel» (Ad gentes, 4).
El texto conciliar pone de relieve en qué consiste la acción del Espíritu Santo en la Iglesia, a partir del día de Pentecostés. Se trata de unción salvífica e interior que, al mismo tiempo, se manifiesta externamente en el nacimiento de la comunidad e institución de salvación. Esa comunidad ―la comunidad de los primeros discípulos― está completamente impregnada por el amor que supera todas las diferencias y las divisiones de orden terreno. El acontecimiento de Pentecostés es signo de una expresión de fe en Dios comprensible para todos, a pesar de la diversidad de las lenguas. Los Hechos de los Apóstoles aseguran que la gente, reunida en torno a los Apóstoles en aquella primera manifestación pública de la Iglesia, decía estupefacta: «¿Es que no son galileos todos estos que están hablando? Pues ¿cómo cada uno de nosotros los oímos en nuestra propia lengua nativa?» (Hch 2, 7-8).
5. La Iglesia recién nacida, de ese modo, por obra del Espíritu Santo, el día de Pentecostés, se manifiesta inmediatamente al mundo. No es una comunidad cerrada, sino abierta ―podría decirse abierta de par en par― a todas las naciones «hasta los confines de la tierra» (Hch 1, 8). Quienes entran en esta comunidad mediante el bautismo, llegan a ser, en virtud del Espíritu Santo de verdad, testigos de la Buena Nueva, dispuestos para transmitirla a los demás. Es, por tanto, una comunidad dinámica, apostólica: la Iglesia «en estado de misión».
El mismo Espíritu Santo es el primero que «da testimonio» de Cristo (cf. Jn 15, 26), y este testimonio invade el alma y el corazón de quienes participan en Pentecostés, los cuales, a su vez, se convierten en testigos y anunciadores. Las «lenguas como de fuego» (Hch 2, 3) que se posan sobre la cabeza de cada uno de los presentes constituyen el signo externo del entusiasmo que el Espíritu Santo había suscitado en ellos. Este entusiasmo se extiende de los Apóstoles a sus oyentes, ya desde el primer día en que, después del discurso de Pedro, «se unieron unas tres mil almas» ( Hch 2, 41).
6. Todo el libro de los Hechos de los Apóstoles es una gran descripción de la acción del Espíritu Santo en los comienzos de la Iglesia, que ―como leemos― «se edificaba y progresaba en el temor del Señor y estaba llena de la consolación del Espíritu Santo» (Hch 9, 31). Es bien sabido que no faltaron dificultades internas y persecuciones, y que surgieron los primeros mártires. Pero los Apóstoles tenían la certeza de que era el Espíritu Santo quien los guiaba. Esta conciencia se iba a formalizar, en cierto modo, durante el Concilio de Jerusalén, cuyas resoluciones comienzan con las palabras «hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros...» (Hch 15, 28). De esta manera, la comunidad testimoniaba la conciencia que tenía de estar obrando movida por la acción del Espíritu Santo.
Saludos
Amadísimos hermanos y hermanas:
Me es grato saludar ahora a todos los peregrinos de lengua española. De modo particular doy mi cordial bienvenida al grupo de profesores y estudiantes del Colegio XXI de Abril de Mendoza (Argentina); así como al grupo de visitantes peruanos que peregrinan hacia Tierra Santa y a otros fieles procedentes de aquel amado país. Saludo también al grupo de Oficiales de la Academia Militar de Chile y a los peregrinos mexicanos venidos de Monterrey y de Aguascalientes.
Entre los grupos procedentes de España, saludo a la Junta Directiva del Skal Club de Barcelona, que celebran el cuarenta aniversario de su fundación. Pido que todos seáis iluminados por el Espíritu Santo, para que recibáis sus dones que os permitan vivir cada día con más autenticidad y vigor los genuinos valores del Evangelio.
A todos los peregrinos procedentes de los diversos países de América Latina y de España, os imparto con afecto la bendición apostólica.
© Copyright 1991 - Libreria Editrice Vaticana